Miguel Durán (Monterrey, 1974). Editor de los libros Alrededor de las brasas, La música de Nuevo León y La ruta del adobe y el sillar (Conarte, 2016, 2018 y 2019).
En los espectáculos de magia que aún se presentan en algunos circos, el público puede ver trucos que, o salen muy bien y dejan a todos boquiabiertos o, por el contrario, acaban siendo un desastre ridículo. Al mago se le caen la varita o los naipes, su cabello se incendia, el conejo no sale del sombrero, y uno está ahí, sentado en su butaca sin saber bien cómo reaccionar, preso de una sensación incómoda, mezcla de compasión y pena ajena. A veces, empero, sucede que los prestidigitadores logran ponernos de pie al deslumbrarnos con su habilidad. La razón nos dice que no existe la magia; quizá hasta sabemos cómo se hacen los trucos. Pero cuando la ejecución es perfecta, uno agradece y aplaude el prodigio.
Algo similar sucede con los cuentos de Etgar Keret (Tel Aviv, 1967). Al leer libros como Pizzería Kamikaze y otros relatos, De repente un toquido en la puerta, o Un hombre sin cabeza (todos publicados en México por Sexto Piso y traducidos de manera excepcional por Ana María Bejarano), se descubre a un narrador hábil, original, provisto de un estilo que es inconfundible y, casi siempre, de una concisión precisa, contundente. Heredero de una tradición que incluye a Chéjov, Gogol, Carver y Cortázar, sus relatos ejemplifican cómo diez páginas pueden deparar más emociones y sorpresas que la voluminosa novela de un autor mediocre. Tal vez ésta sea una de las razones por las cuales sus libros (se dice) figuran entre los más hurtados de las librerías de Israel.
En La penúltima vez que fui hombre bala, su más reciente antología, se encuentran los temas recurrentes y propios de Keret: la ironía, el realismo mágico, el surrealismo y el nihilismo, salpicados aquí y allá por pinceladas de belleza y sensibilidad inusitadas. Desde las primeras líneas del relato que abre y da título al volumen es posible reconocer quién es su autor:
La penúltima vez que salí disparado de un cañón fue cuando Odelia se marchó con el niño. Trabajaba yo entonces limpiando las jaulas del circo rumano que acababa de llegar a la ciudad. Las jaulas de los leones las hacía en media hora, lo mismo que las de los osos, mientras que las jaulas de los elefantes eran una verdadera pesadilla. Me dolía la espalda y el mundo entero olía a mierda. Mi vida estaba destrozada, y la mierda era lo que más le pegaba. Un buen día sentí que necesitaba hacer una pausa. Busqué fuera de la jaula un rincón donde armarme un cigarro. Ni siquiera me lavé antes las manos.
Hombres con buenas intenciones, pero ineptos o portadores de una mala suerte bíblica . Padres que parecen amar y detestar a sus hijos en igual medida. Ángeles displicentes; abogados buena onda, soldados, desempleados: éstos son algunos de los personajes de estos veintipico relatos que pueden divertir, exasperar, repeler o entristecer al lector (a veces de manera simultánea), mas nunca dejarlo indiferente. Reconocemos ciertas influencias y temas habituales; las técnicas y artimañas pueden resultarnos familiares, quizá hasta predecibles. Pero de repente, en la penúltima página del cuento, Keret tira del mantel y el castillo de naipes sigue ahí, y por más que nos esforzamos resulta imposible dilucidar cómo diablos lo ha hecho. Atónitos, no nos queda sino aplaudir, divertidos, como los más pequeños espectadores en un circo.
El sarcasmo tragicómico ( ¿«keretiano»?) es quizá el tono que mejor le va al mundo actual, a menudo feroz y sin sentido. Resulta difícil no sentir empatía con protagonistas como el de «¡No lo haga!», quien, al enfrentar el suceso trascendental que da título al relato, nos dice que a veces le «entra una angustia espantosa, esa que te asalta cuando sabes que ahora ya todo depende sólo de ti»:
Me pasa mucho en el trabajo. Y con la familia también, aunque menos. Como entonces, cuando estábamos yendo a Sahne y se me bloquearon las ruedas al ir a frenar. El coche empezó a patinar por la carretera mientras me decía a mí mismo: «O solucionas esto o se acabó». Aquella vez, en Sahne, no conseguí solucionarlo y tuvimos un accidente bien grave. Liat, la única que no llevaba el cinturón abrochado, murió, y yo me quedé solo con los niños.
Episodios de este tipo, en los que en unos segundos pasamos de la carcajada al asombro o la tristeza, son característicos de la obra de Keret, y ejemplifican de manera patente su toque distintivo, ese que le ha valido premios internacionales, la traducción de su obra a más de treinta idiomas, y elogios de escritores consagrados como Salman Rushdie y Clive James, entre otros.
Se ha vuelto un lugar común comparar a Keret con Kafka, algo quizá inevitable dadas las coincidencias extraliterarias. Efectivamente, el absurdo y el pesimismo impregnan la visión de ambos, y algunos relatos del autor de Tuberías recuerdan ciertos elementos de los Cuadernos en octavo, En la colonia penitenciaria o La muralla china. No obstante, mientras que al checo lo sofocaba la brutal realidad de su mundo (la «hiperrealidad» , como el propio Keret la caracteriza), y su ironía era más bien trágica y devastadora, el israelí ha entendido que no hay que tomarse las cosas tan en serio y opta por pagarle al mundo con la misma moneda. La cosa está jodida, sí, pero no es motivo para deprimirse ni mortificarse. De ahí que el humor cáustico, más cercano a Woody Allen que al autor de El proceso, sea el elemento predominante en los cuentos, no sólo de este volumen, sino de casi toda su obra. Y si bien en anteriores colecciones había una cierta disparidad al reunir relatos de gran calidad con textos más flojos (casi de relleno), esta recopilación muestra una calidad mucho más homogénea. Es frecuente hablar de «madurez» cuando se trata de artistas con una cierta trayectoria, pero La penúltima vez que fui hombre bala es uno de esos casos en los que la madurez representa una exploración mejor lograda de temas que el autor lleva indagando por años. Etgar Keret se consolida con este libro como un mago de las palabras, un narrador habilísimo, insólito y versátil, cuyo estilo resulta, quizá, el más idóneo para nuestros tiempos