La carrera proseguida / Ériq Sáñez

Christopher cogió el teléfono. Algunos excompañeros suyos tendrían una reunión. Fue.
     La fiesta estaba bien animada. Era en un campo amplísimo, casi como uno de soccer. Había algunas construcciones en obra negra donde los anfitriones servían comida y refrescos. No había bebidas alcohólicas. Christopher lo tomó como una buena señal. En realidad, no había estado nunca en una fiesta organizada por sus compañeros de clase. Él asumía que eran grandes bebedores. Tras conversar un poco con algunos, se dio cuenta de que sí lo eran pero habían decidido no desesperarse por la falta de licor.
      Algunas de sus excompañeras de secundaria estaban embarazadas y algunos otros en la fiesta se disculpaban en nombre de quienes habían tenido que trabajar ese día. Christopher, en cambio, estaba a punto de elegir qué hacer con su vida. Podría solicitar entrar a la carrera. Había pasado por un par de exámenes de aptitud y de intereses y, prácticamente, ya estaba adentro.
      A manera de despedida velada, la dueña del lugar recorrió los grupos de gente entregando sus tarjetas de presentación con una sonrisa algo altanera. Christopher pensó que el lugar no era nada excepcional, incluso era tan corriente como para decir que era un simple baldío y no un salón de eventos precario. Nadie leyó las tarjetas.
      Uno de sus excompañeros le fue contando sobre su mujer y sobre sus deudas mientras todos comenzaban a dispersarse. Eran las cinco o seis apenas. Pasaron por las vías cuasi prehistóricas de un tren cuando Christopher se detuvo al ver que su acompañante se había agachado. No estaba amarrando sus agujetas. Había debajo de los escombros una especie de pasto sintético y unas piedras alineadas sobre el mismo. Incrustadas a dicho tapete. Christopher, tan proclive a perderse, no se había dado cuenta de que su acompañante estaba siguiendo, quizá desde hacía mucho, ese patrón de líneas. Bajo sus pies había también uno y, asomándose hacia atrás, pudo ver que ambos senderos habían estado corriendo por igual. El pasto del lugar de la fiesta, ya visto bien, era igualmente falso. Christopher se agachó para hurgar el senderillo.
      La carrera había empezado. Entre los pastos casi no se podían ver los unos a los otros pero, sobre un montículo, la chica de las tarjetas iba dando los pormenores del avance de cada quién con un megáfono. Christopher apenas podía ver alrededor suyo; había cientos de personas, todos los de la fiesta y probablemente muchos más, siguiendo animadamente sus caminillos empedrados para ver lo que había al final. Saber la prisa de los otros era un aliciente para ser más veloz.
      Después de un buen tramo de círculos y curvas dóciles, Christopher llegó a un montículo donde una excompañera suya, destacada por ser my aplicada, daba igualmente instrucciones con un megáfono. Comenzó a nombrar a quienes debían salirse de su línea. En su voz se notaba que este hecho era una recompensa, quizá por la dedicación de los competidores. Él aligeró su paso mientras pasaba frente a ella con la esperanza de escuchar su nombre, pero no ocurrió.
    

Hacía falta un buen descanso. La inmensa sala, como un centro de conferencias o un gimnasio olímpico, albergaba cientos de mesas alineadas para los competidores. El camino consistía en ir moviéndose de lugar como por una barra de cafetería. Todos platicaban sobre aquello a lo que se dedicaban, sobre sus problemas familiares o sobre deportes y espectáculos. Unos hablaban de política. Varios se enamoraban o se enemistaban por cualquier simpleza.
      Por alguna causa Christopher había perdido el hilo de la conversación y notó que las mesas hacían una especie de circuito y cada cierto tiempo todos se recorrían un asiento a su derecha. A un par de sillas de la suya, uno de los maestros del colegio de Matemáticas de su preparatoria platicaba sobre la comida de la región sur con algún desconocido. Una actriz de cine, Cameron Díaz, estaba sentada en otra mesa, y lo que entonces notó Christopher fue que la bella mujer llevaba un overol de trabajo color café, como el que usan los empleados de las gasolineras. Intelectuales, políticos, gente común… Todos lo hacían. No había realmente alguien con mayor notoriedad que los demás. Christopher se había vuelto más atento.
      Una chica de cabello verde, a su izquierda, le dijo: «Esto no es lo que pensé». Les estaban sirviendo la comida. En unas charolas con divisiones había algo de carne, verduras, puré y salsa. Muy apetitoso, de hecho. Dos hombres con atuendo blanco se aproximaron y uno le dijo a la chica de cabello verde: «Tiene que estudiar su piedra y trabajarla. Usted ni estudia ni trabaja su piedra». Ante las negativas de la chica, que tildaba la carrera de ridícula, los hombres de blanco la condujeron a otra parte. Christopher comió su refrigerio pensando en recobrar energías. La vida sigue si uno sigue.
      Un conocido de Christopher, el hijo del Dr. Hibbert, se levantó abruptamente haciendo un escándalo. Su mesa estaba dos mesas atrás de la de Christopher, así que tuvo que volverse para mirar cuando comenzó a correr hacia la salida. Pronto fue interceptado. Christopher volvió a conversar con sus compañeros de mesa. Frente a él había un hombre de acento alemán, moreno y delgado. A su derecha había un hombre rapado, con un tatuaje que sobresalía del cuello de su overol. Le cayeron bien. Unos minutos después regresó el chico escandaloso, vestido con su habitual suéter de rombos, mientras su familia lo recibía para irse. Era seguro que, al menos, le habían dado un calmante. Su mirada estaba ausente pero sonreía. La familia Hibbert tiene mucho dinero. «Yo tampoco quiero seguir con esto», dijo el hombre rapado. Christopher y el hombre moreno asintieron.
      Al lado de su charola notó una de aquellas piedrecillas, del tamaño de un diamante, incrustada en la mesa. Podría serlo, podría ser un diamante. Notó que el joven sentado frente al rapado, observando también su propia piedra, comenzó a tocarla y a alegrarse. Luego notó otra cosa. «Oye, estamos cerca de la salida», le dijo el hombre rapado, «¿me estás oyendo, cuatrojos?». El hombre rapado vio en los ojos de Christopher un miedo latente y se dio cuenta. El hombre moreno tenía levantada la mano. «Debe haber un procedimiento, si hablamos con ellos…», les decía. Instintivamente el hombre rapado se agachó y jaló a Christopher debajo de la mesa. Los dos intercambiaron miradas; enseguida gatearon bajo cuatro mesas hacia la salida. Las puertas estaban abiertas y sin seguridad. Tenían ante ellos un paso de terracería de unos cinco metros separando la última línea de mesas y las puertas. «A la cuenta de tres. Una. Dos… Tres».
    

Christopher se incorporó. Una vieja cirugeada, profesora de Filosofía, estaba hablando con él desde hacía, por lo visto, varios minutos. No lo sorprendió. Estaba fuera. Estaba en una plaza. Se dio cuenta de que había olvidado amarrar las agujetas de su otro zapato. Volvió a agacharse y lo hizo. Christopher charlaba sin ninguna distracción.
     «Mire, ya se va a desocupar una banca por allá, ¿caminamos?», dijo la profesora. El hombre que se había quitado de la banca era su compañero de fuga. Christopher y el hombre intercambiaron un saludo sin reconocerse mientras aquél seguía su camino. La puesta de sol brilló a lo lejos, muy a lo lejos, mientras la primera estrella visible comenzaba a relevarla.

 

 

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