La crónica del burrito / Antonio Moreno Montero

 

Equus finibus asinus, o bien,
perteneciente a la familia
de los burritos fronterizos,
subespecie única en su género.

La Meca es a Mahoma lo que Ciudad Juárez al burrito, un lugar sagrado. Tan lejana una urbe como la otra, las une una delgada cadena de historia gastronómica: el pan de pita del Medio Oriente y del norte de África con la sábana versátil que los fronterizos conocen a secas como tortilla de harina. Los poblanos estarían en todo su derecho de reclamar parentelas y, si así lo quisiesen, terciar al momento de las disputas con el robusto y bien presentable «taco árabe». Se confirma con ello que la fundación de un platillo tiene que estar tutelada por las adaptaciones lingüísticas y culinarias (al pan francés le decimos telera, por ejemplo), de las cuales emanan el arraigo y una buena dosis mítica para la trascendencia.
     Hay una gran cantidad de establecimientos en Ciudad Juárez, muchos de ellos de gran calidad, que podrían satisfacer el paladar de comensales exigentes y melindrosos: Burritos Robles, Tin Tan, El Negro, Crisóstomo, Medallas, El Reprobado, Sarita, Tony… Este alimento emblemático y capitoste de la comida rápida fronteriza (fast food border), accesible a cualquier bolsillo, nunca falta en la lonchera tanto del obrero como del oficinista, todo mundo sigue siendo capaz de fabular sobre sus orígenes. Que la doxa pontifique, proponga historias apócrifas o inverosímiles: no resulta una tarea descabellada, al contrario, se necesita consolidar y defender esa rica narrativa (oral y escrita), vertida desde el lugar mismo donde se supone que el burrito tuvo su nacimiento.
     Las adjudicaciones, pronunciamientos y reclamos podrían formar parte de un pobre juego de conjeturas, con formulaciones retóricas carentes de evidencias. Pero no es así. ¿Quién exactamente inventó el burrito? ¿Qué circunstancias motivaron tal epifanía culinaria? El hambre y la necesidad, como puntos de partida. Supongo. ¿Quién fue el primer comensal de ese platillo enrollado en forma de flauta, un poco más rechoncha que la que solía tocar el Fauno? ¿Qué dijo el mismo comensal después de habérselo engullido? ¡Qué maravilla! ¿Quién fue la primera persona que decidió embadurnar la tortilla de harina con frijoles machacados o guacamole, o las dos opciones al mismo tiempo? A modo de enriquecer el alimento, para después añadir los guisos, entre ellos barbacoa de labio, guisado de verde, carne deshebrada, chicharrón prensado, mole, chile relleno, chile pasado, güini, carne de res con chile colorado o papas con rajas y queso. ¿Quién fue el listo que dijo Esto es un burrito, con una voz estereofónica?
     Parecería que a nadie le importara, aunque no creo estar muy seguro de esa impresión. La misma actitud asumiría si, al momento de elegir un burrito de barbacoa de labio, me dijera el despachador, con advertencia de nutriólogo punitivo, que el que yo deseo comer contiene más de mil quinientas calorías. Tampoco hay alguien que ande por los corredores exigiendo pruebas irrefutables, como si esto fuese parte de una investigación jurídica, porque está el vínculo del platillo con una región específica, que es lo más importante. Lo mismo pasa con los chistes, nadie los registra ni los reclama como propios. En la literatura existen dos obras que forman parte del patrimonio de la humanidad: han pasado siglos y nadie ha podido revelarnos con exactitud los nombres de los genios que escribieron La vida de Lazarillo de Tormes (circa 1554) y Las mil y una noches (circa 850), especialmente esta última que, con el paso del tiempo, sufrió para bien alteraciones e injertos. El burrito es parte de la dieta y del imaginario gastronómico de Ciudad Juárez; habría que distinguirlo con la B mayúscula para evitar las confusiones con otros burros no menos distinguidos: el burrito de planchar, el burrito sabanero del compositor venezolano Hugo Blanco, el burrito del poeta español Juan Ramón Jiménez y, por último, el tumbaburros, resguardado por Alí Babá y los cuarenta ladrones. El anonimato no puede ser una condena para el Burrito, sino un principio de universalización.
     El historiador Jeffrey M. Pilcher, en Taco Planet (2012), hace una notable cobertura sobre el impacto de la comida mexicana actual, poniendo en solfa no sólo las virtudes de nuestra comida sino también subrayando el protagonismo que ésta ha adquirido a escala mundial. Dilucida el tema de la autenticidad gastronómica en tiempos de la globalización neoliberal, de las mutaciones que han sufrido los platillos nacionales al contacto con culturas de acogida, provocadas por la migración, incluso las fusiones y los préstamos. La premisa del libro de Pilcher es idónea para las pitanzas lacanianas, porque nos pone frente al espejo que refracta la imagen de la comida mexicana modelada por los extranjeros, en contraste con la opinión que tienen los mexicanos de la comida nacional. En una entrevista con Charlie Rose en el año 2002, disponible en YouTube, Carlos Fuentes enumera una lista de platillos (hot tamale, big enchilada, super taco), para luego afirmar que la comida es la que ha inventado el vocabulario de la política mexicana. Sin duda, sobran las razones diplomáticas para garantizar lo siguiente: la comida mexicana en el extranjero se convierte al instante en mediadora de negociaciones que van más allá de la política, enriquece el paladar, sobre todo dignifica el menú de «lo mexicano»; aunque esa comida tan generosa donde se intersectan el mundo prehispánico de la flor de la calabaza con el catolicismo cuaresmeño (comida única en su género), el sabor ibérico (de consistencia indeleble) con lo árabe, lo judío, con las sopas calientes de herencia francesa, y con lo africano en las costas, la comida mexicana se expone a las promiscuidades culinarias de toda laya en los Estados Unidos, a placer para que el comensal ajeno a la cultura goce de las refacciones aztecas que ofrecen nuestras verdaderas embajadas, los restaurantes en pequeño que abren los inmigrantes en el imperio del Norte; pero, principalmente, forjan expresiones lingüísticas que delatan una nueva identidad, como la chimichanga, que es, con perdón de Monsieur Torquemada, un burrito frito en aceite.
     Volviendo al libro de Pilcher, después de leer el capítulo subtitulado «Burritos in the Borderland», el apetito se me fue al cielo, pese al esfuerzo acumulativo del que hace gala con datos útiles, incidentes y accidentes históricos que sólo los legajos pueden revelar, atisbos, estadísticas. Lo que Pilcher plantea con el burrito es peor que el proceso de convertirlo en chimichanga. Del Diccionario de mejicanismos (1895), de Feliz Ramos i Duarte, al impulso de cartografiar el platillo como si fuese producto de un feliz mestizaje entre el calvinismo culinario y el guadalupanismo gastrológico, una sombra densa cae sobre el burrito. En un contexto político de los que muy bien sabía definir Carlos Fuentes, como el sabio que era, entonces chimichanga suena a chanchullo, a chanta que cuece los estofados a fuego lento.
     El manto de Pilcher sobre los orígenes del burrito es el mismo que el lector puede encontrar en diccionarios de cocina o en cierta literatura del paladar, frase de Juan Mari Arzak, el Merlín de la cocina mundial, escrita ajena al regionato donde se afirma que se ubica la cuna de este platillo, que las cadenas de alimentos estadounidenses han popularizado a troche y moche, sin condiciones ni restricciones. Pilcher agosta sus propósitos: «the burrito’s origins are as obscure as those of the taco» (p. 46). Después, citando a Feliz Ramos, propone: «defined the burrito as a “rolled tortilla with meat or other thing inside, which in Yucatán is called cosito, and in Cuernavaca and Mexico [City], taco”» (p. 47). Finalmente, trata de persuadir: «to understand the origin of the burrito, and of the distinctive version of Mexican food that Anglos first encountered in the Southwest and later carried around the world» (p. 47). De estos barruntos puede destacarse el tema explícito de la inmigración junto con la predecible derivación de que el que emigra lleva consigo lengua, memoria y tradición gastronómica; aunado al alto crecimiento de la comunidad mexicana en el vecino país, más la rápida comercialización e ingreso de ésta al menú del ejército estadounidense, la comida mexicana se ha globalizado desde los Estados Unidos de manera insospechada.
     En el Diccionario internacional de la gastronomía, Guido Gómez de Silva define al burrito como «el platillo mexicano que consta de una tortilla de trigo enrollada o doblada alrededor de un relleno (por ejemplo, de res, frijoles refritos, o quesos), y comúnmente cocido al horno» (pp. 30-31). Por su parte, Pilcher plantea que un burrito es «wheat flour tortilla filled with beans, meat, or other stuffings, common to Sonoran and Cal-Mex cooking; a particularly large version, the Mission burrito, filled with rice and beans, originated in San Francisco» (p. 264). Cuesta trabajo redimensionar estas argumentaciones porque se condiciona el criterio al momento de querer hilar, conectar y reflexionar alrededor de la creencia «somos lo que comemos», especialmente si lo que se come es un producto autóctono, en los tiempos de esta globalización que taja con la misma tijera corazón, estómago y cabeza. La comida en defensa del patrimonio cultural, el platillo en tanto producto identitario, el cual se procesa y elabora como parte de un emblema característico de un lugar específico. Así lo quieren el optimismo y la leyenda: si el burrito es parte del patrimonio culinario fronterizo, un platillo que Estados Unidos, efectivamente, ha mundializado, entonces estamos ante una ecuación que obliga a despejarla de otra manera, poniendo atención en los testimonios de los que creen que la comida es parte del imaginario colectivo. Si París probó —con repugnancia— su primera taza de café, escribe Salvador Novo, cuando en 1669 el embajador turco Solimán Aga lo introdujo, Taco Bell y Chipotle, las franquicias de comida rápida más populares en Estados Unidos, se extasiaron y frotaron las manos con el burrito que introdujo la migración mexicana; por eso decidieron trasterrarlo a sabiendas que, en términos financieros, sería una operación sumamente redituable. El burrito no es un platillo nacional, pero sí un tesoro regional, que une saber, sabor, identidad e imaginario fronterizo.
     Sobre la calle Gregorio M. Solís, curiosamente, se sitúan dos establecimientos que, al momento de interpretar el entusiasmo de los comensales y consumir el alimento, alcanzan el rango de templo culinario. Enfrente del Parque Borunda, en el número 325, está Burritos Tony. Es pequeño y acogedor, aunque te da la sensación inmediata de que tienes que comer rápido y marcharte. La mayoría ordena uno o dos burritos, la tortilla de harina caliente, recién hecha, finamente acolchada; después, como un marsupial, recibe el guiso predilecto del cliente, el cual acompaña con un refresco embotellado. El olor de la tortilla de harina es inconfundible, inscrito dentro de un cartografía sensitiva, forma parte también de la memoria olfativa, enriquecida con lo que proviene de las cocinas y fogones de México. Llego justo al mediodía. A la hora del lonche. Cuento más de una docena de clientes en el interior, unos de pie para ordenar, otros degustan el alimento que ni Gómez de Silva ni Pilcher pudieron definir con atingencia; la venganza de Moctezuma caiga sobre ellos. Me acerco al cajero, con mi nombre por delante, luego le pido autorización para quedarme allí un buen rato. Un guardia, con pistola al cinto, me escudriña con una curiosidad animal que no reprime; al contrario, a la brusca, me pregunta: «¿De qué canal es o qué?», como si una legión de camarógrafos me acompañase, o portara los instrumentos típicos del reportero radiotelevisivo, con chaleco y cruzado el pecho con cananas de bolsitas. Le respondo otra cosa viendo yo al cajero: quiero saber cómo preparan el burrito, conversar con los comensales, pasar un tiempo viendo al despachador, todo un malabarista, su manera de elaborar el famoso burrito. Repito de memoria las anteriores definiciones de los expertos, fuera de Ciudad Juárez nadie puede revelar con sentido común el método de hacer las tortillas, de ponerles el guiso, enrollarlas, algunas palabras ocurrentes relacionadas con el básico recetario, los ingredientes y secretos de cocina, menos las razones del nombre, como tampoco una que otra meditación, olvidemos el adjetivo chispeante, digamos precisas, sobre los orígenes del platillo. En una frase: no existe aún la poética del burrito. Cajero, despachador, guardia empistolado, dos o tres comensales atentos, se quedan pasmados. Me dicen que eso que describo no es un burrito. «¿Entonces qué es?», pregunto. «Puede ser un burrito, pero no un burrito de Juárez», responde el despachador, Juan Manuel Mora, con más de cuarenta años en el oficio. Este restaurante de comida rápida fronteriza vende burritos desde hace más de medio siglo. Me dice el despachador que empezó a trabajar en 1976, cuando el burrito costaba dos pesos con cincuenta centavos. Hoy cuesta veintidós pesos. Continúa hablando sin dejar de embadurnar, con una velocidad endiablada, las tortillas de harina (ya sea con frijoles, aguacate, o en ocasiones añade queso asadero); seguidamente, copetea la cuchara con el guiso indicado, enrolla y despacha. Hay veinte guisos, los que tienen más demanda son los de lengua y, oximorónicamente, los burritos de torta de carne.
     Un burrito en El Paso, Texas, o en San Bernardino, California, no es un burrito. O es un burrito diferente. Así de simple. No tiene el mismo sabor. El modo de prepararse es distinto. Añadirle queso rallado y arroz y envolverlo como si fuese una pelota es un acto sacrílego para el paladar y el instinto del fronterizo. «Porque no sería un burrito auténtico», dice Carlos Gutiérrez, criado y educado en Ciudad Juárez. Su frase es epifánica. No podría haber sido dicha por alguien que desconoce lo elemental de la vida. Viene aquí una vez a la semana desde hace cuarenta y cinco años. Pide siempre dos burritos de lengua. ¿De lengua me como un burrito?
Cada maestro tiene su librito, dice Clotilde Alfaro, cofundadora de Burritos Sarita hace cuarenta y seis años. El burrito costaba en ese entonces un peso. El establecimiento se ubica hacia el norte de la Gregorio M. Solís. Se ha nublado el cielo, afortunadamente. Camino con la satisfacción de un hombre que sabe que la gula, en estos tiempos de excesos y escándalos, sólo puede ser tipificada como un pecado capital. Pienso comer el que yo considero el mejor burrito del mundo: hecho de rajas con queso y papa. Es fácil identificar el establecimiento: un camión de alimentos, impecable por fuera, súperhigiénico por dentro, estacionado entre la calle Tlaxcala y la avenida Hermanos Escobar; a nueve cuadras de distancia de Burritos Tony. El camión está entoldado para guarecer a la clientela de los rayos del sol que caen como filosas cuchillas, no hoy sino a menudo. Los comensales pueden comer parados o sentados en una banca larga. Una familia de palomas exige que se le comparta lo que sea. Alguien tira un pedazo de tortilla para complacer a las aves; se lo discuten a picotazos cuando recién ha tocado el suelo. Esta repartición tiene un toque místico: el burrito se multiplica y la paloma refunda alegorías. «Es el único negocio», dice Clotilde Alfaro, «donde los hombres no meten su cuchara». Desde su fundación, sólo mujeres —Sara y ella, las fundadoras, ahora las sobrinas— se ocupan de cocinar tortillas y guisos. Creo que por eso, y tiene sentido, los burritos valen más, casi treinta pesos, los más caros de Ciudad Juárez.
     Le cuento a Clotilde que en Argentina las empanadas se distinguen con el nombre de la región: salteñas, santiagueñas, chaqueñas, tucumanas, catamarqueñas, riojanas, cordobesas, patagónicas, porteñas, entrerrianas, entre otras. Varían en la forma de hacer el repulgue, es decir, la forma de cerrarlas, y también en el relleno o guiso. Luego le pregunto si estaría de acuerdo en que el burrito adoptara el patronímico para poder diferenciarlo de una vez por todas de la familia de los mamíferos comestibles: burrito juarense (nombre científico: equus finibus asinus). Como la mujer perito que es en estos asuntos, y muchos más, responde que eso facilitaría la carta de bautismo del burrito juarense. Con ello, se marcaría distancia de los burritos menos susceptibles, de segunda mano, menos ilustres: burrito texano, californiano, tex-mex, duranguense, sonorense, neolonés, michoacano, etcétera. En ese afán, Pilcher y Gómez de Silva plantearon definiciones erradas por querer sustentarlas en estrategias equivocadas. Antes de marcharme de Burritos Sarita, ahora Burritos Juarenses Sarita, le narro brevemente las tres anécdotas apócrifas acerca del platillo, contadas y transmitidas de boca en boca, de generación en generación. La primera me la contó la periodista Karen Villarreal; la segunda, el poeta Enrique Cortázar; la última, Nadil Karam, un libanés que llegó a México en la década de los treinta y cuya familia se estableció en Monterrey cuando él era apenas un niño —en edad adulta, viajó a Ciudad Juárez a inicios de los años setenta, donde descubrió un platillo que lo remitiría a sus orígenes por las semejanzas con la pita:

a)          Una viuda, en la época de la Revolución Mexicana, buscando un medio para sostener a sus hijos, decidió hacer tortillas de harina. Llegó a la conclusión práctica de que en lugar de cargar con el comal y hacer allí en la calle un alimento caliente, optaría por meter el guisado en la tortilla, envolverlo y depositarlo en una canasta. Para transportar el platillo, usaba un par de burritos que tenía en su propiedad. Al verla llegar con los burritos, los combatientes revolucionarios decían que allí venían los burritos.
b) El manjar fue bautizado por soldados de la guarnición militar de Ciudad Juárez en la época de la Revolución (circa 1911). «¡Allí viene el burrito!», gritaban los soldados hambrientos. Para evitar que las tortillas se pegaran por el calor, la mujer decidió poner el guisado en la tortilla y envolverla como un taco.
c) Cuenta Nadil Karam que la historia se la narró su amigo Elie Sudaiha, y que éste la oyó de boca de un amigo de la Ciudad de México, de modo que me advierte que la tome con pinzas: coincide en que el platillo surgió en tiempos de la Revolución, pero esta versión difiere de las anteriores en un aspecto: el protagonista es un hombre, un tal Juan Méndez que vendía comida caliente en las calles, en la guarnición, los guisos en grandes tortillas de harinas, enrolladas como tacos gigantes. Juan Méndez transportaba la comida en dos burros. La metáfora hizo coherente todo, la gente empezó a llamar al platillo por su verdadero nombre: burro o burrito.

Como una maga a punto de expresar un conjuro bíblico, Clotilde Alfaro levanta la cabeza para desechar la última historia, acostumbrada a los protagonismos femeninos. Rejuega en sus labios algunas palabras que ella junta como parte de una alquimia, pero no las expresa. Se quedan allí en un limbo preverbal. Después escucho: «Sí, m’ijo, me gusta el nombre así, fíjese». O que se abra el debate. Burrito juarense.
Para dignificarlo. Para que el préstamo sea legítimo. 

 

Bibliografía:
— Diccionario internacional de la gastronomía, de Guido Gómez de Silva. Fondo de Cultura Económica, México, 2010.
— Cocina mexicana. Historia gastronómica de la Ciudad de México, de Salvador Novo. Porrúa, México, 2013.
—Planet Taco. A Global History of Mexican Food, de Jeffrey M. Pilcher. Oxford University Press, Oxford / Nueva York, 2012.

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