La cena / Ileana Garma

—No puedo concentrarme… No comas tan rápido.
     Margarita terminaba una rebanada de pastel mientras en la casa se instalaba el silencio. Su barrio era uno de esos barrios recién construidos, donde las casas son idénticas entre sí y el pasto en los jardines apenas comienza a crecer. No hay árboles y no hay pájaros. Y al final de la calle, el fin del mundo; monte y atardecer.
Madre trabajaba en la mesa. Una página y luego otra y otra. La casa era minúscula y en la mesa para cuatro las libretas de Madre y Margarita lo ocupaban todo.
     —No entiendo por qué tienes que comer mientras haces la tarea…
     Madre hablaba sin levantar los ojos de sus apuntes, con el marcador rojo en la mano y el ceño fruncido. El techo de aquel lugar era bajo y las ventanas pequeñas, apenas circulaba el aire. Madre tenía la frente húmeda, perlada. Margarita terminó el pastel pero no abría las libretas. A esa hora del día, Madre acababa de llegar del colegio.
     —Hija, ¿recuerdas lo que te dijo el doctor?, ¿lo recuerdas?
     Padre estaba en el cuarto, leía sobre la cama. Le gustaba silbar bajito mientras trabajaba también en sus apuntes. El sol, casi apagado, estaba saliendo de su habitación.
     Fue en el comedor donde llegó primero la noche. Debajo de las sillas y de los muebles. Lo insectos se daban cuenta. Luego en los pasillos y en la cocina, que también era un pasillo.
     Madre tomó los papeles y se dirigió a su recámara. Empujó la puerta con el hombro y dejó caer las cosas sobre la cama. Padre dejó de silbar.
     —¿No puedes terminar de trabajar en la…
     —Cuando lleguen los exámenes estas tareas no van a servir de nada, todo esto es inútil y yo…
     —Quiero… sólo quiero terminar de leer esto.
     Era una habitación nueva, pequeña y nueva, blanca y nueva, aún sin adornos, sin marcas, sólo paredes que nada decían, un poco pálidas por la partida del sol.
     —¿Enciendo la luz?
     Padre volvió a silbar. En una caja del rincón descansaban los viejos cuadros con bordes de madera, un poco descuidados, que mostraban a la pareja el día de la boda, en el bautizo de la hija, en las vacaciones en la playa.
     Padre aún llevaba la corbata. Sus zapatos parecían acabados de lustrar. Silbaba y entrecerraba los ojos para seguir leyendo, a causa de la falta de luz. El viento, que el largo día había vuelto cálido, comenzó a mover la cortina. Padre silbaba en la penumbra, pausadamente, cansado.
     Madre tomó sus papeles de la cama y los acomodó en la mesilla de luz. Ahora no hacía más que mirar la pared y golpear su pierna derecha con el marcador, una y otra vez; cerró los ojos.
     —Deja de hacer ruido —dijo Padre.
     —Cuando tú…
     —Deja de hacer ruido.
     Madre regresó a la mesa para cuatro. Era una mesa de madera oscura, cubierta por un plástico transparente para evitar su deterioro. Margarita se miraba en un espejo, había un par de platos sucios a su lado y otro lleno de galletas de vainilla con relleno de fresa.
     —Recoge esos platos y ve a lavarlos. Recoge esos platos y te acuestas. ¿Terminaste, verdad? Ya es tarde.
     —Ma…
     —Lleva esos platos a la cocina.
     —Eso estoy…
     —¿Qué te pasa?
     —¿No se puede trabajar en esta casa? —gritó Padre.
     Margarita entró a la cocina mientras Madre tomaba el espejo.
     Margarita regresó a la mesa con pastelitos de chocolate.
     —Me faltan unos problemas de álgebra.
     Mientras comía, algunas migajas caían sobre su libreta y se detenía, sacudía la libreta sobre el suelo y seguía comiendo sin tomar el lápiz. Era un suelo brillante, mosaicos blancos y baratos. Madre estaba frente a ella, mirando las migajas de pastel de chocolate sobre los mosaicos limpios, nuevos, vulgares.
     —Haz la tarea.
     —Mamá, quiero…
     —Haz la tarea.
     —Quiero…
     —Es la última vez que lo digo, deja de comer y termina tu tarea.
     —¡Mamá!
     —¿Qué te está pasando? —dijo Madre, golpeando el borde de la mesa con las dos manos—. ¿Qué demonios te está pasando?
     Madre tomó de nuevo sus cosas y se retiró a la habitación. El techo era más bajo, las paredes querían tocarse. Margarita cerró el cuaderno de matemáticas.
     Madre entró en la habitación, Padre aún llevaba los zapatos que parecían acabados de lustrar. Estaba sacando calcetines de un cajón y los colocaba en una maleta casi llena. La oscuridad había llegado también a aquel sitio y Madre pudo ver el sudor en la frente de Padre, en los párpados, en la comisura de sus labios.
     —¿Saldrás mañana de comisión?
     —Ya basta.
     Madre echó sus papeles en la cama.
     —No dejes de…
     —No me digas lo que tengo que hacer.
     —Lárgate… lárgate ya.
     Cuando Madre salió del cuarto la casa se encontraba en completa oscuridad. Quiso ir hasta la cocina por un vaso de agua, pero en el comedor vio a Margarita dormida sobre la mesa. Le acarició el rostro, tenía la temperatura un poco alta.
     —Despierta, vamos a cenar.
     Margarita no abrió los ojos.
     —Vamos a cenar —repitió Madre con más fuerza.
     A Madre se le helaron las manos cuando vio la manera en que su hija la miraba.
     —Vamos, levántate, ¿a dónde quieres ir?
     Marga no contestó.
     —¿A dónde quieres ir?, dime.
     —A ningún lado. Madre caminó hacia la cocina, que era un pasillo donde sólo una persona podía permanecer a la vez. Abrió el refrigerador. La casa, en aquel barrio de casas de juguete, diminuta, recién pintada, estaba en penumbras. El viento agitaba la maleza del fin del mundo. Madre prendió la estufa, puso una sartén con aceite, echó dos salchichas y comenzó a freírlas. Margarita se levantó y fue por un par de platos, le dolía el estómago, tenía ganas de vomitar.
     Madre llevó la sartén con las salchichas al comedor y colocó una en cada plato. Su hija miró la salchicha, la sostuvo con el tenedor, la dejó de nuevo en el plato, sintió que el aire se colaba por la ventana y se estremeció.
     Madre cortó en pequeños pedazos su salchicha.
     Las dos comieron sin decirse nada, lentamente. Las salchichas no estaban bien cocidas, eran insípidas, aceitosas. Afuera el viento giraba como un tigre hambriento. Margarita tomó el espejo para mirarse.
     —Mamá, ¿a dónde…
     —Come, tienes que cenar.
     Antes de que Marga terminara de comer, Madre se levantó y se dirigió a su recámara. Estaba cansadísima y al día siguiente tendría que levantarse temprano para llegar al colegio.
     Margarita cerró los ojos y durmió sobre la mesa.

 

 

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