Taller Luvinaria-CUCEA
las flores del camposanto.
No sé qué tienen las flores, Llorona,
las flores del camposanto.
Que cuando las mueve el viento, Llorona,
parece que están llorando.
Esta noche, la tierra infértil estará de fiesta. Se vestirá de sus mejores galas y, por motivo de la celebración, todas las actividades extraoficiales serán suspendidas.
Había anochecido con calma. Parecía que esa noche nunca llegaría, pero, por suerte, llegó, y justo a tiempo. El aire arreciaba en cortos lapsos muertos, pedazos para la ocasión. Esa noche era menos oscura, parecía simpatizar con las luces opacas. El marco de la fiesta era atrás de unos lotes deshabitados, así que sin pena las guitarras y la voz del mariachi sonaron con todo.
El mundo entero estaba ahí reunido, y con eso me refiero a todos. Todos los que tenían reservado un lugar del muro para acá. Por eso de los rencores en cuanto a un lugar para ser y dejar de ser. Los invitados eran muy variados, desde revolucionarios, los llamados rebeldes que ahora son de ideales más tranquilos que los nuevos; hay poetas, pintores, artistas, políticos y los burgueses del siglo pasado. Era el ambiente propicio para esta fiesta, sólo hoy podía ser así, y es que llevaba 38 años esperando la llegada de un escritor, y todavía tuvo que esperar otros 72 años para poder conocerlo en persona. Y, como la festejada era influyente, le llegaron dos escritores: Saramago y Monsiváis.
Con regocijo, los invitados probaban cada uno de los platillos dispuestos en la larga mesa, que lucía jocosamente un mantel de color púrpura, el color favorito de la cumpleañera.
Hacía cien años exactamente que su amante le había dado vida, claro que, como toda una experta en el jaripeo de sus faldas con encaje, sabía que era así como se sentían todos los enamorados.
Pero con él había sido diferente, realmente su amante le había otorgado la vida, en lo que a ella respecta.
Y en esa noche tan especial para ella, en su cumpleaños número cien, su amante estaba ahí. Supo entonces que su espera de 60 años desde que lo vio por primera vez, hasta volver a encontrarlo, había valido la pena. No podía pedir nada mejor en ese día.
Desde el lugar de honor podía ver diferentes celebridades, creía ver a Octavio Paz desde el fondo charlando con Vargas Llosa, le pareció por un instante que la dama junto a Cantinflas era Dolores del Río, pero el amante que me dictaba al oído los nombres de los invitados me dijo que ni eran Cantinflas ni Dolores del Río. Eran ni más ni menos que Siqueiros y María Félix. Qué bueno que no me oyeron.
Engalanada en sus mejores ropas, oía risueña cómo Pedro Infante le cantaba las mañanitas al oído; así lo sentía ella, al menos. Sin embargo, trataba de disimular para evitar los celos de su trajeado amante, que sólo parecía reaccionar bien cuando los invitados iban a saludarlo.
–Gracias por la invitación, señor Posada.
–Qué lindo traje, señor Posada.
–He oído hablar de usted, señor Posada. Su Catrina nunca lo niega.
Soy atenta, pensaba ella. ¿Andar por aquí y por allá y ser fría? ¿Indiferente? Sólo haría más pesada la caminata. Y el chiste no es ser prejuicioso. Da mala fama al destino. Ahora que lo recordaba, sólo un hombre pudo entenderla bien, tanto así que en su desesperación por conocerse adelantó su cita, y ella, como toda amante, le brindó más que su confianza, inclusive le dio su nombre de soltera. Pero, eso sí, todo en silencio, en secreto, para que nadie sospechara. Pero en sus egos masculinos, la retrató en un mural en el Hotel del Prado y, para corregir su equivocación, me pintó con mi creador. Casada con mi amante. ¿Pueden creerlo? Me desposó sin preguntarme siquiera, maniobró mi matrimonio con mi amante. A partir de ese día, creo, pedí que me llamaran la Catrina de Posada.
Encima le puso un nombre rarísimo a la obra, para simular. El sueño de una tarde dominical en la alameda central. El señor Rivera no es nada discreto, bien me lo dijo su Frida. A mí se me hace que me sospechaba algo.
Seguía escuchando el piano que sonaba a Agustín Lara, cuando de la nada se paró mi esposo, pero nadie se percató –la fiesta debía de estar muy buena para dejarla pasar, creo yo–. Entonces, el mismísimo señor Díaz calló a todos.
–Silencio, el señor Guadalupe Posada dirá algo.
Que ni qué, don Porfirio aún vela por sus artistas.
–Señores, señoras, de antemano agradezco su presencia, pero quiero recordarles el motivo de esta fiesta. Hoy, esta hermosa dama nos deleita con sus primeros cien años. Lleva más, pero sólo nos quiere dar cien. Señores, presto un brindis por esta dama única en mi vida, y en la ustedes
Se volteó hacia ella y, alzando la copa, volvió a hablar.
–Por ser mi amante, mi mujer y mi legado. ¡Salud!
Todos aplaudieron gustosos, y por ese motivo una lágrima salió de sus pómulos blancos.
El señor Posada limpió con su dedo la lágrima transparente, y entonces todos volvieron a aclamar por la fiesta. Ni modo, ni por ser mi cumpleaños me dejarán estar cabizbaja. Tin-tan subió al escenario y se adueñó del piano que antes tocaba Agustín Lara.
–Gentleman, caballeros –dijo como solo él lo hace–, mi querido Amado Nervo y yo les hemos preparado un número muy especial. En especial dirigido a mi queridísima doña Catrina.
Posó sus dedos sobre el teclado, el piano sonó como debía, Amado Nervo compuso como sabía y la noche se tiñó de sueños y bohemios por todos lados. Como en esos días que aún extraño.
Después de varios artistas, vino el ansiado pastel. No lo podían ocultar, todos estaban esperando ese momento. En mi opinión, lo mejor poemas fue la lira de Jaime Sabines y la obra de Hidalgo. En fin, estaba hablando del pastel. Venía decorado, tenía tres pisos y en cada uno lucía una ofrenda de los invitados: plumas, versos, pinceladas, cinceladas… deseos. Las velitas eran púrpuras, al igual que el merengue y el mantel.
Pedí un deseo y soplé con todas mis fuerzas, el aire retumbó en mi vestido y varios fuegos artificiales salieron disparados al cielo. Todo fue muy emocionante, tan colorido, tan ruidoso. Justo como me gusta. Después de varios minutos de pirotecnia, me tenían otra sorpresa: atrás de la cortina de hojas del sauce se alzaba una especie de Xochimilco ante mis ojos: con sus bellos canales, sus trajineras con flores de cempasúchil y una en especial, llamada La Catrina.
El mariachi de José Alfredo Jiménez sonó con el Cielito lindo, y más juegos pirotécnicos. Villa, extasiado, soltó dos balazos al aire, cosa que incomodó un poco al señor Huerta, pero ya saben cómo son. En paz, ni pa’ descansar.
A las 12:30 de la madrugada, zarpó mi trajinera, la más grande. Y con mi señor Posada, el mariachi de Jiménez y mis cien años nos perdimos todos en la penumbra de la noche, cantando.
porque me muero de frío.
Tápame con tu rebozo, Llorona,
porque me muero de frío.
¡Y aunque la vida me cueste, Llorona,
no dejaré de quererte!