Luis Alberto Pérez-Amezcua (Guadalajara, 1975). Es autor de Novela como nube, de Gilberto Owen (Editorial Académica Española, 2011).
I. Siempre me he preguntado qué pensaba Isaac al ver a Abraham dispuesto a matarlo. Lo imagino mirando el rostro de su padre, seco como la leña que le ha hecho cargar cuesta arriba y que le ha arañado inmisericordemente los brazos. Lo imagino volteando a ver los ojos duros de su padre, tan duros como las piedras con las que juntos han construido el altar. Isaac está amarrado y sigue con espanto la trayectoria del cuchillo que su padre saca de entre su manto cortando el aire con la tela. La vergüenza hace que Abraham sujete el rostro de su hijo con una de sus manos y se lo tape con violencia, tal y como Rembrandt pintara la escena en 1635. La muerte de Isaac significaría el fin de la estirpe de Abraham, quien, tan viejo como su esposa, difícilmente podría engendrar de nuevo. Siempre me he preguntado qué sintió Isaac después de que su padre Abraham lo liberara. ¿Es acaso verosímil imaginar que, a pesar de las explicaciones recibidas, las justificaciones dadas en abundancia, los mil perdones, los llantos y los abrazos, se haya engendrado en Isaac un rencor vivo?
II. Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno es, según escribe Ángel Plascencia en un especial de El País publicado en 2017, «Padre de la literatura mexicana. Padre de Pedro Páramo. Padre de todos» (1).
III. En «La herencia de Matilde Arcángel», penúltimo de los diecisiete cuentos de El Llano en llamas (1953), se relata que Euremio Cedillo tuvo un hijo llamado también Euremio Cedillo. Su madre, Matilde Arcángel, murió al caer de un caballo desbocado, pero salvó la vida de Euremio chico, al protegerlo haciéndose hueco. Euremio grande culpa a Euremio chico, porque según él, «se le había ocurrido dar un berrido como de tecolote, cuando el caballo en que venían era muy asustón» (2).
La herencia, al menos la paterna, no será la más afortunada: «“Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera saborearla”. Y así se soltaba diciendo cosas y más cosas, de modo que ya uno no sabía si era pena o coraje el que sentía por la muerta» (3).
«Lo que sí se supo siempre fue el odio que le tuvo al hijo» (4).
IV. Juan Rulfo tuvo tres hijos: Juan Francisco, Juan Pablo y Juan Carlos. Al padre se lo mataron. Parece plausible suponer que todo este asunto de la paternidad, los nombres y las herencias, con Rulfo, se las traía.
V. Peter Sloterdijk plantea, en su libro Los hijos terribles de la Edad Moderna (2014), que a partir del siglo xix el ser humano comienza a cuestionarse si vale la pena recibir las herencias que se le tienen reservadas. Se da cuenta de que muchas de éstas son más gravosas que benéficas. Dado que, como dijo Nietzsche, Dios ha muerto, y ya no siente ahora el peso del pecado original (herencia antes irrenunciable), ahora revisa sus historias familiares, sus lazos, sus vínculos. Ahora es «el animal que hereda una situación de clase de la que no puede liberarse fácilmente, a no ser por rebelión política o subversión cultural. Es el animal que hereda condicionamientos simbólicos —más tarde llamados, con un golpe lingüístico astuto, “socialización”— que determinan casi irreversiblemente su pertenencia cultural y su repertorio nervioso-central, a no ser que los corrija él mismo lo bastante pronto mediante evasiones autodidactas de las estrecheces heredadas. Es, por añadidura, el animal que se ve encapsulado en una novela familiar de tintes más o menos neuróticos, novela a la que sólo gracias a un giro terapéutico podría añadirse un capítulo emancipado» (5).
Ahora, explica el filósofo alemán, la herencia como tal aparece como una tara, contra la que los modernos se rebelan. Ya no hay vínculos sagrados que obliguen al padre para con el hijo y aseguren así la transmisión, la tradición, con su connotación de repetición controlada que elimina la angustia de hacer las cosas porque ya hay algo que dice cómo se han hecho siempre. El moderno innova en la violencia familiar.
VI. «¿Pensáis que he venido a traer paz a la Tierra? Yo digo: no, sino discordia […] El padre estará contra el hijo, y el hijo contra el padre; la madre contra la hija, y la hija contra la madre». Lucas 12, 51.
VII. Lucas Lucatero ilustra la extrema modernidad del niño Anacleto, su tendencia a la innovación, a su afán de ruptura: «Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones» (6). La ponzoña metafísica, la culpa, se eliminan negando la tradición, la que prohíbe jurídica y convencionalmente el matrimonio entre padres e hijos: la modernidad de Anacleto lo lleva al extremo de ignorar los riesgos biológicos de la endogamia, riesgos entre los que está concebir hijos locos como Macario, aquel niño aficionado a la leche de Felipa.
VIII. Tampoco es la culpa o el temor de Dios lo que provoca que Justo Brambila, el patrón del cuento «En la madrugada», ese que tiene por escenario el hogar paterno de Juan Rulfo, San Gabriel, se contenga de casarse con su sobrina Margarita: «Si el señor cura autorizara esto, yo me casaría con ella; pero estoy seguro de que armará un escándalo si se lo pido. Dirá que es un incesto y nos excomulgará a los dos. Más vale dejar las cosas en secreto» (7). Para Justo Brambila se trata sólo de una cuestión pragmática.
IX. En El Llano en llamas, Rulfo se muestra obsesionado por los temas antigenealógicos. No parece que se trate simplemente de una búsqueda deliberada de efectos dramáticos, del deseo de cimbrar la conciencia del lector con frases provocadoras. Resulta más lógico, si se ha de creer la propuesta psicocrítica de Charles Mauron, pensar que la insistencia se debe a que el autor no podía escapar de aquellas historias que lo implicaban, por su orfandad precoz, por su baldía tierra familiar. Sus personajes rechazan los viejos condicionamientos que los oprimen: ya se trate de la esclavización por determinaciones biológicas, ya de improntas de clase, cultura y familia. Que tales esclavizaciones por lo recibido, por lo heredado, puedan ser condiciones positivas, propias de una vida concreta, lograda, es algo que no les importa a estos agentes de la ruptura que son sus personajes, hijos, padres, madres, hijas.
En Juan Rulfo, la procreación física y su suplemento psicojurídico, el reconocimiento oficial del hijo por el padre, pierden la autoridad que tenían hasta entonces. La mejor prueba de ello es el diálogo entre los personajes de «Paso del Norte» y de «No oyes ladrar los perros». Cito al primero:
—¿Y quién crees que soy yo, tu pilmama? Si te vas, pos ahi que Dios se la ajuarié con ellos. Yo ya no estoy pa criar muchachos; con haberte criado a ti y a tu hermana, que en paz descanse, con eso tuve de sobra. Y como dice el dicho: «Si la campana no repica, es porque no tiene badajo».
—No hallo qué decir, padre, hasta lo desconozco. ¿Qué me gané con que usté me criara?, puros trabajos. Nomás me trajo al mundo al averíguatelas como puedas. Ni siquiera me enseñó el oficio de cuetero, como pa que no le fuera a hacer a usté la competencia. Me puso unos calzones y una camisa y me echó a los caminos pa que aprendiera a vivir por mi cuenta y ya casi me echaba de su casa con una mano adelante y otra atrás. Mire usté, éste es el resultado: nos estamos muriendo de hambre. La nuera y los nietos y éste su hijo, como quien dice toda su descendencia, estamos ya por parar las patas y caernos bien muertos. Y el coraje que da es que es de hambre. ¿Usté cree que eso es legal y justo?
—Y a mí qué diablo me va o me viene. ¿Pa qué te casaste? (8)
Como puede apreciarse, la negación antigenealógica se extiende a los medios de producción, a la escuela del trabajo con que se pudieran hallar los recursos para la subsistencia. Pero no. El padre repitió su negativa y tampoco le enseñó a hacer versos, con lo que «se hubiera ganado algo divirtiendo a la gente como usté hace» (9).
Cito ahora el segundo diálogo, el de «No oyes ladrar los perros»:
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo […] Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di» (10).
Lo que ocurre en este último caso es el deseo de conjurar el peligro de «la mala copia», de evitar que la producción en serie «tradicional» falle. No obstante, la modernidad de este deseo de conjura radica en que al mismo tiempo revela la imposibilidad del heroísmo anónimo de la continuidad patriarcal. Cito a Sloterdijk: «Dado que las generaciones modernas de padres la mayoría de las veces ya se presentan con un perfil civilizador bajo, la configuración de su descendencia no puede ser otra cosa que un duelo inacabable entre dos fracciones de lo horrible: mayores confusos y jóvenes confusos» (11).
X. A este conjunto de situaciones se añaden en la economía moderna los acreedores, que insisten en el pago de préstamos a crédito con ferocidad. Los padres ya no se sienten obligados a dar nada a sus hijos por el simple hecho de serlo. Euremio Cedillo padre prefiere beberse entera la herencia que le correspondería a Euremio Cedillo hijo, vendiendo pedazo a pedazo su tierra para comprar tragos de ese aguardiente llamado «bingarrote» (12).
La modernidad insiste con la economía del crédito. En «Paso del Norte», el padre le informa al hijo, a su regreso, después de no haber logrado pasar a Estados Unidos, lo siguiente: «Se te fue la Tránsito con un arriero. Dizque era rebuena, ¿verdá? Tus muchachos están acá atrás dormidos. Y tú vete buscando onde pasar la noche, porque tu casa la vendí pa pagarme lo de los gastos. Y todavía me sales debiendo treinta pesos del valor de las escrituras» (13). La identidad de la lengua.
XI. A final de cuentas, las cuentas se pagan. Euremio grande salió a darle cacería a Euremio chico cuando éste se fue con un grupo de revoltosos que era perseguido por tropas del gobierno. El padre encontró el pretexto para eliminar a su hijo. Abraham moderno, tampoco podrá concretar su crimen. El narrador de «La herencia de Matilde Arcángel» ve regresar a su ahijado montado en ancas, tocando la flauta con una mano mientras con la otra sostiene el cadáver de su padre muerto sobre la silla (14).
XII. En un pasaje en el que hace un repaso de la transmisión hereditaria de la culpa, el pecado y la corrupción en Occidente —en particular de la inventada por Agustín de Hipona (por cierto, uno de los padres de la Iglesia)—, Sloterdijk dice que «A los hijos terribles anteceden a menudo padres desorientados, a veces perversos. La reproducción de herederos —en el sentido de portadores formalmente seguros de patrones culturales incorporados— se convierte cada vez más en un compromiso entre genética, pedagogía y juego de azar» (15).
«El hombre», tal vez el cuento más complejo de El Llano en llamas, da muy bien cuenta de este azar terrible, de insinuado filicidio, de concretado parricidio: ««Nadie te hará daño nunca, hijo. Estoy aquí para protegerte. Por eso nací antes que tú y mis huesos se endurecieron primero que los tuyos».
Oía su voz, su propia voz, saliendo despacio de su boca. La sentía sonar como una cosa falsa y sin sentido.
¿Por qué habría dicho aquello? Ahora su hijo se estaría burlando de él. O tal vez no. «Tal vez esté lleno de rencor conmigo por haberlo dejado solo en nuestra última hora. Porque era también la mía; era únicamente la mía. Él vino por mí. No los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano…» (16).
XIII. Resultan estremecedoras y en extremo reveladoras de esta obsesión antigenealógica las palabras del texto «Retrato y autobiografía», con el que prácticamente se abren Los cuadernos de Juan Rulfo (17). Si, como habitualmente se dice, la literatura «es un reflejo de la realidad» y la literatura del escritor jalisciense está marcada por los sucesos trágicos de su historia de vida, es decir, de su íntima realidad, entonces no se puede pasar por alto que esta escritura está determinada por la identidad de su autor. Si aunado a ello entendemos la cultura como factor determinante de la identidad, con su serie de costumbres, rituales, migraciones y jurisprudencias (aunque sea in absentia), la obra de Rulfo se planta sobre una paradoja. Es sorprendente que la caracterización del sur de Jalisco en El Llano en llamas entrañe a la vez una codificación precisa de este conjunto de rasgos identitarios en choque frontal con una crisis cultural del tamaño de una parte significativa de la modernidad: la de sus nuevas relaciones familiares. Se trata de la colisión de lo estable de la cultura, de sus concepciones típicamente fijas o más estabilizadas (siempre ilusorias si se contemplan desde la perspectiva de los procesos), con la inestabilidad y la ruptura de la genealogía, de la tradición, de la estirpe, ya sea ascendente o descendente.
El texto a que me he referido en el párrafo anterior, titulado con exactitud por Rulfo «Ret. y Aut.» en su impresionante manuscrito (ignoro si las abreviaturas pueden aquí considerarse un signo), comienza así: «J. R. nació en Jalisco, México, el 16 de mayo de 1918. Fue hijo de Juan Nepomuceno Rulfo Navarro y de María Vizcayno Arias. El primero descendía en línea directa del capitán realista Juan Manuel del Rulfo, derrotado por el ejército insurgente en la batalla de Zacoalco, por lo cual fue degradado retirándosele el mando de tropas» (18). Como puede apreciarse, los topónimos no tardan en hacer su aparición, ofreciendo así otra forma de la identidad: la pertenencia a la tierra, a una región. Es de notar que «J. R.» no hace mención a una ciudad o pueblo en específico como su lugar de nacimiento, sino a todo el estado de Jalisco, detalle que tal vez ha ayudado a mantener viva la discusión respecto de este ya trillado asunto que enfrenta a Sayula con Apulco. De cualquier modo, se verifica una oscilación derivada de la subrayada derrota del capitán realista en un lugar común para quienes transitamos el camino entre la región sur y Guadalajara: Zacoalco. Se desciende, así, de entrada, de un perdedor. Esta oscilación se verifica cuando Rulfo reinvindica a su ascendiente: «Durante la intervención francesa volvió a las armas y participó, con el grado de coronel, en el combate de “La Coronilla” que dio fin a la ocupación de los franceses en Jalisco. Como premio obtuvo la alcaldía de Zapotlán el Grande y la hacienda de San Pedro. Su nieto Juan Nepomuceno sería más tarde el administrador de esta hacienda, donde moriría asesinado en 1920» (19). La caligrafía de Rulfo (aclarada en ciertos pasajes por la transcripción encomendada por la familia del escritor jalisciense a Yvette Jiménez de Báez, unas cuantas páginas después), junto con los tachones de algunas frases o palabras, acentúa la intimidad del texto y la identidad del hombre. Aparece un lugar que es central para la consideración de la identidad del sur de Jalisco: Zapotlán el Grande —una referencia que otro escritor, que ha ayudado a darle carácter con su obra a la región, Juan José Arreola, no debió desconocer. Al final, Rulfo no deja dudas: lo que el perdedor de su tatarabuelo heredó en su ganacia fue la desgracia para su familia y para él. Se trata de una identidad marcada por una especie de hado trágico que arrastra la fatalidad en la fortuna, una de esas bromas del destino que sólo se comprenden con el tiempo.
«Por la rama materna», prosigue Rulfo, «los Arias, antepasados de María, la madre de J. R., llegaron a Jalisco a mediados del siglo xvi, obteniendo como encomienda el pueblo de Tuxcacuesco; aunque para 1920, fecha en la cual enviudó, ya sólo quedaba en su poder la hacienda ganadera de Apulco, lugar pedregoso y árido. Seis años después estalló la revolución “cristera”, que devastó hasta 1930 toda la región, dejándola desolada desde entonces» (20). Otro lugar más del sur de Jalisco marcado por la redundancia, la repetición de la condición de la viudez. La configuración de una tierra baldía estrechamente relacionada con un destino familiar y personal ya está completamente esbozada (21).
En estas desventuras abunda Rulfo en el párrafo del texto tal vez más revelador: «Así pues, éstos son a grandes rasgos los antecedentes familiares de J. R. Por una parte un oficial de José María Calleja, General y Virrey de la Nueva España, por otra la magra herencia de un encomendero. Ni qué decir tiene que ninguna de estas dos cosas son para enorgullecer a nadie, y menos ahora cuando he llegado a conocer su historia, la cual por lo que a mí respecta ni me va ni me viene, pues nunca supe cuáles fueron sus beneficios y en cambio, al parecer, sí cargué con las consecuencias» (22). Lo que para algunos podría ser una herencia digna de orgullo, a Rulfo no le ha traído sino la desgracia del padre que le mataron. Y, así, en su obra estará dándole vuelta a la exploración de este tema, como si no pudiera creer en la existencia de gente capaz de cometer este crimen contra un niño de pocos años.
Aunque el de 1920 no es el año preciso del asesinato del padre de Rulfo —como documenta Roberto García Bonilla, quien señala que el diario El Universal publicó en junio de 1923 la nota «El hacendado N. Pérez Nepomuceno Rulfo fue asesinado por dos pesos» (aunque hay una inconsistencia, puesto que en el cuerpo del artículo García Bonilla menciona el 6 y en las notas el 8 de ese mes)—, el efecto sí que es igual de demoledor, y acaso por ello, a Rulfo el tiempo de la ausencia le parece más largo. He ahí la aparente paradoja: la de cantar (recordemos que los cantos no son sólo de júbilo, pues los de la epopeya homérica están también salpicados de sangre y lágrimas) la muerte del padre y revivirla una y otra vez en ese interminable intento de comprender lo que en la mente de un niño siempre será incomprensible. Aventuro que esta imposibilidad y este fracaso jugaron su papel en el posterior silencio creativo de quien es considerado el escritor mexicano más famoso de la historia de las letras nacionales, es decir, con el que se nos identifica como pueblo: el padre de la literatura mexicana.
«Mientras cundía por todo el estado de Jalisco la rebelión cristera, veía envejecer mi infancia en un orfanatorio de la ciudad de Guadalajara. Allí me enteré también [sic] que mi madre había muerto y esto significaba… bueno, significó un aplazamiento tras otro para salir del encierro, ya que estuve obligado a descontar con trabajo el precio de mi propia soledad» (23). El oxímoron y los puntos suspensivos con la corrección del tiempo verbal son significativos: implican el cambio de la situación legal y la entrada a la economía del huérfano que comienza a resentir la magra herencia que le ha tocado en suerte y que representa en ese estado de cosas el valor de cambio de la libertad. La economía y las reglas del juego de la capital, del centro del estado, expande el alcance de las desventajas hereditarias no conservadas. No hay haciendas que administrar, ni fotos familiares que seguir tomando. Lo que hay, en cambio, es una especie de lucha kafkiana con los guardianes de las puertas.
Una riqueza que la época no le permitirá obtener: «De algo sirvió aquella experiencia: me volví huraño y aún lo sigo siendo. Aprendí a comer poco o casi a no comer. Aprendí también que lo que no se conoce no se ambiciona y que, al final de cuentas, la única y más grande riqueza que existe sobre la tierra es la tranquilidad» (24).
XIV. Roberto García Bonilla asevera que Juan Rulfo afirmó lo siguiente ya en 1980: «Mi generación no me comprendió».
XV. El XX Festival Cultural de San Gabriel se realizó del 12 al 21 de mayo de 2017 en homenaje a Juan Rulfo, en el marco de su centenario. El cuadernillo con el programa tiene una foto del escritor y a la derecha el inicio del cuento «En la madrugada», que dice así: «San Gabriel sale de la niebla…». No importa que en el cuento haya un posible asesinato (su manejo legal es una argucia narrativa) y un foco de incesto. Lo importante es identificarse como sea. Reflejarse en esta literatura que ha llegado a todo el mundo, que fue hecha por un hijo de esa tierra y que habló de esa tierra. Se les olvidó que, luego de la tragedia de la muerte del patrón (palabra que también procede de la raíz latina que da lugar a padre), «Sobre San Gabriel estaba bajando otra vez la niebla» (25).
XVI. En San Gabriel tuvo lugar una exhibición anticipada (el estreno estaba programado para noviembre de 2017) de la película Páramo, de Andrés Díaz, en el marco del Festival de San Gabriel. Se trata, según la sinopsis de la importante Internet Media Database (imdb), de que «Jesús, a young man who has finished his career in literature and philosophy, is delivering his thesis. He has a plan to commit suicide right after his thesis, regarding Juan Rulfo’s novel mythical town Comala, is accepted. However, his thesis is rejected and now has to postpone his demise in order to find information to make his thesis better. He wants to find Comala» (26). Sombra Emergente, un anónimo cronista de la función en San Gabriel, afirma que se trata de «una historia “arquetípica” sobre la búsqueda del padre [y que esta búsqueda es] un reflejo personal de la historia del director» (27). Lo antigenealógico en el director del Centro de Estudios Cinematográficos.
XVII. Juan Rulfo fotógrafo. Del 6 de abril al 17 de julio de 2017, el importante Museo Amparo, con sede en Puebla, presentó la exposición El fotógrafo Juan Rulfo, curada por Andrew Dempsey y Víctor Jiménez. En mi visita, encuentro que las variantes de su nombre en las fotografías también son un indicador de sus dudas genealógicas. Firma en una foto de 1937-1938 («Vista de San Gabriel») Juan Pérez Vizcayno, y en otra de los mismos años (su «Primer Autorretrato de Juan Rulfo en San Gabriel») Juan Pérez Rulfo, y en tres más («Acapulco», «Chapultepec» y «Escultura de Beethoven desde La Alameda») firma Pérez Vizcayno. Sin duda el hombre y el artista en busca de la identidad en el nombre.
XVIII. «A los primeros se los tragó el poderoso Cronos según iban viniendo […] desde el sagrado vientre de su madre […] para que ningún otro de los ilustres descendientes de Urano tuviera dignidad real entre los Inmortales. Pues sabía por Gea y el estrellado Urano que era su destino sucumbir a manos de su propio hijo […] Por ello no tenía descuidada la vigilancia, sino que, siempre al acecho, se iba tragando a sus hijos» (28). Piénsese, de nuevo, en «Paso del Norte».
XIX. Roberto García Bonilla ofrece en su artículo dos piezas más de las claves genealógicas de Rulfo, y aquí las enlazo con la clave nominal de búsqueda identitaria referida arriba: «Efrén Hernández fue el “padre intelectual”, guía y quien descubrió al escritor que hasta la mitad de los años cuarenta firmaba como Juan Pérez Vizcaíno». Ellos se conocieron y se hicieron amigos en las oficinas de la Secretaría de Gobernación, en el departamento de Migración; allí debió de empezar a conformarse la novela El hijo del desaliento, que nunca se publicó, porque «dialogaba con la soledad [y] era tan cursi como su título» (29).
XX. La identidad cultural del sur de Jalisco en torno a Rulfo y sus implicaciones económicas son también dignas de mención, porque pareciera que también los pueblos están en busca de un padre o patriarca cultural (un padre intelectual). Sayula, Tuxcacuesco y San Gabriel «unieron esfuerzos», se lee en una nota de El Informador, «ligados también por la Ruta Cultural El Realismo Mágico de Juan». Es de resaltar la preponderancia de ésta, que «será la primera ruta turística que pondere principalmente la literatura, al honrar al escritor jalisciense […] Irma Salamanca, coordinadora de la ruta, comentó que la inversión […] fue de once millones setecientos mil pesos en una primera etapa: la segunda etapa contempla diez millones de pesos (sólo para Sayula y San Gabriel). Este mayo se inaugurará un setenta por ciento de la ruta» (30).
XXI. De Rulfo se celebran también sus fotografías de diversos objetos de valor arquitectónico. ¿Podríamos decir que la arquitectura tiene que ver con la paternidad y la herencia? ¿No se busca una casa paterna, una casa celestial? Podemos reflexionar sobre la importancia de la vivienda como parte de la identidad y del derecho a la identidad y por lo tanto a tener una casa. Los templos, las casas paternas, los edificios de Rulfo son también casas abandonadas, solas, ya vacías.
Nota metodológica y conclusiones
Estas imágenes obsesivas, las repeticiones, las redundancias en vida y en obra, son indicadores textuales clave para el método de estudio literario (e insisto: método de estudio literario) que diseña Charles Mauron, en el que se propone descubrir y estudiar, en los textos, «las relaciones que probablemente no han sido queridas de forma consciente por el autor» (31). En algunos de los cuentos citados, en virtud de la técnica rulfiana, puede creerse que el tema es diverso de este —llamémosle— complejo filial. La superposición de textos que he intentado hacer aquí, que pretende ser análoga al procedimiento técnico de Rulfo en Pedro Páramo, persigue desdibujar las relaciones conscientes que trazamos en la lectura y con ello descubrir las inconscientes en la escritura. No se trata de psicoanalizar a Rulfo, sino de ofrecer otra vía de acercamiento a un aspecto fundamental de nuestra psicología social y de nuestra identidad, una vía también bastante bien abierta con Pedro Páramo y Juan Preciado, quien va a cobrárselo caro a su padre, porque a final de cuentas, como ya se dijo y se vio, las cuentas generacionales se pagan. Con esta superposición he intentado mostrar, asimismo, que es posible seguir estudiando la obra de Juan Rulfo de manera productiva desde las lecturas que nos facilita la crítica reciente. Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, del también autor de la serie de libros llamados Esferas, da cuenta, espero, de ello. El libro se publicó en 2014, por lo que la idea es afirmar que nuevas lecturas traen consigo nuevas ideas, asimilables a la crítica literaria.
Leo con una curiosidad complacida el balazo de una nota de Héctor Abad Faciolince publicada en Letras Libres: «Rulfo tenía seis años cuando asesinaron a su padre. Fue el tema obsesivo de su obra, no sólo por los ambientes violentos de su obra, sino por su convencimiento de que la verdad está más allá de los hechos» (32). Abad Faciolince, no obstante, se aboca a la obsesión desde la visión de los hijos que perdieron prematuramente a su padre, y se apoya para ello en las reflexiones de otro de nuestros célebres huérfanos, Alfonso Reyes, cuyo padre fue asesinado el 9 de febrero de 1913. Abad traza una posible línea emocional del suceso para la construcción de la mentira que fue Juan Rulfo. Es, en este caso, una nota que discurre sobre el impacto y, ante todo, sobre una posible búsqueda de lazos-vasos comunicantes entre los vivos y los muertos. Pero se le escapa la reflexión sobre la modernidad que incita un texto que no proviene de la literatura sino de la filosofía. Y eso también enriquece el diálogo en este concierto que es Rulfo y en el que no sólo hay silencio sino también muchos ruidos que no nos dejan oír lo que nos dice nuestro tiempo de nosotros mismos.
De esta veta identitaria, de esto que constituye al ser del sur de Jalisco y que Rulfo exploró para nosotros al inicio de esta época moderna con su literatura, con su fotografía, con sus obsesiones, con todos estos fragmentos, ¿qué podemos extraer? Si la literatura no sólo reproduce, sino que produce identidad, ¿de qué manera la ha producido y de que manera nos la ha inoculado la obra de Rulfo? ¿No es acaso a modo de retazos, de fragmentos sin aparente relación como se construye la memoria, como se aprende y se aprehende? Entiendo por representación literaria, siguiendo a Sergio Mansilla Torres, «la acción de registrar y de hacer presente, en el texto y a través de él, una cierta realidad cuya existencia no es ontológicamente dependiente del texto» (33). Dado lo anterior, ¿cómo es que cada uno de nosotros es representado, como miembros de los grupos del sur y de Jalisco entero a que pertenecemos? Es posible que la trascendencia de las fronteras que alcanzó Rulfo con su obra se deba a que la identidad que logró representar es tal vez la del hombre moderno de la cultura occidental entera debido a este carácter antigenealógico que he tratado de mostrar aquí, pero para quienes habitamos esta región y, sobre todo, habitamos en la misma casa del ser que es la lengua, somos los más directamente involucrados. La lengua de Rulfo, en su transmutación en representación literaria, es la nuestra, halla en nosotros a sus más directos intérpretes. Todos los regionalismos que causan problemas a los traductores, a nosotros nos han sido ya culturalmente dados, y, por ello, somos la estirpe de Juan Rulfo, «Padre de la literatura mexicana. Padre de Pedro Páramo. Padre de todos».
Imagino a los personajes de Rulfo destrozándose en otro plano de la ficción como los iracundos de Dante, con un gesto de rabia que implica la misma violencia de la mano sobre el rostro que ejerció Abraham sobre Isaac, atacándose a mordidas, sangrando… y los imagino doblemente condenados: están también presos en el infierno máximo, en el círculo de los traidores, por traidores a su estirpe
Agradecimiento
Al doctor Abraham Godínez Aldrete, quien tuvo a bien compartirme su lectura de la obra de Peter Sloterdijk y con ella las ideas que impulsan este trabajo.
(1) Ángel Plascencia, «Juan Rulfo, mi padre», especial El País. 100 años de Juan Rulfo, diario El País, México, consultado el 28 de agosto de 2017. Disponible en https://elpais.com/especiales/2017/juan-rulfo/
(2) Juan Rulfo, Obras, Fondo de Cultura Económica, México, 1987, p. 129.
(3) Idem.
(4) Idem.
(5) Peter Sloterdijk, «Advertencia preliminar», Los hijos terribles de la Edad Moderna. Sobre el experimento antigenealógico de la modernidad, Siruela, Madrid, 2014, edición para Kindle. Las cursivas son mías.
(6) Rulfo, op. cit., p. 141.
(7) Ibid., p. 48.
(8) Ibid., pp. 102-103. Las cursivas son mías.
(9) Ibid., p. 104.
(10) Ibid., p. 115.
(11) Sloterdijk, op. cit., cap. 3.
(12) Rulfo, op. cit., p. 129.
(13) Ibid., p. 107.
(14) Ibid., p. 131.
(15) Sloterdijk, op. cit., cap. 3.
(16) Rulfo, op. cit., p. 39.
(17) Juan Rulfo, Los cuadernos de Juan Rulfo, transcripción y nota de Yvette Jiménez de Báez, era, México, 1994.
(18) Ibid., p. 15.
(19) Idem.
(20) Idem.
(21) A raíz de una convocatoria publicada por la Secretaría de Cultura del Gobierno de Jalisco para participar de un concurso que otorga becas para estudiantes de universidades públicas que realicen o busquen realizar investigaciones, estudios o tesis alrededor de la obra de Juan Rulfo, en el marco de los festejos por el centenario del natalicio del escritor, tres estudiantes del Centro Universitario del Sur de la Universidad de Guadalajara realizarán sus trabajos. Uno de ellos, Alejandro von Düben, egresado de la Licenciatura en Letras Hispánicas, explorará la representación del sur de Jalisco en la obra rulfiana. No puedo sino esperar con curiosidad los resultados de sus pesquisas, con el afán de contrastarlas con lo que aquí he propuesto.
(22) Rulfo, Los cuadernos…, pp. 15-16. Las cursivas son mías.
(23) Ibid., p. 16.
(24) Idem.
(25) Rulfo, Obras, p. 49.
(26) Véase http://www.imdb.com/title/tt6327656/?ref_=ttrel_rel_tt
(27) Véase http://sombraemergente.com/2017/05/25/paramo-un-viaje-al-corazon-del-imaginario-de-juan-rulfo/
(28) Hesíodo, Teogonía, Gredos, Madrid, 1982, p. 32.
(29) Roberto García Bonilla, «Rulfo y sus críticos», Letras Libres, edición México, núm. 221, 17 de mayo de 2017. Disponible en http://www.letraslibres.com/mexico/revista/rulfo-y-sus-criticos
(30) Véase «Rumbo al Llano en llamas», El Informador, 3 de mayo de 2017. Disponible en http://www.informador.com.mx/cultura/2017/719347/6/rumbo-al-llano-en-llamas.htm
(31) Charles Mauron, Psicocrítica del género cómico, Arco Libros, Madrid, 1998, p. 11.
(32) Héctor Abad Faciolince, «El sufragio de las almas», Letras Libres, edición México, núm. 221, 17 de mayo de 2017. Disponible en http://www.letraslibres.com/espana-mexico/revista/el-sufragio-las-almas
(33) Sergio Mansilla Torres, «Literatura e identidad cultural», Estudios Filológicos, núm. 41, 2006, pp. 131-143. Disponible en https://dx.doi.org/10.4067/S0071-17132006000100010