Kéfir

Edna Montes

Ciudad de México, 1985. Uno de sus libros más recientes es El fuego en la memoria (Paraíso Perdido, 2021). 

Un atentado terrorista doméstico inició la guerra contra los búlgaros: mi madrastra los dejó en la cocina con la sutileza de quien planta una bomba. Juraba que la depresión era imaginaria, que saldría de ella si le echaba ganas y comía más sano. 

—Lo vi en un TikTok, te deprimes porque te falla la flora intestinal. El kéfir y los fermentados te ayudarían, ¿no te quieres curar?

Cuando tenía un episodio depresivo, era un esfuerzo titánico salir de la cama, bañarme y lanzar el saco de carne que llamo cuerpo al auto para manejar hacia el trabajo. ¿De dónde iba a sacar fuerzas para lidiar con los bichos? Quería ser paciente, explicárselo a mi madrastra y mantener la concordia. Todo lo que conseguí decir fue:

—¡Que no los quiero!

Papá se puso de su lado y me regaló una serie de argumentos tan malos que resultaban vertiginosos: «Ella sólo trata de llevarse bien contigo», «¿Qué te cuesta ceder y darle el gusto?», «Si no te curan, tampoco te van a hacer daño». Habíamos tenido el mismo problema con el carbón activado, la sal rosa del Himalaya y la cúrcuma. Más bien, el conflicto empezó cuando a mi viejo le entró la crisis de los cincuenta, se metió a yoga y, en un año, se casó con la maestra.

Los saqué del envase maniobrando con los guantes como lo haría un empleado de Chernóbil. Le había dicho millones de veces que no, pero ella se aprovechó de que no tuviera corazón para abandonarlos a su suerte. Le reclamé que no sabía cuidarlos. «Es facilísimo, busca en internet». Prodigó las instrucciones como si fueran suficientes, empujándome al abismo de la ansiedad informada. 

La rutina superficial me tenía sin cuidado: bañarlos en leche, dejarlos reposar, colar el kéfir, lavarlos con agua, secar y empezar otra vez. La información extra era lo que en verdad me inquietaba: no tienen nada que ver con Bulgaria. Se reproducen a gran velocidad. Son una comunidad biológica milenaria. Y, lo peor, se trata de una relación simbiótica entre bacterias y levaduras (que termina absorbiendo al incauto cuidador humano). Miré la placidez con la que reposaban. Sospeché de su bobez gelatinosa.

La primera tanda parecía manejable. Apenas un puño de búlgaros que, luego de colarlos, babeaban bajo el chorro del agua. Le di un trago al kéfir. Lo sentí deslizarse por mi garganta como una corriente ácida y densa. Pensé en los lengüetazos que me daba Pirata, el viejo bóxer de papá; en el hilo espeso de los licuados verdes que me hacía mamá; también en mis primeros besos con mi novio de la secundaria. En todas aquellas viscosidades que me disgustaban y que dejaba expandirse lentas y pesadas por mi anatomía en nombre del amor.

Detestaba el sabor, pero lo bebía sin falta. Ignoré las decenas de recetas con frutas, nueces y miel que me envió mi madrastra. No tenía energías para elaborar menjurjes exóticos; odiarme, por otro lado, era mi rutina natural. El ejército de búlgaros crecía a una velocidad alarmante. Pasé de nunca tener leche en el refri a comprar un galón cada tres días. Repasé todos mis contactos: la familia alejada y las amistades frustradas. No tenía a nadie a quien enjaretarle unos cuantos. La idea fue tan desoladora que sólo atiné a meterme uno a la boca y masticarlo. Se deslizó por mi lengua, terso y azucarado, expulsando un minúsculo suspiro de alivio. Desde ese día, el kéfir y sus creadores se volvieron mi único sustento; yo, una diosa cruel que los nutría para devorarlos. 

Encontré las primeras bolitas en mis muslos, una especie de celulitis que, no sé por qué, me pareció hermosa y suave. Tracé su orografía con las yemas de mis dedos. Un mapa táctil plagado de recovecos que me tranquilizaba al contacto. Fui descubriendo nuevas cordilleras miniatura en mi vientre, mi estómago y mi pecho. Cuando sentía la proximidad de un ataque de ansiedad, mis manos gravitaban a mis serranías epidérmicas para ahuyentarlo. Entonces supe lo que tenía que hacer. 

Me introduje en la tina con la seguridad parsimoniosa con que lo haría Cleopatra. La leche, al contacto, despierta cada poro. Mis vellos se alzan como manitas, cientos de ellas, extendiéndose al cielo para adorar a una deidad. Los pequeños grumos los abrazan, reconociéndolos como iguales; les prodigan caricias milenarias. 

Mi pierna se descompone en coágulos blancuzcos y el alivio me invade. Pronto, ya no existirá la soledad.

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