En la América descalza, la que habla español y también portugués (parafraseando el sabroso estribillo de Luis Rafael Sánchez en La importancia de llamarse Daniel Santos), la rebeldía en el cine es pura anunciación: de tan manido, llevado y traído, ya hasta perdió brillo el prefijo que se le endilga a más de una cinematografía, aquello de «el nuevo cine…». Los nuevos cines van y vienen, pasan, y de ellos sólo queda el tufillo de lo que pretendió ser y no cuajó, al que le dan seguimiento los historiadores y los críticos pero que poco dejan a los que vienen después. (Tampoco hay que cargarle todas las chinches a las cinematografías latinoamericanas, que si uno observa, por ejemplo, el cine italiano, podría constatar que el neorrealismo reprodujo más de lo que sembró: formalmente está más en deuda con lo que le precede que a la cabeza de lo que le sigue).
Pero de entre todos los «nuevos cines», de entre los que sí lo fueron, sí crearon olas y de los que todavía se escucha algún eco (a veces más, a veces nada, justo es consignar), el cinema novo merece particular atención (así sólo sea porque de vez en vez, para negarlo o reafirmarlo, nos llega el rumor de su oleaje: para muestra Ciudad de Dios, en el primer caso, y Tropa elite en el segundo). Y es que el novo tuvo en su origen a un grupo de cineastas que tenía claridad sobre dos cosas: no podía desentenderse de la situación política y económica que había desatendido el cine brasileño (que entregaba a montones «chanchadas», comedias tan superficiales como pintorescas), por lo que había que replantearse el rol del cineasta y del cine; y, por otra parte, la formación del cineasta tenía que mirar hacia fuera y hacia adentro, estudiar lo que se generaba en otras partes del mundo, tanto en el terreno de la realización como en el de la crítica y el de los estudios sobre cine, y encontrar la autenticidad de su propia voz. Un nuevo cine no podía sólo abordar nuevos temas en nuevos escenarios (como hizo el neorrealismo, digo yo), sino que debía hacerlo a contracorriente del anquilosamiento ambiente, proponiendo estilísticas adecuadas a los nuevos temas y a los nuevos tiempos, y asumir responsabilidades que nunca fueron nuevas pero sí cómodamente ignoradas.
Uno de los más combativos próceres que nos dieron cine (novo) fue Glauber Rocha. Mucho se ha escrito y hablado sobre esta mítica figura, más para hacer notar sus desplantes que para analizar y revalidar sus propuestas, pues —como pocos cineastas y muchos cantantes brasileros— Rocha llamó la atención a causa de su aguerrida personalidad. No obstante, en él, en su aguerrido cine, cristaliza una de las aspiraciones sesenteras que circularon por América del Sur: el realizador como intelectual; el hombre que pasa a la acción con herramientas que provienen de la filosofía y de la sociología, un marxista tras la cámara. Un cineasta latinoamericano que se respete debe reflexionar sobre economía y política, hacer del cine más que un divertimento para masas abúlicas. Y si ya Nelson Pereira dos Santos, pater familias del movimiento, hablaba de «la conciencia del cinema novo» y se lanzaba a sensibilizar a sus contemporáneos armado con manifiestos, Carlos Diegues titulaba uno de sus artículos «Cine, arte del presente» y Rocha hilaba textos tan sugerentes como «No al populismo» y «Estética de la violencia», y partía de una «Revisión crítica del cine brasileño».
Rocha hizo suyos los postulados de la política de los autores que parió la parisina revista Cahiers du Cinéma de André Bazin. A diferencia del artesano (de los que siempre han abundado aquí, en Brasil y en todas partes), que arma productos para vender, el autor «es el mayor responsable de la verdad: su estética es una ética, su mise-en-scéne es una política. ¿Cómo puede entonces, un autor, mirar un mundo embellecido con “maquillaje”, eludido con reflectores gongorizantes, falsificado
con escenografía de papel, disciplinado
por movimientos automáticos, sistematizado en convencionalismos dramáticos que modelan una moral burguesa y conservadora?». La pregunta,
es fácil observar, es casi retórica, pero marca un rompimiento y alberga una propuesta. «La política del autor es una visión libre, anticonformista, rebelde, violenta, insolente». La autoría como rebeldía, pues. El autor asume su oficio con audacia y responsabilidad: reflexiona sobre su rol, toma conciencia y se lanza a la concepción de obras que no sólo han de funcionar en el plano estético, sino que se convierten en propuestas de orden ético. Rocha es entusiasta al respecto, pero no es ingenuo. Sabe que es preciso echar mano de la industria, por lo que propone una «industria de autor», que, en la lógica hegeliana-marxista, vendría a ser una síntesis.
Su afán encuentra eco en Diegues, quien reconoce que «el cine es aquel arte que, en el mundo moderno, puede expresar mejor, testimoniar más completamente las insatisfacciones y rebeldías de aquellos que no están de acuerdo con la tragedia de nuestro tiempo». Sería ingenuo, eso sí, esperar que semejante misión fuera asumida por las industrias del primer mundo; por eso Diegues endosa este rol a «las cinematografías pequeñas de todo el mundo, la cinematografía latinoamericana y la de algunos países como Canadá, Checoslovaquia, Polonia o Hungría [pues] son las que mejor podrán expresar esa rebeldía, esa insatisfacción».
No está de más reconocer que mucho de lo aquí expuesto sabe a rancio, a marxismo rebasado, pero cabría preguntarse si el marxismo y los planteamientos del novo han sido realmente rebasados o simplemente abandonados por pereza. Sería ingenuo (también) pensar que una industria de autor sólo generaría películas combativas y comprometidas encaminadas a cuestionar la injusticia, el abuso del poder (películas que, dicho sea de paso, no sobrarían ni a la América descalza ni al África ídem). La propuesta de Rocha y el novo cobra vigencia y relevancia por beligerancia: en la inconformidad, filosófica ella, está el germen de la creación. El autor es el que busca y se responsabiliza, no el que sólo encuentra formas adecuadas para las historias que quiere contar, que se pierde en el monótono paisaje del statu quo y despacha las consecuencias de lo que hace a la cuenta de la industria que lo cobija, como sucede con el cine bélico norteamericano, por ejemplo. El autor no es un superhéroe, pero aspira al estatus. Y luego de numerosos «cines nuevos» e institucionalizadas revoluciones, en la América descalza podemos observar que seguimos escasos de industria, de autores… y de superheroes.