En las primeras páginas de su Vuelo nocturno, Antoine de Saint-Exupéry revela lo que para un piloto significa, en la noche cerrada de su vuelo, entrever en la distancia la luz de las casas que se encienden, como aisladas estrellas terrestres: «No saben lo que esperan, esos campesinos acodados a la mesa frente a su lámpara: no saben que su deseo lleva tan lejos, en la gran noche que los encierra. Pero Fabien lo descubre cuando viene de una distancia de mil kilómetros y siente sus ondas profundas subiendo y bajando al avión que respira, cuando ha atravesado diez tormentas, como países en guerra y, entre ellos, claros de luna, y cuando se apodera de esas luces, una tras otra, con el sentimiento del vencedor. Esos hombres creen que su lámpara sólo ilumina la mesa humilde, pero a ochenta kilómetros de ellos alguien ya se siente tocado por el llamado de esa luz, como si la agitaran desesperados, desde una isla desierta, frente al mar».
Este hermoso párrafo del escritor y aviador francés, que el 31 de julio de 1944 despegara de un campo de aviación en Córcega para cumplir una misión de la que no regresaría, me resulta muy conveniente para referirme, aunque sea en parte, al vuelo ejemplar de Vicente Quirarte, su clara trayectoria en nuestra literatura. Creo advertir, en las líneas de Saint-Exupéry que acabo de citar, una justa analogía entre los oficios del piloto y del poeta, orientados ambos de manera cabal hacia un llamado —una vocación— que han de cumplir entre los hombres.
Hay un delicado equilibrio entre la misteriosa encomienda del poeta —también él muchas veces nocturno, solitario, suspendido entre cielo y tierra— y la dimensión profundamente humana de su destino singular, que sólo se aprende luego de haber atravesado esos cielos de tormenta, esas tierras muchas veces desiertas de esperanza. Una luz, que pareciera no tener otro propósito que iluminar una pequeña estancia, se enciende para él. Una extraña correspondencia se establece entonces: quienes en la oscuridad de la humilde vivienda prenden esas luces que sirven de guía al poeta, lo hacen sin saber que trazan un camino para la palabra que, como un alimento indispensable y desconocido, ha de llegar hasta ellos. Y el poeta puede entonces intuir que su misión está a punto de cumplirse, de llegar a puerto, aunque sea sólo momentáneamente, aunque pronto nuevas voces, nuevos vientos lo reclamen.
Palabra como lazo, palabra como señal de reconocimiento, palabra como una mano tendida del hombre hacia el hombre, ha sido, desde su temprano comienzo la aventura poética de Vicente Quirarte. No hace mucho, sus amigos y lectores festejamos tres decenios de la aparición de su libro inicial, que ostenta en su título un verso de Góngora: Teatro sobre el viento armado. En el momento de su publicación, Vicente estrenaba sus veinticuatro años y es posible constatar cómo, desde entonces, en ese libro están ya los temas, los vislumbres, las cadencias, que a lo largo de las tres décadas siguientes habrían de pulirse y ganar en hondura expresiva, sin que por ello se perdiera el permanente azoro de la mirada con la que el joven poeta descubre al mundo y se descubre en el mundo; el manejo puntual del verso aprendido en Gilberto Owen, Luis Cernuda y Rubén Bonifaz Nuño —demiurgos guardianes de su casa poética—, la celebración del amor encarnado en la mujer y en la gloriosa derrota de cantarla; el elogio de la calle, que habrá de prolongarse en himno y lamento por la Ciudad de México, ciudad que Vicente conoce por haberla caminado (esa «pequeña odisea de recorrerla diariamente») sobre el asfalto y en las páginas escritas por tantos —héroes más o menos anónimos— que sobre ella han dado testimonio. «Nunca ha existido tiempo ni lugar / para buscar las alas perdidas: / hay que intentar el vuelo / con todo lo que aún no se nos niega». Esto escribía en aquellos años en un poema titulado, precisamente, «Condición del héroe». Desde entonces, al intentar ese despegue, Vicente Quirarte comenzó a modelar para nuestra literatura la figura de este héroe urbano que alimenta sus sueños en las mitologías pero que combate sus propios monstruos interiores mientras emprende caminatas a través de la gran capital contemporánea, la ciudad tentacular, omnívora, la implacable metrópolis. Un guerrero en el que se combinan, en justas proporciones, la valentía y la errancia del Ulises marítimo con el candor y el instinto metropolitano del Hombre Araña: «Estar en el mundo con dos caras / y en las dos serle fiel al heroísmo / desconocido y breve de ser joven», escribe, no sin cierta nostalgia, en su «Spiderman Blues». Pero lo que privilegia no es la fuerza y la gallardía naturales a la juventud del héroe, no la juventud en sí misma, sino el tiempo único y fugaz de su entrada en escena, de su enfrentamiento primario con el mundo y sus enigmas. «Los románticos», escribe Vicente en ese extenso tributo que es su Biografía literaria de la Ciudad de México, «nos enseñaron la importancia de separarnos físicamente de la ciudad para comprenderla: entrar en período de separación y regresar, templados por la lumbre del conocimiento». El joven que al mirarse en el espejo sabe que la «soledad es un músculo del alma» es el hombre que años después sabrá reconocerse en los otros y, mejor aún, darse a los otros con el temple necesario, mediante la exacta madurez de sus palabras. Palabras que hallarán su mejor destino en el oído y el alma de esos «otros» que, dice Octavio Paz, «no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia». De aquí que las pruebas —ese «templarse» del héroe— se presenten cotidianas y múltiples, siempre al acecho del momento en que, cargado con sus cuitas, el héroe duda y muestra su flanco más vulnerable.
El poeta debe comenzar por conquistar la página en que escribe, vencer a la blancura que como otra mítica ballena se alza frente a él, retándolo. Vicente tuvo que escribir ese poema y darle ese título, «Vencer a la blancura», casi como una expiación, por haber accedido a la visión de aquello «que el hombre creyó ver» y que al poeta —la lección es de Arthur Rimbaud— le es dado contemplar durante un instante de terror y de gracia. La mención aquí del niño prodigio de las letras francesas no es, en modo alguno, arbitraria. El inimitable ejemplo de su obra-vida es una referencia constante en la poesía, en los cuentos, en los ensayos, las crónicas y las epístolas de Quirarte, a los que nutre como una llama viva, y en los que no es difícil advertir la figura del héroe consumido por su propia pasión, por la imposibilidad de fundirse con el objeto de su búsqueda.
Escribe Vicente en «Tres retratos de la lluvia»: «Y cuando la mano toca el cuerpo elegido para que el amor tome forma en otra carne que es también la nuestra, sentimos, como la ciudad, lavarnos interminablemente, seguros de amanecer con rostro nuevo, dispuestos a combatir aunque sepamos que la derrota es el único premio de los héroes». Insensata la aventura, cuando de antemano se sabe que no hay conquista alguna y que, en todo caso, el mérito es de la poesía o de los otros. Sin embargo, el legítimo anhelo de purificación, de aproximar los ojos a la fuente, el viaje mismo en pos de un rostro nuevo, son para el poeta suficiente acicate. L’amour, la poesie (el amor, la poesía), que constituye un binomio indisoluble en el itinerario vital de Paul Éluard, conforma la divisa que alumbra el escudo de armas de Vicente Quirarte. Abre con ella la Puerta del verano de su temprana madurez poética, se multiplica en las voces de Filippo Lippi o Aníbal Egea, encarna su «estrella oscura» en las imágenes del Ángel y el Vampiro, y lo acompaña ahora, en sus más recientes Casidas del nombre sin aire. Este amoroso ejercicio de Vicente se cumple también en la honda elegía, en el lamento por la ausencia de aquellos que han llegado antes que nosotros a la estación definitiva. Tres de sus poemas: Razones del samurái, Zarabanda con perros amarillos y El mar del otro lado pueden ser leídos como las tres divisiones de un sacro retablo, donde lo que acontece es el íntimo relato de tres muertes: el padre, la madre, el hermano mayor. Luces y sombras —deaths and entrances, que diría Dylan Thomas— se alternan en estos poemas que merecen un estudio aparte y, mejor aún, una edición especial que los reúna. Sólo añadiré que este tríptico se inscribe junto a lo mejor de nuestra poesía elegíaca, a la que continúa y enriquece; la pericia de Vicente para construir poemas mediante un verso dúctil al oído que convierte al lector en un confidente, no es menor que la fuerza de la narración, que consigue ubicarlo en la hora y el sitio.
«Sólo en el amor y sus demandas», escribe en esa defensa que titula «Urgencia de la poesía», «existe una intensidad semejante a la surgida cuando un hombre enfrenta las palabras de la tribu. Únicamente el amor y sus diáfanas prisiones equivalen a la libertad proporcionada por el correr de la pluma en el papel, a la traducción del mundo lograda merced al esfuerzo y el milagro». Este párrafo contiene los elementos indispensables: el amor, la intensidad del poeta a solas y en presencia de los otros, prisión y libertad, la pluma, el papel y la traducción del mundo a través de la palabra poética, una labor que no ha de darse sin esfuerzo, una proeza que no ha de lograrse sin la participación del milagro. Se dice que el amor es una invención del siglo xii. Un hallazgo de los trouveurs (la palabra quiere decir descubridores), los trovadores que en la Provenza cantaban a la amada con una lengua de pájaros a la salida del sol. Pero, explica Jacques Roubaud, «lo que ellos inventaron o descubrieron no fue el amor, sino el vínculo entre amor y poesía, revelaron que el amor, en el canto, es el motor que mueve a la poesía», y añade: «el poema de amor es el núcleo que luego irradia hacia otras formas del decir poético». Este núcleo, este crisol, es discernible al releer las páginas que configuran la obra de Vicente Quirarte. Una irradiación que implica un eminente amor por la lengua y cristaliza en la voluntad de unir los destinos del cantor y del héroe. Escribe: «Nacer en cada muerte. Resistirla. / Verla en su espejo oscuro. En esta vida»; para, enseguida, concluir: «y todo hay que inventarlo / como si por primera vez nos visitara». En esos cuatro verbos se resume la tarea, esa alta responsabilidad: nacer, resistir, ver, inventar. Un programa de vida para esta vida.