Kafka: escritura de enlace o quiebre de lo sobrenatural

Silvia Eugenia Castillero

Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es Desde el enigma. Antología personal (Doble Fondo XVI, Biblioteca Libanense de Cultura, 2023).

1.

Por el puente Carlos sobre el río Moldava pasa diariamente el joven Kafka, va de su casa de la callejuela del Oro no. 22 al hogar paterno. Cerca del Castillo, la casita de la calle también llamada de los Alquimistas, es el lugar donde logra desarrollar su trabajo literario apartado del mundanal ruido. Ahí se refugia hasta la madrugada, para llegar al cobijo de la residencia donde ha pasado su niñez. Se lo cuenta en una carta a su profesor de hebreo Friedrich Thieberger: «Aquí estaba mi instituto; en aquel edificio del lado opuesto, mi universidad. Un poco más hacia la izquierda se encuentra mi oficina. En este pequeño círculo […] queda encerrada toda mi vida». (Aforismos, visiones y sueños, Franz Kafka, José Rafael Hernández Arias, trad., Valdemar, 1998).

A pesar de haber transcurrido sus cuarenta años de vida en la ciudad vieja de Praga, de haber sido educado en el idioma alemán y de pertenecer a la clase de comerciantes judíos, Franz Kafka fue consciente del mestizaje en el cual está fundada su cultura: lo alemán-judío y lo eslavo-checo. Por otra parte, fue testigo del arribo del progreso y la modernidad de fin de siglo y presenció en los albores del siglo XX la llegada de la luz eléctrica, el tren, el automóvil, etc. La ciudad medieval se fue transformando en una ciudad moderna con grandes avenidas. Se percibían más claramente las consecuencias de la industrialización sin freno y pronto los círculos literarios y artísticos perdieron interés por el realismo naturalista para conectarse con los simbolistas, neorrománticos, impresionistas y expresionistas. Lo moderno se abrió paso impulsado por la atmósfera de la gran urbe.

No obstante, Kafka percibía la desmesura y las sombras de la desmesura que el progreso encarnaba. En una carta de 1902 a Oskar Polak, leemos: «Dentro de nosotros aun sobreviven los rincones sombríos, los pasadizos misteriosos, los ventanucos ciegos, los patios mugrientos, las tabernas ruidosas y las recoletas casas de huéspedes. Caminamos por los amplios bulevares de la ciudad recién construida; pero nuestros pasos, nuestras miradas, son inseguros. Nos asalta un temblor interno, como el que antes sentíamos en los viejos y miserables callejones. Nuestro corazón todavía no conoce el saneamiento perpetrado. La vieja y malsana judería que asoma en nuestro interior es muchísimo más real que la ciudad nueva e higiénica que nos rodea. Nuestros sentidos están alerta, atravesamos un ensueño: sólo se trata del espectro de tiempos pretéritos».

Para Kafka la manera de emerger del mundo subterráneo era escribiendo.

2.

Ante aquel desarrollo de su ciudad natal en una nueva urbe y la llegada de los grandes movimientos del arte europeo en boga, Kafka se dedica a nombrar lo mínimo, pues el mundo se estaba volviendo un bólido lleno de elementos ignotos. Por eso se limita a lo más cercano, a lo literal, para poder nombrarlo y, de esa manera, abarcarlo. En la medida en que nombra lo cercano: la taberna, la oficina, una habitación… se concentra y se potencia la energía.

¿Y qué sucede con esa energía, o más bien, de dónde procede? Pareciera que el autor instala su escritura en el punto de enlace o de quiebre de lo sobrenatural, ahí donde el todo puede ser la nada y donde el bien puede ser el mal. Su escritura parte de ese punto ciego concentrado y que aún no se disocia. Es justo el instante anterior a la llegada del rayo solar (¿divino?) que hace iniciar la vida.

Para Roberto Calasso El proceso y El Castillo son historias en las que se debe de concluir alguna diligencia: deshacerse de un procedimiento penal, confirmar un nombramiento. El móvil en torno al cual gira la trama es el misterio de la elección y su propia oscuridad que es impenetrable. «El proceso y El Castillo parten de un presupuesto idéntico: que la elección y la condena casi no se distinguen. Este casi es el motivo por el que las novelas son dos y no sólo una. El elegido y el condenado son los escogidos, aquellos que son separados de la multitud, de entre todos. Este aislamiento es el origen de la angustia que los constriñe, cualquiera que sea su suerte. La diferencia principal radica en esto: la condena es siempre cierta; la elección, siempre incierta» (K., Edgardo Dobry, trad., Anagrama, 2005).

El desarrollo de ambas novelas parece transcurrir en la psique de un dios que piensa la creación de un mundo y, al mismo tiempo, su propia negación. Son diálogos interminables que suceden y quedan fijos como espectros en la memoria abisal, pero que gracias a la escritura misma se hacen reales, toman vida concreta y concisa. No obstante, en su propio devenir late en su existencia la posibilidad de volver a ser espectros y perderse para siempre, en el límite de un riesgo psíquico esencial, como lo apuntaría Aby Warburg.

3.

James Georges Frazer distinguía entre la magia por imitación y la magia por contagio: la primera se funda en la similitud; la segunda, en la acción del contacto, la contigüidad o la simpatía: las cosas influyen unas sobre otras y se modifican mutuamente, según se acerquen o se alejen entre ellas. La magia simpática no compara sino funde los términos. La escritura de Kafka es un emerger del mundo subterráneo para unir los sonidos con los sentidos de lo que aún no se conoce. En cierta medida posee la naturaleza de la plegaria, un lenguaje desconocido que sólo al brotar cobra sentido, su propio murmullo como el de los ríos llega a tener significación. Es un lenguaje no racional sino en acto. Todo permanece dormitando hasta que se nombra. En El Castillo, al ver por la mirilla a los señores Frieda vuelve real su presencia y la posibilidad de que K. alcance la meta, logre llegar y comunicarse con ese aparato de poder misterioso, del que no se sabe nada y del que depende todo.

Los señores están rodeados de silencio, un silencio que daña, repele, en contraposición con los monólogos de quienes están en la taberna o en los diálogos de aquellos que sirven a los señores, como el caso de las mujeres. Sólo ellas logran una comunicación clara, aunque dentro de la realidad de la novela tengan poco valor, portan el lenguaje con significados claros. Ellas legitiman el mundo masculino incognoscible y lejano, incoherente, perdido su sentido en un caos de papeles guardados en anaqueles y esparcidos por el suelo. El mundo masculino de la apariencia en que ningún lenguaje se concreta, ninguna verdad deriva de ahí sino niebla y confusión.

La magia sucede porque el lenguaje kafkiano logra dibujar y desdibujar a los personajes según el lugar donde se encuentran, entre más cerca estén de la taberna se vuelven mundanos y cobran visibilidad, entre más regresan al castillo se vuelven invisibles pero llenos de poder. Klamm es la figura más potente, sus metamorfosis son múltiples, tanto que llegan a suscitar temor sagrado. Esperarlo no tiene sentido porque nunca va a bajar, sin embargo, sin Klamm todo carece de sentido. La paradoja es la potencia de la escritura que permanece en estado de silencio dentro de los libros que se encuentran en el castillo, resguardados por los señores a quienes jamás se accede. Una escritura escondida que sólo se manifiesta en boca de la gente común, los pobladores de la aldea, que existen como un reflejo platónico de ese cielo que es el castillo, donde reside la verdad, donde encontraremos la revelación de todo lo que existe como un reflejo en la vida de abajo.

El pensamiento judío parece aflorar en la narrativa de Kafka. Lo alto y lo bajo nunca se tocan, por eso Klamm y K. no se van a encontrar a pesar de los esfuerzos de una escritura que intenta juntarlos. Se vislumbra la lucha de espíritus elementales como consecuencia de la separación de los individuos de sí mismos.

4.

Los señores del castillo, y en concreto Klamm, más que personajes son una atmósfera, una sustancia que se expande en la página y recorre todas las frases para teñirlas de ese poder que es un sentir que es silencio y ausencia y a la par revelación: epifanía.

Esa claridad abstracta de la existencia de algo mayor, inabarcable, es la escritura de Kafka. Los lectores asisten a una puesta en escena del rayo de luz de lo epifánico que se aparece y cobra forma a través del lenguaje. Un lenguaje que brota y se sumerge, que es silencio y diálogo, signo y sentido, pero siempre a través del envés que esconde su brillo en las palabras.

El lenguaje revela verdades, no obstante el mundo de arriba está construido a base de secretos, mientras que las mujeres —guardianas de la sintaxis— vinculan los secretos con las palabras para volverlas legibles y así transformar los secretos en realidades.

Podría pensarse que Kafka fue la primera víctima de su trabajo subterráneo con el lenguaje, de su intención de labrar lo sagrado con palabras y la desaparición de estas mismas en los silencios, pues considera que en la escritura tiene que abrir su espíritu y su cuerpo, quebrarse para adentrarse en un lenguaje capaz de traspasar los límites físicos de cada vocablo.

«Para Kafka todo es más confuso porque trata de confundirse con la exigencia de la obra y la exigencia que podría llevar el nombre de su salvación. Si escribir lo condena a la soledad, hace de la suya una existencia de soltero, sin amor y sin lazos. Si a pesar de todo escribir —al menos con frecuencia y por periodos prolongados— le parece la única actividad que podría justificarlo es que, de todos modos, la soledad amenaza en él y fuera de él. La comunidad ya es sólo un fantasma y la ley que todavía habla en ella no es siquiera la ley olvidada sino la disimulación del olvido de la ley. Entonces, en el desamparo y la debilidad de los que ese movimiento resulta inseparable, escribir vuelve a ser una posibilidad de plenitud, un camino sin meta capaz de corresponder a esa meta sin camino que es quizá la única que se deba alcanzar» (De Kafka a Kafka, Maurice Blanchot, Jorge Ferreiro Santana, trad., FCE, 1981).

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