(Rosario, Argentina, 1951). Su libro más reciente es Oratorio (Vaso Roto, 2021).
El pintor De Chirico los llamó «adivinanzas para pequeños príncipes». Se incluyen aquí los trompos, las bicis, los títeres, las figuritas con brillantes, los gusanos de seda, las esferas de nieve, es decir, todo aquello que transporte mágicamente a la ciudad materna, a ese momento siempre absoluto—e irrecuperable—previo a la contaminación, el conocimiento y la conciencia. Giorgio Agamben agregó que los puerilia ludicra están emparentados a los ritos funerarios y los objetos rituales, uniendo muerte e infancia, experiencia e historia. En el reino de un niño, sostuvo, la miniaturización permite conocer el todo antes que las partes y por tanto vencer, captándolo a simple vista, lo temible del objeto.
Ese embeleso persiste en algunos adultos privilegiados. La boîte à joujoux que dedicó Debussy a su hija Claude Emma en 1913—cuyo «tema» es una caja de juguetes que se anima—alcanza por sí sola como prueba. Se recordará que Debussy, que fue amigo de Mallarmé y de Satie, solía dar conferencias para chicos en la radio, y que compuso también la suite para piano Children’s Corner.
Por su parte, en uno de los libros más ferozmente bellos e inadecuados de Walter Benjamin—Dirección única—, en medio de una sorprendente galería de niños (Niño leyendo, Niño que llega tarde, Niño goloso, Niño en una calesita, Niño escondido, Niño desordenado), se lee: «Cada piedra que encuentra, cada flor arrancada y cada mariposa capturada son ya, para él, el inicio de una colección. Aún no ha entrado del todo en la vida y ya es un cazador: atrapa los espíritus cuyo rastro husmea en las cosas». En la concepción benjaminiana del niño, se observará, no se trata de encontrar lo nuevo sino de renovar lo viejo haciéndolo propio, de perderse por horas en la selva del sueño, donde los papeles de estaño son tesoros de plata, los cubos de madera ataúdes, los cactus árboles totémicos y las monedas escudos.
La felicidad infantil proviene de esa aglomeración azarosa, solitaria y placentera, parecida a laque experimentará más tarde el poeta moderno, encarnado para siempre en Baudelaire, cuando proyecte sobre las cosas su mirada alegórica, transportando sus objets trouvés al desorden de la poesía. Los cajones donde el niño guarda sus tesoros son arsenales y zoológicos. Los del poeta serán reservas de imágenes y retazos de lenguaje. En ambos casos se trata de un objetivo muy simple y muy complejo: habitar un «tiempo perdido». Como los niños, los poetas intuyen el vínculo exacto entre curiosidad y memoria, melancolía y resistencia, aventura y tolerancia. Y lo que buscan es nada menos que liberar a las cosas de su destino utilitario y al lenguaje de sus taras más odiosas: quedarse en su propio coto de caza donde es posible seguir siendo un pequeño príncipe. La poesía es la continuación de la infancia por otros medios.