Juan Villoro y La Tierra de la Gran Promesa

Alfredo Sánchez Gutiérrez

(Ciudad de México, 1956). Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).

Una gran tragedia cultural mexicana detona la novela más reciente de Juan Villoro, La Tierra de la Gran Promesa (Literatura Random House, 2021): el incendio en la Cineteca Nacional ocurrido el 24 de marzo de 1982. En una de las salas se exhibía la película del director polaco Andrzej Wajda que tenía justamente ese título. En aquel entonces era presidente José López Portillo, quien, haciendo honor a sus gustados orgullos nepotistas, había nombrado a su hermana Margarita al frente de la Dirección de Radio, Televisión y Cinematografía. Durante la errática gestión de la también escritora tuvo lugar el descomunal incendio en el que se perdieron —según cálculos aproximados, pues no se tienen cifras exactas— más de seis mil negativos, de los cuales más de tres mil eran de producciones fílmicas mexicanas; más de dos mil guiones; nueve mil libros y revistas, así como dibujos originales de Sergei Eisenstein y Diego Rivera, entre otros bienes. La novela de Villoro no trata exactamente de aquel grave incidente que nos dejó sin una parte importante de nuestro acervo fílmico, pero sí tiene al cine como uno de sus ejes fundamentales.

Es un título amargamente irónico porque, en aquella época, el presidente López Portillo había anunciado la «administración de la abundancia»; México parecía ser una «tierra de la gran promesa» y, sin embargo, todo el acervo cinematográfico que estaba en la Cineteca se destruyó con el fuego por la irresponsabilidad de las autoridades o por algún atentado —como tantas veces en México, nunca se supo qué pasó—, y me pareció particularmente irónico que aquella película tratara de un incendio: era la historia de un empresario polaco que se ilusiona en crear una fábrica; lo logra, pero no la asegura contra incendios, y un rival la quema. Entonces, mientras en la pantalla se hablaba del fuego, las llamas consumían la Cineteca Nacional. Ése es el disparador de mi novela; no trata de eso precisamente, pero es el fuego distante que está alumbrando a los protagonistas. El protagonista es un documentalista que crece en un país donde el cine ardió en llamas.

En la novela, además del cine, también hay otros elementos fundamentales para desarrollar la trama: el sonido y los sueños son dos de ellos, ambos como mecanismos para reconstruir una realidad compleja y con frecuencia espeluznante.

Mi protagonista es un hombre que habla dormido; naturalmente, no dice cosas muy coherentes. Está casado con una sonidista que tiene la habilidad de ir captando las cosas sueltas o rotas que él dice, las graba, las analiza y arma un discurso que de alguna manera es una especie de confesión nocturna. Diego González, el protagonista, tiene una pesadilla recurrente sobre algo que le ocurrió en el pasado, una herida abierta que alimenta las cosas que él hace; se ha puesto en situaciones de alto riesgo quizá tratando de pagar una culpa lejana, y poco a poco su mujer entiende de qué se trata. Ésa es la narrativa nocturna de mi personaje. Pero con los ojos abiertos, durante el día, él trata de construir otras narrativas, que son las del documentalista que procura reflejar la realidad de manera objetiva, una realidad de alto riesgo como suele ser la mexicana: se adentra en casos como la rebelión zapatista, las autodefensas en Michoacán, tiene la oportunidad de entrevistar a un capo del narcotráfico en una casa de seguridad. En todos esos casos él cree tener sus documentales bajo control, pero resulta que esa narrativa diurna es tan incontrolable como la narrativa de los sueños. Entonces la novela trata de reflexionar sobre cómo contamos la realidad, cuáles son los límites para hacerlo y de qué manera distintas narrativas se cruzan en nuestra vida y nos explican, pero también nos confunden.

Hay, en La Tierra de la Gran Promesa, un dilema moral que ataca al protagonista: una realidad incontrolable se vuelve contra él. Pareciera que Juan Villoro está interesado en ese tipo de dilemas.

Claro, cualquiera que haya hecho periodismo sabe que de pronto una persona te puede dar información clasificada, un pitazo para que hagas una entrevista, facilitarte el contacto con alguien que quiere ser un confidente manteniéndose en la sombra. Pero nadie lo hace por altruismo, todo mundo tiene una agenda y quiere convertirte en vocero de esa agenda. Eso es particularmente complicado en el caso de los documentales, porque en su realización no solamente hay una persona involucrada —el realizador—, sino muchas más: entre otras, quienes pusieron dinero para hacer el documental. Entonces, ¿hasta dónde, cuando somos transmisores de una información exclusiva, nos convertimos en voceros de causas que no son las nuestras? Ése es el predicamento ético que tiene mi protagonista, y la novela reflexiona sobre los límites para documentar la realidad, y las responsabilidades que esto acarrea.

No es una novela sobre el narco, como tantas que han circulado en los años recientes, pero ése es un elemento que aparece y que por lo visto es ineludible, es parte de una realidad a la que el escritor difícilmente puede renunciar, una especie de fatalidad…

No es una novela sobre el narco, pero inevitablemente es un tema que circula la realidad. Cualquiera de nosotros puede traer en su cartera un billete de procedencia ilícita. Todos estamos sujetos a entrar en contacto con zonas irregulares de la economía y hay partes enteras del país donde el narcotráfico lo controla todo. Mi personaje se adentra en este tema, pero yo lo que quería mostrar es que el narcotráfico no es producto de extraterrestres o de personas totalmente distintas a nosotros. Me molesta mucho la representación de los narcotraficantes como personas absolutamente diferentes a nosotros: que desayunan el hígado de su enemigo, que le sacan las uñas a su amante, que coleccionan jirafas de tamaño natural de oro, es decir, personas tan extravagantes que no tienen nada que ver con nosotros. Lo más dramático del crimen organizado es que está mucho más cerca de lo que pensamos y está hecho por gente que no es demasiado distinta a nosotros. Si no entendemos esto, no vamos a poder resolver el dilema. Yo quería ver cómo se imbrica y se relaciona lo ilegal con la vida íntima de los personajes. Todos los mexicanos hemos estado en situaciones de riesgo, nuestra vida íntima se ha visto amenazada en las últimas décadas, y la novela trata inevitablemente de este asunto, pero procurando entender a los criminales, no como lo hizo Felipe Calderón, diciendo «Son los malosos», sino entendiendo que son una descomposición de esta misma sociedad, y que pueden ser nuestros vecinos, nuestros hermanos, o que podríamos ser nosotros mismos si nos descuidamos.

Alberto Anaya es un personaje clave en la novela, un periodista que indaga, que se mete a las tripas de aquella realidad oscura y que no necesariamente sale bien librado.

Me parecía importante que hubiera una relación de tensión entre un documentalista y un periodista. Los dos buscan lo mismo: quieren documentar la realidad en un país polarizado, en una situación de alto riesgo, y esto los lleva a tener primero una complicidad, pero luego los lleva a una rivalidad. Quería explorar estas dinámicas por medio de las cuales alguien que ha estado muy cerca de ti y que ha compartido riesgos y desafíos contigo, de pronto se convierte en tu rival, alguien que te está investigando. De la relación de amistad se pasa a una relación de tensión y posible enemistad, y luego a la comprensión de que en una situación violenta quien más te entiende es la persona a la que consideras tu enemigo, porque es quien más sabe de ti y que en un momento dado es quien te puede echar la mano. Hay todas esas fases: la amistad, la enemistad y una posible solidaridad forzada por las circunstancias.

Finalmente, Juan Villoro reflexiona sobre algo a lo que se ha referido antes: la contradicción, durante la pandemia, entre la precariedad en que han tenido que vivir los artistas y el hecho de que sean precisamente ellos quienes nos han dado elementos para sobrellevar la situación del encierro forzado.

Si pudimos soportar los meses de encierro y el tedio de estar aislados, fue gracias a que pudimos representar la realidad de muy distintas maneras: cantamos canciones, recitamos poemas, leímos libros, vimos series de televisión, reímos con memes y con gifs, en fin, todo lo que tiene que ver con la cultura nos mantuvo vivos. El ser humano necesita alimento, bienestar material; pero el ser humano vive en dos realidades y una de ellas es espiritual, mental, y esto es gratificado con la cultura. Durante la pandemia, numerosos artistas nos han regalado su trabajo: pudimos escuchar conciertos gratuitos, descargamos libros libremente, hubo una serie de respuestas solidarias, y es penoso que en estos momentos a la gente que hizo mucho por aliviar nuestras circunstancias se le recortan los apoyos. Te cuento que en Austria, cuando se volvió a confinar a las personas, se decidió dejar abiertas las librerías, que se consideran de primerísima necesidad. En México es más importante una notaría que una librería, lo cual me parece aberrante.

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