(Guadalajara, 1989). Es profesor investigador del Departamento de Letras de la UdeG. Fue profesor de literatura de la hija de Raúl Padilla López, Jessica.
para Jessica Padilla
La galaxia de Andrómeda flota en el vacío a una distancia aproximada de 2.5 millones de años luz de la Tierra.
Dos días a la semana te veo desde la ventana mientras atraviesas el jardín. Te pierdo de vista un momento; escucho luego tus pasos por la escalera hasta que apareces en la puerta interrumpiendo la luz del mediodía. No sé bien qué leerte en nuestro primer encuentro, quiero interesarte, provocarte. Resuelvo que ese soneto de sor Juana sobre poner riquezas en el entendimiento y no el entendimiento en las riquezas es buen maridaje para este cuento de Clarice Lispector sobre una monja peluda que luego tiene hijos igual de peludos. Ríes con estridencia. Hablamos del destino.
Con el paso de las semanas la biblioteca de tu casa, sitio de nuestros encuentros, va apareciendo poco a poco. El primer dato sensible que la proyecta con solidez en la conciencia es su olor. No es ese olor de página joven de las librerías; éste viene con esos matices amaderados y robustos, túneles de la sensación híbrida en los que se intuyen las esencias de una personalidad que habita las hojas desde hace tiempo. Me cuentas que tienes presente Crimen y castigo, que él te lo dio a leer una vez que estabas triste. En efecto, hay consuelo en los clásicos, me digo, y ¿quién mejor entre ellos que Dostoievski para describir la angustia de lo que somos ahora? Sólo los trágedas griegos. Hablamos entonces de teatro, de Antígona y Edipo.
A simple vista, Andrómeda aparece como una mancha difusa en el cielo.
Este día tardas un poco más de lo habitual. Mientras te espero me decido a recorrer los estantes de los libreros. Había visto de reojo los volúmenes del Infierno y el Purgatorio de Dante recientemente editados por Galaxia Gutenberg, me acerco a ellos. Avanzo sin entretenerme mucho. Se nota el interés por las biografías. Aquí está El príncipe de Maquiavelo. En el extremo derecho llego a un fonógrafo. Acá, en el centro, un par de retratos de Chabela Vargas. Unos peldaños más arriba veo el título de Caballero de la Orden de la Legión de Francia con el que el gobierno de ese país distinguió a tu papá. Cerca está el título universitario que proveería el sustantivo con el que muchos se referirían a tu padre durante años: «licenciado». Tú no, para ti es «papá».
Leemos El expediente de Anna Ajmátova de Alberto Ruy-Sánchez. Nos interesamos por la sofisticada, inteligente resistencia de la poeta de Odessa a una de las maquinarias de poder más espeluznantes y desvergonzadas que conoció el siglo XX. Leemos el poema de Anna a un sauce con el que se hermana en su encierro. Qué sutileza en la desobediencia, en el desacato sostenido. Ríes y esta vez la luz ríe contigo. Ha detonado tu humor la pobre estatura de Stalin que pensó que podía corregir los poemas de Anna. Vas conociéndola y yo voy conociéndote a ti. Has devenido una misión del corazón. Me convenzo de que la literatura hace preguntas parecidas a las que tú tienes, que a veces, sólo a veces, da respuestas. Busco poemas que puedan describir y enseñarnos más sobre lo complejo y también lo sencillo de la vida. Vista desde dentro, la biblioteca es una constelación. Los lunes y los miércoles ensayamos el diseño de telescopios que sirvan para ver fuera pero también para ver dentro.
Quieres saber de historia, una ordenación cronológica desde el inicio de la humanidad. Me pones entonces a estudiar. Logro acercar tus inquietudes a los temas que ocupan mi investigación. Desenterramos diosas de la Antigüedad esculpidas en pequeñas piedras. Vamos a Sumer y hablamos de Enheduanna, hija de Sargón. Nos quedamos muchos días en Egipto, aquí encontramos a Hatshepsut, a Cleopatra. Planeo que lleguemos a Hipatia. ¿Era bonita? Me preguntas una vez que hemos visitado a Nefertiti y su misteriosa desaparición. Vamos, también, enamorados los dos, hacia Alejandro Magno y esta vez eres tú quien trae el poema. Uno en que Diógenes le dice que se quite porque le está bloqueando la luz del sol. Desafiamos la damnatio memoriae en la que nos han transmitido a Cleopatra. Con todo, nos interesamos por Octavio Augusto y su hija Julia.
Andrómeda se aproxima a la Vía Láctea a una velocidad de 420,000 kilómetros por hora. Es probable que colisionen en 5,860 millones de años.
Hoy leemos algo diferente. Con dificultad leemos esquelas e in memoriam. Hace tan sólo unos días estábamos hablando de Cleopatra, del sacrificio por sus hijos, por no rendir su dignidad de monarca ptolomea a los advenedizos romanos. «Mi papá es una energía constante», me dices con los ojos nublados. Procuro acompañarte como he intentado hacerlo: desde el murmullo de los libros. «¿Por qué Roma era una idea?», me preguntas. Recreamos con Suetonio el retrato de Julio César. Leemos con tropiezos La biblioteca de mi padre, estamos conmovidos por la descripción de la habitación, por el progresivo encuentro de la voz que detalla su llegada a las letras a través del astrolabio paterno. Me cuentas entonces de su lugar, del sillón donde te encontrabas con él, donde caías en sus brazos y él también en los tuyos cuando se necesitaban. Donde había risa, donde había lágrimas, donde había películas y conversaciones sustanciales.
No llegué a conocer a tu padre, lo vi cuando me pidió que te diera clases de literatura. Brevemente lo saludé alguna vez al llegar a tu casa. Tuve la fortuna de atestiguar en este tiempo la hermosa relación hija-padre que era tan suya. Hermosa por compleja, por honesta, por radical en su amor, en su cuidado, en su entrega. Te conocí a ti, estrella más luminosa de la constelación de tu padre. En ti veo su legado: su generosidad, su radical entrega a quienes aman. «Era capaz de hacer cosas por mucho tiempo, aunque no le gustaran, sabiendo que era necesario hacerlas». Aspiro a esa disciplina, a ese trabajo que no rinde lo más grande a los vientos del momento.
Vista desde Andrómeda, nuestra galaxia se parece a Andrómeda, aunque con un ángulo más abierto y menos brillante