Escuchar a Juan José Arreola era una tarea compleja y placentera a la vez. Las descripciones de piezas artísticas de la antigüedad clásica, así como las recreaciones de pasajes literarios que hacía en sus conversaciones, fueron siempre prodigiosas. Además de ofrecer una literatura exquisita, sorprendente y eficaz en su brevedad, Arreola dejó en la memoria de quienes lo conocimos encuentros memorables en los que sus disertaciones lo llevaban a recorrer una paleta temática casi infinita que demandaba toda la atención.
Pensar en Juan José Arreola es reconocer a un actor formado. Arreola, además de un gran escritor, fue un dandi erudito y locuaz, un caballero que honraba el castellano en cada frase, un declamador perfecto que entendía el verso barroco, el neoclásico y el modernista, creador además de su más grande personaje, él mismo, a quien supo interpretar con dignidad, a pesar del abuso que hizo la televisión de su imagen.
En 1993, en la Universidad de Granada, Arreola participó en el seminario «El intelectual y su memoria». Aquella sería una más de sus luminosas apariciones públicas. En ella, y para solicitar la comprensión de los asistentes por su proclividad al monólogo, Arreola compartió que el peor chasco de su vida se lo llevó al poner una de las cintas en las que registró un encuentro con Jorge Luis Borges y en la que no pudo escuchar el tímido acento bonaerense. «No dejé hablar a Borges. Lo digo no como ostentación, sino como una vergüenza y una confesión pública de un gravísimo defecto que me dio la actuación dramática».
El ejercicio que Arreola más practicó en su vida fue el que él mismo llamó «artesanía del lenguaje» y que probablemente fue resultado —por lo menos en lo que se refiere a su oralidad— de su amor por el género dramático. Lo único que Arreola estudió formalmente fue teatro, uno de sus primeros y grandes intereses, que conoció en su natal Zapotlán en la década de los años treinta. Hasta entonces, lo único que lo había acercado a la escena fueron la declamación y las celebraciones eucarísticas en las que, él contaba, participó con notable histrionismo durante su infancia.
El paso de Arreola por los escenarios es una de las facetas poco conocidas del escritor. El teatro fue su pasión y la razón que lo llevó a emigrar a la Ciudad de México cuando tenía diecinueve años. Sabemos que debutó como actor en el montaje de un texto del dramaturgo austriaco Arthur Schnitzler, conocido porque en sus obras desarrolló la crisis social de entre siglos y abordó el erotismo con tintes psicologistas.
Durante su estancia en la Ciudad de México y como estudiante en la Escuela Teatral de Bellas Artes, Arreola conoció, recibió clases y mantuvo relaciones de amistad con personalidades como Celestino Gorostiza, directores como Fernando Wagner y dramaturgos como Xavier Villaurrutia, Rodolfo Usigli e Ignacio Retes. Convivió y trabajó con actrices y actores como Dolores del Río, Rodolfo de Anda y Enrique Rocha.
Después vino su viaje a París, experiencia que se convirtió en el parteaguas de su carrera. La razón de aquella estancia fue también el teatro. Arreola viajó apoyado por una beca que le ayudó a obtener Louis Jouvet, reconocido actor y director escénico francés a quien conoció en Guadalajara durante una de sus giras por México.
Jouvet fue un maestro de la Comedia Francesa, gran intérprete de Molière, Shakespeare y Pierre Corneille, entre otros; además, dirigió el famoso estreno de Las criadas, de Jean Genet. Arreola tomó clases de actuación con Jouvet y también tuvo maestros como el actor de teatro y cine Pierre Renoir y el célebre mimo francés Jean-Louis Barrault. En aquellos años, en Francia se tejía un accidentado paso de estafeta de la tradición teatral. Jouvet, Charles Dullin, Gaston Baty y Jacques Copeau apostaban por una auténtica renovación de la escena parisina y fueron llamados «Cartel des Quatre». El teatro parisino puso en contacto a Juan José Arreola con las vanguardias; además, gracias a Jouvet, el autor conoció de forma directa la dramaturgia de Jean Cocteau, Jean Giraudoux y Jean-Paul Sartre.
La visión de la escena de Jouvet, quien entre otras cosas hibridó el método de Stanislavsky con la concepción teatral de Bertolt Brecht, extendió sensiblemente el panorama tanto teatral como literario del joven Arreola, quien a partir de entonces emprendería un camino performático y lúdico por el lenguaje.
La hora de todos
La Segunda Guerra Mundial marcó el ritmo histórico de Occidente en la transición de la primera a la segunda mitad del siglo xx. El pensamiento social y político, claramente fracturado, se regeneraba a partir de posturas críticas y cínicas con las que algunos artistas daban cuenta de la reconstrucción del mundo.
En 1955 aparece La hora de todos, la primera dramaturgia publicada de Arreola y con la que obtuvo el primer premio en el Festival Dramático del Instituto Nacional de Bellas Artes. Inicialmente apareció en la colección Los Presentes, y luego se incluiría en Varia invención. Esta obra, influida claramente por la filosofía existencialista de Jean-Paul Sartre, fue definida por su autor como juguete cómico en un acto, lo que nos remite directamente a la sátira homónima de Quevedo.
Quevedo escribió La hora de todos en 1645. En ella crea una variación sobre el tema del mundo al revés, en donde la Fortuna recobra el juicio y da a cada persona lo que realmente merece. El resultado de esto es un trastorno de tal magnitud que el padre de los dioses intenta devolver todo a su desorden original. En esta obra, Quevedo censura los vicios humanos, manifiestos principalmente en personajes de las clases altas, y concluye: «Para las enfermedades de la vida, solamente es medicina preservativa la buena muerte».
Arreola parte de esta obra satírica para crear su propia versión. En principio coloca su mirada en la realidad de la postguerra y encuentra una singularidad histórica de la cual partir: un accidente aéreo que acabó con la vida de catorce personas que se encontraban en los pisos 78 y 79 del Empire State. Debido a una densa niebla, el 28 de julio de 1945 un bombardero bimotor b25 se estrelló contra la fachada norte del emblemático edificio neoyorquino, provocando una fuerte explosión y un gran incendio.
En este acontecimiento Arreola encuentra no sólo una anécdota que servirá de marco para su versión de La hora de todos, sino también a los personajes, quienes a lo largo de su obra evidencian los vicios que los enfrentan con la inesperada muerte. El espíritu de la pieza se mueve entre los complejos márgenes que van del auto sacramental a las conexiones y desconexiones del absurdo y hasta la visión sartreana de la existencia.
La alegoría y el símbolo quevediano se transforman en la dramaturgia de Arreola a través de la farsa y el expresionismo literario, en el que, en lugar de representar un concepto teológico, como en el auto sacramental del barroco, Arreola aborda la muerte, ese hecho irremediable, a través del artificio dramático de la puesta en abismo, el teatro dentro del teatro. Además, Arreola abre la pieza con el epígrafe: «El joven ese ya se ha instalado allí. Su nombre es Harras». Esta frase pertenece al relato «El vecino», de Kafka, que cuenta la historia de alguien que desconoce completamente a su vecino, mientras éste conoce todo de él.
En julio de 1955, la Revista de la Universidad de México publicó una crítica a La hora de todos. Juguete cómico en un acto, firmada por Carlos Zavaleta, quien se confiesa sorprendido «por la originalidad y el espíritu rebelde y encendido en contra de la injusticia» que posee la dramaturgia, y cierra diciendo: «Arreola muestra en esta obra cuán factible es que los escritores “fantásticos”, “imaginativos”, o no realistas, se decidan, con su riqueza formal, a explotar la caudalosa vena de una edificante literatura de combate».
Poesía en Voz Alta
En los años cincuenta el realismo dominaba las carteleras teatrales mexicanas. El teatro que Virginia Fábregas produjo desde 1892, año en que debutó, y hasta su muerte, ocurrida en 1950, creó escuela con dramaturgias que iban de comedias como Divorciémonos —con la que debutó— al costumbrismo de Sea por bien. Una línea de creación teatral que recuperaba los estereotipos del teatro de género chico que luego llegarían al cine, a las radionovelas y finalmente a la televisión, que estiró ridículamente los elementos del melodrama. Además, aún sobrevivía el canon que obligaba al habla peninsular en el escenario. Para ser considerado un actor serio, había que cecear, y no sólo en el teatro clásico del Siglo de Oro.
En el México postrevolucionario, la creación del Teatro de Ulises y de Los Contemporáneos, con Salvador Novo, Gilberto Owen y Xavier Villaurrutia, significó la llegada de las vanguardias europeas al teatro mexicano. Sin embargo, esta renovación estaba focalizada en el pequeño círculo que asistía al Cacharro, la casona ubicada en la antigua calle de Mesones, en el centro de la Ciudad de México, en donde apenas cabían cincuenta personas, de tal suerte que el teatro que dominaba las carteleras y convocaba al gran público era el de Alicia Montoya, Fernando Soler y Virginia Fábregas, por supuesto.
En 1956, la Dirección de Difusión Cultural de la unam da origen al proyecto Poesía en Voz Alta, encabezado por el dramaturgo Héctor Mendoza y por el ensayista y poeta Jaime García Terrés, quienes consideraron como directores literarios a Octavio Paz y a Juan José Arreola. En poco tiempo, esta agrupación de escritores, músicos, cantantes y actores jóvenes convocó a León Felipe, Elena Garro, Alfonso Reyes, Luisa Josefina Hernández, José de la Colina, José Emilio Pacheco, María Luisa Mendoza y Juan García Ponce, entre otros.
No es difícil imaginar la magia que produjeron estos artistas juntos. Uno de los elementos más interesantes de Poesía en Voz Alta fue su capacidad por integrar dramaturgias originales, como La hija de Rappaccini, de Paz, con el teatro clásico español, como las obras de Juan de la Encina y Diego Sánchez de Badajoz. A ese repertorio también sumaron propositivos montajes de obras cortas de García Lorca. De acuerdo con Arreola, se trataba de un ejercicio para viajar a la semilla, de desnudar el teatro de artificios y así llegar al corazón que se encuentra en la palabra, en la enunciación de la escritura, en la interpretación de voces y coros que llevan a otros universos.
Juan José Arreola consiguió, junto a Poesía en Voz Alta, dos cosas de gran importancia para el teatro mexicano. Por un lado, incorporó la tradición hispánica desde una visión que puso en crisis el montaje, y, por el otro, integró el teatro de vanguardia, el propio, el que ellos mismos creaban desde la experimentación, tanto lingüística como escénica.
En el número de agosto de 1956 de la Revista de la Universidad de México, el ensayista y crítico literario José de la Colina publicó una «Carta a Juan José Arreola» en la que escribía su percepción sobre lo que el autor jalisciense daba a la escena nacional. «[Poesía en Voz Alta] ha devuelto el teatro a quien lo trabaja con amor de artista y de artesano: lo han rescatado para el arte […] Afortunado suceso es que se haya usted ligado al teatro; su amor por la palabra, su madurez artística y esa energía espiritual que va hacia lo nuevo sin ignorar la tradición ni detenerla, sino avanzando con ella, […] nos hacen esperar cosas que a las piedras harán hablar».
Tercera llamada, ¡tercera!, o empezamos sin usted
A principios de los años setenta, aparece Tercera llamada, ¡tercera!, o empezamos sin usted (Farsa de circo en un acto), la última dramaturgia de Juan José Arreola. Esta obra, incluida en Palindroma, está fuertemente conectada con la estructura y tono de La hora de todos, aunque en esta farsa se acentúa su interés por el absurdo.
El auto sacramental aparece de nueva cuenta, pero ahora con la intención de renovarlo desde la farsa circense. Dentro del contexto religioso, Arreola se apropia del mito de Adán y Eva, uno de los temas más recurrentes del teatro de evangelización hispánico, para romper con las convenciones teatrales canónicas y rituales y jugar con la lógica y la incongruencia propias del absurdo. Tercera llamada… puede ser vista como una dramatización moderna del auto cristiano de Adán y Eva. La obra manifiesta un interés por seguir combatiendo el aplastante realismo que seguía imperando en las carteleras y concentra la comunicación en el poder del espectáculo al proponer un gran dinamismo en la escena.
El teatro fue una constante en la vida creativa de Juan José Arreola; si bien su producción dramática es limitada y no gozó de éxito en los escenarios, la importancia de Poesía en Voz Alta es muy grande en la historia de nuestro teatro. Arreola participó de un grupo rebelde que combatió con inteligencia dos de las tendencias más aplastantes que cargó el teatro mexicano: el realismo y el nacionalismo. Al hacerlo, abrió respiraderos que oxigenaron las estrategias creativas, las formas de pensar tanto la escritura dramática como la escena misma. Más de sesenta años después de Poesía en Voz Alta, las palabras con las que Arreola abrió los trabajos escénicos en el desaparecido teatro El Caballito renuevan su significado y su pertinencia:
Deliberadamente hemos optado por la solución más difícil: la de jugar limpio al antiguo y limpio juego del teatro. Esto quiere decir que no vamos a engañar a nadie, que renunciamos lúcidamente a la mayoría de los recursos técnicos que pervierten y complican el teatro contemporáneo.
Creemos que es posible ponernos de acuerdo, si ustedes renuncian también a su habitual condición de expertos y ambiciosos espectadores, y entran al juego con suficiente candor. Juntos, podremos recobrar el perdido espíritu del teatro, que no es, a fin de cuentas, más que antigua, recóndita y divertida poesía: poesía en voz alta.