La obra de Julio Vaquero se despliega en un territorio fronterizo entre dibujo, pintura e instalación, en ese lugar donde lo representado y la materia pictórica viven en tensión constante. La práctica artística de Vaquero está marcada por la fidelidad a los procedimientos tradicionales y la inquietud de experimentar, de llevarlos más allá de sus límites.
Los interiores que crea son escenarios medio abandonados: espacios cargados de objetos en desuso —viejos televisores, cajas, trapos, periódicos acumulados, cables eléctricos— que, bajo su mirada, adquieren un carácter simbólico. Estas composiciones, sostenidas por una minuciosa técnica, alternan entre la realidad y la abstracción, la penumbra y los destellos lumínicos, y construyen una arqueología cultural donde lo caduco se transforma en metáfora. La aparente inutilidad de esos objetos se resignifica en imágenes que revelan su densidad poética y metafísica.
En El final de las apariencias, Vaquero realizó una investigación decisiva: la pintura se liberó del lienzo para convertirse en cuerpo tridimensional. Con pigmentos moldeados y reforzados con resinas, creó esculturas frágiles y quebradizas que el espectador podía apreciar en un recorrido por un paisaje semidestruido. Los escenarios y los objetos eran volúmenes nacidos de la propia pintura, convertida en materia independiente. Los prismas dorados y las superficies oscuras se transfiguraron en una gran alegoría sobre la experiencia del tiempo: la fascinación por detenerlo y, a la vez, el horror de un presente acelerado que todo lo consume.
Ese interés por la fragilidad y el deterioro recorre también sus grandes óleos y temples. En piezas como El espíritu de profecía, Zigurat de misterios y La noche de los animales eléctricos Vaquero muestra arquitecturas desbordadas, paisajes ruinosos y, en fin, una energía en la que lo sólido se funde con lo inestable. Otras obras —Mesa con platos blancos y Casa de Barcelona, por ejemplo— introducen lo doméstico en esa atmósfera de tensión, donde lo cotidiano se vuelve alegoría de lo efímero.
El dibujo ocupa en su obra un lugar central. En sus series sobre papel vegetal, el trazo graso, las aguadas y las cretas superpuestas construyen densas atmósferas en las que la luz es protagonista. En Blancos de luz de plomo y Mapa de formas se revela una materialidad que desafía el soporte con capas sucesivas de materia que sedimentan la experiencia del tiempo en huellas visuales. El propio artista lo ha descrito como un viaje obsesivo por territorios sin mapas en el que cada intento de crear abre la posibilidad del asombro.
Este tránsito entre soportes se refleja también en la relación entre sus esculturas y sus dibujos. Algunos papeles surgen como ejercicios preparatorios; otros como consecuencias de los volúmenes. En ambos casos, el gesto revela el artificio material de la pintura, el juego entre la apariencia y la revelación.
En una de las conversaciones que Julio Vaquero sostuvo con Antonio López, insiste en la necesidad de relacionar la pintura con las ideas, de aceptar el riesgo y la incomodidad que surgen en el proceso creativo, mientras que López reconoce en él una fidelidad inevitable a sí mismo. En ese diálogo emerge la verdad común de que el arte, para ambos, sólo tiene sentido cuando se mantiene fiel a su autenticidad, cuando rehúye el acomodo y enfrenta la tensión entre lo visible y lo oculto.
En su obra reciente, Vaquero vuelve a la idea del color como una superficie inestable. Grandes fondos de tonos fragmentados —azules, dorados— se convierten en protagonistas, en campos de energía donde los objetos se fragmentan y revelan su inmaterialidad. La pintura es accidente, rectificación, gesto deliberado, huella del tiempo sobre la materia.
El universo artístico de Vaquero es un lugar de ruinas que brillan y sombras que amenazan, donde los objetos y espacios cotidianos son arrancados de su función y convertidos en alegorías. En él conviven la tradición pictórica española —de Zurbarán a Tàpies— con un impulso contemporáneo que desvela la fragilidad de lo real. Sus mesas, habitaciones y palacios en penumbra nos sitúan en ese umbral entre la permanencia y la desaparición.
Manolo García define esa experiencia como «turismo lunar, un puro viaje Pink Floyd», una travesía por la cara oculta de lo visible, donde la materia pictórica se vuelve tiempo condensado. En esa alquimia de deterioro y resplandor, Julio Vaquero afirma la vigencia de la pintura como acto de verdad y fragilidad, memoria de lo que se erosiona y resistencia frente al olvido.
La obra de Julio Vaquero (Barcelona, Cataluña, 1958) transita entre el realismo, el simbolismo y la experimentación con la materia pictórica. Formado en la Escuela de Bellas Artes de San Jordi, donde se licenció en 1979, inició su trayectoria estudiando a los grandes maestros flamencos antes de desarrollar un lenguaje propio centrado en la luz, el espacio y la tensión entre lo plano y lo tridimensional. Desde su primera exposición en 1986, ha mostrado su trabajo en galerías y museos de Europa, Estados Unidos y Asia, con series como Zigurat de misterios y El final de las apariencias, donde la pintura se convierte en cuerpo escultórico. Su producción se caracteriza por interiores deshabitados, objetos en desuso y estructuras quebradizas que aluden a la fragilidad del tiempo. Además de su labor pictórica, ha impartido conferencias, colaborado en catálogos y proyectos audiovisuales, y realizado escenografías teatrales. Su obra forma parte de colecciones públicas y privadas en España, Italia, China y Estados Unidos, y se exhibe de forma permanente en el Museo Can Framis de la Fundación Vila Casas, en Barcelona.
Texto elaborado por Víctor Ortiz Partida a partir de textos provenientes de materiales de archivo y publicaciones relacionadas con la obra de Julio Vaquero: documentos de sala, catálogos de exposiciones, testimonios directos del artista y de críticos cercanos a su trayectoria tomados principalmente del sitio oficial www.juliovaquero.com. Las imágenes de su obra aparecen en Luvina por cortesía del artista y de Pigment Gallery: www.pigmentgallery.es.

Creta y aguada sobre papel vegetal
209 × 200 cm
Colección del artista

Creta y aguada sobre papel vegetal
205 × 202 cm
Colección Ribas, Barcelona

Creta y aguada sobre papel vegetal
193 × 205 cm
Colección COPISA, Barcelona

Creta y aguada sobre papel vegetal
210 × 200 cm
Colección privada, Gerona

Gouache y pigmentos sobre papel encolado en tabla
164 × 180 cm
Colección privada, Barcelona

Creta y aguada sobre papel vegetal
200 × 200 cm
Colección Barilla, Parma

Creta y aguada sobre papel vegetal
106 × 78 cm
Colección privada, Madrid

Lápiz graso y aguada sobre papel vegetal
240 × 200 cm
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