Los mejores estantes de mi biblioteca, aquéllos ubicados a la altura de los ojos, están dedicados a una selecta antología de los libros que no pienso leer. Es una colección que he ido atesorando con esmero, durante muchos años, en los distintos países en que he vivido. Comenzó en Buenos Aires, cuando era apenas un adolescente; continuó en Bogotá y luego en Barranquilla, Caracas, Washington y ahora en Nueva York. Mi colección crece con cada año que pasa, y se va convirtiendo en un verdadero catálogo de todas las lecturas que nunca voy a emprender. Ya tengo 142 libros que no pienso leer. Tal vez en menos de diez años esa colección conste de unos 200 libros favoritos cuyas páginas permanecerán para siempre cerradas a mi escrutinio.
Reconozco que no es una colección considerable. Por otra parte, tampoco estoy en condiciones de hacer cotejos. No conozco una sola persona que se vanaglorie de una colección similar, aunque sí abundan los que aseguran haber leído un libro tras examinar someramente la contraportada. (Por cierto, una de las condiciones de todo libro que no pienso leer es que carezca de contraportada, pues la menor tentación generada por esa contraportada podría obligarme a abrir las páginas y a leer un libro previamente considerado indeseable. Y en ese caso, mi colección de libros que no pienso leer podría menguar, al principio de manera imperceptible y luego a paso de vencedor).
Otro problema es cómo archivar estos libros. En primer lugar, carezco de guías. Hay multitud de antologías de Los Mejores Cien Cuentos de la Literatura Anglosajona, o sumarios de Las Mejores Cien Novelas de la Literatura Universal, pero ni uno solo está dedicado a Los Cien Mejores Libros que no Deben Leerse. Y eso me obliga a ser crítico y guía de los libros que no pienso leer. A veces, glosando a Borges, pienso que se trata de un «desvarío vasto y empobrecedor» guardar esa clase de libros. Mi tarea no sólo es infructuosa sino que a veces se confunde con la de otros profesionales que hacen lo mismo que yo, pero por razones prácticas: bibliotecarios y bibliófilos. ¿Cómo explicar a mis amigos que lo mío es enteramente original, sin antecedentes ni consecuentes, sin provecho alguno, y que tanto los bibliotecarios como los bibliófilos están actuando en un campo totalmente diferente?
Esos profesionales de la recopilación de libros pueden decidir a su libre albedrío si leen o no los volúmenes que caen bajo su protección. En realidad, cada libro que pasa por sus manos es un objeto sin carga emocional alguna. Pueden echarle una ojeada, revisar su índice, tocar sus hojas para verificar su estado. E inclusive, si así lo deciden, también están autorizados a leerlo.
Pero eso me está vedado. Y si bien puedo releer tres o cuatro veces mis libros favoritos, no puedo hacer lo mismo con los libros que no pienso leer. Después de no querer leerlos la primera vez, ¿cómo puedo emprender la laboriosa tarea de no leerlos en tres o cuatro ocasiones distintas? Releo mis libros favoritos porque siempre encuentro algo nuevo en cada lectura. Tal vez mis años, tal vez otra clase de experiencias, me ayudan a iluminar zonas del texto que antes había descuidado o ignorado. Pero ¿cómo puedo saber que la tercera o cuarta oportunidad será superior a la primera en los libros que no pienso leer?
Y después está la selección. ¿Cómo enterarme por anticipado de que no pienso leer un libro, si no lo leo antes? Algunos de ellos tienen índices, y pueden informarme por qué no debo leerlos. Pero ¿qué ocurre cuando carecen de índice? ¿Dan los títulos alguna conjetura de por qué debo abstenerme de leerlos? Puedo ignorar vastos campos del saber universal y limitarme a ampliar mi ignorancia en temas que me interesan, como literatura, crítica literaria, historia, modas. Hay autores que sigo y otros que detesto. Pero, ¡cuántos autores que admiro están a veces muy por debajo de sus méritos! ¡Y cuántos autores que detesto han logrado a veces sobresalir a pesar de sí mismos! Y la indecisión de optar entre esas lecturas que no pienso emprender es a veces una completa agonía.
Estoy seguro de que muchos de esos libros cuya lectura me está vedada no son necesariamente mediocres o malos. Por el contrario, creo que pueden enseñar muchísimo al escritor, mucho más que los buenos libros.
¿Aumenta mi ignorancia al no leer esos libros? ¿Estoy perdiendo en esa ausencia de lecturas un conocimiento que podría abrirme a nuevos mundos? ¿Acaso ese rechazo a abrir un libro que no pienso leer me está privando de un nuevo Kafka, de un nuevo Céline, de un nuevo Faulkner? Eso es imposible de saber; para eso debería leerlos.