Humana animalidad
El Bestiario de Juan José Arreola no está exento de la tipología fundada por el Fisiólogo, ese bestiario de un anónimo naturalista griego que asocia cada animal con una idea cristológica. Aunque no subordina la zoología a la teología, entre los «Cérvidos» Arreola incluye al venado de san Huberto que porta la luz entre los cuernos, la cierva que amamanta a Genoveva de Brabante y el ciervo volador de Juan de Yepes. En pos de ese ciervo furtivo y vulnerado, Juan de la Cruz fue tan alto, tan alto que a la caza le dio alcance. También Arreola, que por momentos fusiona lo literario con lo fabuloso y cosmológico, aprovecha de las sugestivas confusiones del Fisiólogo (el Physiologus Græcus tan citado por Borges en su Manual de zoología fantástica) para hacer descender al unicornio del rinoceronte cuando se aparea con cierta variedad del venado. Arreola se complace en retomar la leyenda de que este armatoste zoológico, el rudimentario rinoceronte, ante una doncella se transfigura, se agacela, se vuelve sumiso y se recuesta sobre el regazo de una niña. El Bestiario de Arreola desciende remotamente de la Historia natural de Plinio y de las Etimologías de Isidoro de Sevilla, pero no considera al león como emblema del evangelista Marcos. Lo mete entre los «Felinos», y aunque evoca a los mártires cristianos entregados a sus fauces, más bien lo desprestigia; lo considera un híbrido disparejo con su cabeza majestuosa y su cuerpo y alma perrunos, un aprovechador que vive a expensas de los otros cazadores, que devora restos de presas que no ha capturado. Según Arreola, el león sueña con ser enjaulado y disfrutar así de una pensión completa.
Como en los viejos bestiarios, en el de Arreola el animal sirve como retícula de lectura de la condición humana. La representación oscila entre la transparencia y la opacidad de lo animal, entre la familiar inteligibilidad y la inescrutable alteridad. Como los otros bestiarios, éste asimila simbólicamente al animal integrando lo extraño e inquietante en un sistema significativo cuya referencia central es lo humano. Pero el animal puede también figurar lo sobrehumano (potencia portentosa del bisonte —«tempestad a ras del suelo por su aspecto de nubarrones»— o superación por los ciervos de nuestras categorías de espacio y tiempo porque concilian la inmovilidad con el movimiento) y lo inhumano demoniaco. Arreola suele alegorizar sustituyendo al hombre por animales que lo representan encarnando entidades morales; así, la hiena, depravada, voraz, necrófila y cobarde, es el animal que más prosélitos tiene entre los humanos. También, tal como ocurre con los bestiarios de amor (así en el de Richard de Fournival), los animales sirven para develar secretos de nuestro comportamiento erótico. En Arreola, sobre todo se libidinizan, así las gelatinosas focas, que son puro labio y lengua, o el genial ajolote, que es a la vez lingam y sirenita que menstrua.
Arreola transforma la colección de animales fabulosos del bestiario medieval en bestiario real. Opera paradójicamente como un naturalista científico a la manera de Linneo, a partir de un modelo descriptivo basado sobre todo en la observación. Tiende a caracterizar cada animal por sus rasgos específicos, y a la vez, a ponerlo en relación con los otros seres, a adjudicarle el lugar que le corresponde dentro del ordenado conjunto. Hace gala de erudición e inyecta a toda criatura una alta dosis de inflación literaria. En verdad sus modelos provienen de la tradición francesa del poema en prosa, y el mismo Arreola los indica en «Aproximaciones», una colección de traducciones suyas incluidas al final del Bestiario. Sus modelos son principalmente Jules Renard, Paul Claudel y Henri Michaux […]
Obra de artífice, la prosa breve de Arreola está troquelada hasta resultar definitiva. Arreola estiliza como un clásico, con sintaxis clara y rigurosa, casi lapidaria. Compuesta de periodos segura, sabiamente articulados, busca equilibrar los pesos y establece la más armónica distribución de las partes. Prosa elegante, como la de Borges, su patrono literario, es rítmica y eufónica, tiende al estilo alto, a una cierta prosopopeya. Arreola, en su Bestiario, trabaja con un léxico de cariz culterano, usa el idioma noble, palabras con prosapia. Sin recurrir ni a lo popular ni a lo rebuscado. Se propone ante todo depararnos una infalible felicidad verbal. Y lo logra […]
Con los animales compartimos cualidades, algunas positivas y otras negativas. Con los osos podemos establecer amistosa liga merced a un común pasado cavernícola. Los osos nos enternecen: ninguna mujer rechaza la idea de dar a luz un osito. La llama, «afelpada, redonda y femenina», tiene un andar ondulante, bambolea sus ancas como una grácil mujer. Pero el avestruz recuerda el lado ridículo de lo mujeril, las feas damas que se empluman, esperpentos en minifaldas que se emperifollan con atavíos escasos y que descubren horrendas intimidades, deformidad, todo aquello —carnes envejecidas, fláccidas, obesidades rollizas— que linda para Arreola con lo repulsivo. Ese fantasma morboso le produce un rechazo violento, un retraimiento por el pudor ofendido, por la miseria exhibida con lamentable desparpajo. No exagero. Arreola repudia las mujeres reales, las que se ajan, engruesan y estropean […]
Arreola adopta en solfa el estilo de un naturalista de la Ilustración dieciochesca. Remeda, por ejemplo, al barón Georges Cuvier, al autor de El reino animal distribuido según su organización, remeda ese afán de justeza que hace alianza con una enunciación literaria. La metódica transmisión de conocimiento se conjuga con la galanura en el decir que impone un desarrollo armonioso y un final sumamente retórico.
No sólo la hiena es una desproporcionada mixtura, una lamentable cruza, un híbrido mal habido, también la foca parece un perro sin patas o una paloma desalada. Arreola la vislumbra como animal de forma no consumada, como a medio hacer, como gigante infusorio: «Criaturas de vida infusa en un barro de forma primaria, con probabilidades de pez, de reptil, de ave y de cuadrúpedo». Hecha de pasta lúbrica, se carga de latencias sexuales. La foca es primordialmente lasciva y sirve para que Arreola descargue su lujuriosa fantasía. «Las focas» motivan uno de los más arrebatados, de los más fabulosos escritos de Bestiario. El agua propicia esta ensoñación ondulante que todo lo ablanda. Arreola se entrega voluptuosamente a la dinámica metamórfica de esa materia fluida que envuelve por completo al ser invitándolo a sumergirse en su intimidad, a apoderarse de esa plasticidad andrógina que sueña a la vez con el reposo amniótico y con el gozo de la penetración entrañable. Las focas son embebidas, licuadas por el agua que a la par se adensa, se vuelve viscosa, materia untuosa, cuerpo blando y húmedo: erógeno. El agua se transforma en cavidad bucal, en labios y lenguas que besan y lamen. Esa agua fundamental impulsa la rememoración ab ovo, anula toda delimitación o distingo corporales […]
Pero las prosas de Bestiario son humoradas. Arreola contiene su lasciva lujuria, frena el impulso orgiástico que la libidinosa visión de las focas motiva. Se preserva de la alucinada caída en lo disoluto, de la entrega al extravío lírico. Primero, guardando (como yo) una sumamente sutil distancia irónica y contrarrestando la zambullida en el agua sexual mediante la contrapartida ridícula de las pobres focas amaestradas. Casi antropoideas, éstas adquieren a duras penas destrezas humanas: «soplan por una hilera de flautas los primeros compases de la Pasión según San Mateo».
El Bestiario de Arreola emula la unánime naturaleza que tanto singulariza como homologa, tanto diferencia sus especímenes en géneros, especies, tipos, familias, órdenes como los confunde. Arreola mezcla todas las concepciones naturales, la mágica, la mítica, la animista con la científica. A menudo adopta los tecnicismos de la biología moderna, mas no en sentido propio sino en el figurado, para caracterizar traslativamente a un animal que trata, como al ajolote o a las focas, como indecisa intersección con otros géneros o estadios zoológicos. La móvil visión no detiene ni fija una morfología, avanza y retrocede en la escala operando una activa interrelación biológica. Arreola sabe también combinar poéticamente la reciente versión científica con la ancestral visión analógica. Merced a ésta, los animales intercambian sus cualidades en una transitividad sin restricciones que nos remonta a la unanimidad del comienzo.
Las formas y caracteres son cambiantes. Los animales de Arreola son manifestaciones temporarias, inestables de la incesante Creación. El rinoceronte, bestia rudimentaria, torpe y cegatón, es una suerte de toro blindado con placas de cordobán, un estrafalario ensamblaje de restos prehistóricos. El sapo hiberna como la crisálida; el horrible batracio que sale del fango se asocia así a la mariposa, paradigma de la gracia aleve. El carabao se aproxima por su estilizada estampa al reno y al okapí. El oso se sitúa entre la hostilidad salvaje del lobo y la sumisión servil del mono. Cuando la jirafa baja el cuello para beber, se parece al burro. El hipopótamo es un buey inflado; su cuerpo, esa mole de arcilla original mal conformada, serviría para remodelar una nube de pájaros o un ejército de ratones. Esta relación de lo macrométrico con lo micrométrico en Arreola es de ida y vuelta […]
«Insectiada» es el único texto de Bestiario donde la narración es enunciada por un relator colectivo, por los veinte machos de una especie, como los himenópteros, cuyas hembras matan a sus pretendientes. Aquí las hembras, robustas y crueles, han instaurado el despotismo femenino. Los machos temerosos abandonan a ellas los alimentos y escapan, hasta que les llega la época de celo. Las mujeres fatales despiden un perfume irresistible; los machos, embriagados y urgidos, saltan sobre la hembra, que aprovecha esa entrega para decapitarlos. Sólo copula con un último aspirante, al cual también asesina. Luego desova para reproducir en permanente proporción muchos machos víctimas y pocas hembras verdugos. En «Insectiada» los machos exponen su funesta suerte, describen el implacable mecanismo instintivo que los lleva a la frustración y a la muerte. El tono del texto es expositivo, más o menos objetivante, económico y sin énfasis. Para nada irónico, prima en él la impresión de inevitable fatalidad. Arreola humoriza y lo humaniza. Parece complacerse en invertir el orden falocrático, en identificarse con los machos que se inmolan para consumar el rito sexual, fundamento de la especie. Reconocemos en esas hembras tiránicas y perversas al arquetipo de la mujer fatal, no a la Gran Madre nutricia, la depositaria de todos los gérmenes, la que renueva y regenera el mundo, sino la de los juegos perversos, de las iniciaciones mutiladoras, la de los sacrificios. Nefastas mujeres lunares —Kali, Artemisa, Silene, Hécate—, las diosas bárbaras con un collar de cráneos alrededor de su cuello perpetran la castración simbólica. Las hembras de «Insectiada» son como las mujeres diabólicas de Barbey de Aurevilly.
Amor maldito
La mujer obra en Juan José Arreola con pujanza fantasmática; es humus y es acicate permanente de su fantasía. Versátil e inalcanzable objeto del deseo siempre acuciante, siempre atizado, carnada que atrae y entrampa, ella, con obsesiva primacía, promueve las visiones eróticas de Arreola. El amador, ora embrujado, ora misógino, el empedernido mujeriego es alternativamente amo y esclavo, enfervorecido y humillado, vigorizado y destruido. Con obsesiva insistencia, en situaciones y relaciones variables, Arreola convoca mujeres de toda laya, desde la idealizada hasta la escarnecida. Su galería femenina, integrada no por personalidades singularizadas sino por prototipos, va de la virgen a la prostituta, pasando por los distintos modelos intermedios, como si Arreola quisiese agotar imaginariamente todas las posibilidades de la experiencia amorosa. Evoca tanto el amor sublime como el libertino, tanto el ideal como el lujurioso, tanto el que enaltece como el que precipita en la abyección. Así, el autor asume literariamente —por interpósita persona, por intermedio de sus dramatis personæ— todos los papeles masculinos. Es el copulador lúbrico, posesivo, déspota, falócrata absoluto y obsoleto, el macho hiperpotente que impone a la mujer el completo sometimiento, que la convierte en hembra sumisa, siempre disponible para satisfacer los caprichos sexuales de su señor. Fabula sueños de omnipotencia masculina, revive los privilegios del sultán en su desarrollo donde puede abusar de sus favoritas hasta saciar toda apetencia lúbrica, liberar toda pulsión, ejercer una conducta sexual totalmente desembarazada de pruritos psicológicos o morales; profanar, violar, mutilar y hasta sacrificar a la aquiescente presa de su deseo. Arreola consigue así dar curso a la ultranza erótica, a la jubilación visceral y sangrienta, moderada sólo por un humor paródico que desdobla el sentido y torna relativos los signos. El amor responde a instintos feroces, resulta una liturgia bárbara, mutuo martirio. La pareja contiende en encarnizado combate. Libra la ancestral guerra de los sexos, consuma el atávico, el orgiástico paroxismo de lujuria y de muerte. Pero este predominio del varón abusivo a menudo se revierte por imperio de la mujer fatal que arrebata el poder al macho cautivándolo y avasallándolo. Es ella ahora la vampiresa, la veleidosa, la promiscua, que lo tiene a su perversa merced. Sobreviene entonces el reinado de Hera, de las amazonas, de las cazadoras protegidas por voraces mastines, de las castradoras, las de la vagina dentada, aquellas que se sirven del macho, que lo extenúan y exterminan […]
En el imaginario de Arreola subyace la visión bíblica; la mujer es causante de rebajamiento de lo espiritual a lo sensual y a lo sexual de regresión atávica, de vuelta a lo instintivo, a lo animal. Tema preponderante en sus escritos, la relación de Arreola con la mujer es fatal, por lo inevitable y cambiante, está signada por la necesidad y el rechazo. En ella, reclamo, exaltación y abominación se mezclan, eterna búsqueda y eterno enredo.
Admirador reverente, Casanova inveterado, amante dolido, macho en constante celo al asalto de cualquier hembra, seductor y seducido, verdugo y víctima, Arreola vislumbra y encarna todas las ocasiones, fases, estados y mutaciones del hombre que se une a una mujer. Da cuenta de todas las variantes de la por fin limitada combinatoria amorosa. Se remite al comienzo de los comienzos, al repliegue fetal, a la inclusión del hombre en el cuerpo materno, a ese sueño de reposo protector en la uterina molicie generadora. En «Tú y yo» (Bestiario), Arreola se remonta a «las densas aguas de la maternidad», a la placentera flotación amniótica, al vínculo placentario de un Adán aún no expulsado del vientre paradisiaco. Pero el hombre se caracteriza por su perpetuo descontento, que lo condena a la incesante búsqueda de su complementaria para satisfacer un deseo insaciable en continuo desplazamiento. Acosado de nostalgia prenatal, substituye la completa inclusión en las Venus paleolíticas (las pródigas de mamas, grupas y abdomen portentoso) por una introducción vaginal. Mientras la Eva primigenia se entrega al gozo sexual y a la gustosa procreación, el hombre toma a su cargo empresas de progreso, elaboración de cultura libresca, juego con sofisticadas abstracciones. Mientras ella es la encarnada, él se desencarna, pero no puede prescindir de su otra mitad. Su incompleta constitución anatómica lo conmina a la urgencia sexual, a acoplarse con aquella que conjuga los poderes de la amante y de la madre. No obstante, en las fábulas, ejemplos, parábolas o apólogos de Arreola la pareja queda siempre mal parada. Una de las cláusulas de los «Cantos de mal dolor», o cantos del amor doliente, reza: «Cada vez que el hombre y la mujer tratan de reconstruir el arquetipo, componen un ser monstruoso: la pareja» (Bestiario). En «In memoriam» (Confabulario), el Barón Büssenhausen, al no hallar en su mujer apetecible y áspera la deseada satisfacción sexual, dedica treinta años de su matrimonio con la perfecta y fría casada a redactar una voluminosa «Historia comparada de las relaciones sexuales». Esta obra deja entrever su penoso proceso de sublimación, el pasaje del ardiente lecho conyugal a la reclusión en el gabinete del cenobita historiador. Su erudito libro trasunta un trasfondo de extravío y de zozobra, sueños voluptuosos y complejos ocultos. Frustrado por la indiferencia de su mujer, falsa paloma de Venus con alas de murciélago, el barón concluye que el matrimonio se impuso antaño como castigo a las parejas que violaban el tabú de la endogamia. Mientras los demás se entregaban a los deleites del amor libre, los culpables sufrían el tormento de la intimidad absoluta. Sólo a aquel que pretendía la posesión exclusiva de una mujer se le condenaba a saciarse de ella y a soportarla eternamente. Arreola coincide con el Barón de Büssenhausen el considerar el matrimonio como un ejercicio masoquista o neurótico. Al estrechar de tal modo los lazos, los cónyuges se someten a un roce continuo que los pule para adecuarlos o los reduce a polvo. Así el barón, alma porosa y caliza, fue pulverizado por el cuarzo de la baronesa. Toda relación entre una mujer y un hombre remeda modelos primordiales y remite a los albores de la humanidad, a los mitos del remoto origen de nuestra especie […]
Los modelos por estas prosas presupuestos son las cortes de amor de la poesía trovadoresca, la Beatriz de Dante y la Laura de Petrarca. Ese amor no requiere el consentimiento y el contacto con la mujer venerada. Le basta de tanto en tanto una ardorosa contemplación, basta emplazarla como construcción imaginaria, para nada sujeta a la confrontación con la mujer real, basta forjarse una imagen en la que todo condiga con las bondades que de la amada se requieren. Basta la deleitosa evocación, la complaciente, la completa posesión que sólo se logra por vía fantásmica, mediante ese sustituto espectral, mediante esa figura refleja que la literatura proyecta. Y si no se consigue consumar tales fantasiosas nupcias, queda el recurso regresivo de reinstalarse en la primera experiencia de amor pleno, volver por la rememoración al mundo enteramente favorable, el amor incondicional de la madre […]
Merced a la prematura muerte de Beatriz, Dante, liberado de atadura corpórea, de cotejo con lo visible y tangible, pudo sin retaceos ejercer su amor sublime, alcanzar por esta mediadora entre lo terrestre y lo celeste una excelsa beatitud. Pero la mujer real no suele corresponder a los requerimientos y expectativas de quien por ella suspira. La visión del amor que comunica Arreola es a menudo la del mal amado, la del dolido; es escéptica y comporta casi siempre decepción. En «De cetrería» (Bestiario), mediante la fábula del gerifalte que arrebata al palomo su anhelada paloma, Arreola da cuenta del desconsuelo de aquel que idealiza en exceso a una mujer mientras ésta se deja seducir por un galán activo, por un Don Juan autosuficiente y vulgar que abusa de su labia y usa recursos remanidos para engatusarla. En «Teoría de Dulcinea» (Bestiario) propone una confrontación entre amor quimérico y amor carnal; se trata aquí de Don Quijote que prefiere a la Dulcinea de su fantasía en lugar de la mujer corpórea, una campesina de carne prieta, rozagante y olorosa, que lo busca y con insistencia se le ofrece. Delirando en pos de brumosos fantasmas femeninos, el caballero andante ni se percata de la presencia solícita de su carnosa vecina. Imposible, según Arreola, es conciliar mujer ideal con mujer real. La solución para los desengañados es congregarse en comité y suspender definitivamente toda búsqueda de la perfecta complementaria, de esa mujer capaz de subsanar las carencias fundamentales del hombre. En caso de obstinación, ese comité propone remplazarla por personajes de ficción, por los gozos traspuestos que las bellas criaturas de la literatura nos prodigan. Otra solución intermediaria consiste, como lo explica el «Anuncio» de Confabulario, el procurarse una muñeca Plastisex tamaño natural. Cada comprador elige entre las famosas bellezas del pasado y del presente, todas disponibles, la de su predilección. Esta mujer artificial es un robot indeformable de cuerpo mórbido y caldeado que posee un himen, que late, respira, transpira, emite gamas de olores, segrega gustosa saliva, tiene reacciones de acogida y de rechazo. Ella procura placeres eróticos —besos de leche y miel, de oporto o de benedictine—, estéticos —conserva siempre la tersura y la lozanía—, y es mucho más económica que una esposa común. También se puede recurrir a la solución radical de «Para entrar al jardín» (Palindroma). Consiste en llevar a la cama, mediante besos y caricias oportunas, a la mujer amada que amenaza con abandonar el hogar y cuando, mimosa y sumisa, está a punto de caramelo, estrangularla. Luego se le momifica sin embalsamamiento previo, envolviéndola con una banda ortopédica y untándola con laca. Después se construye a la entrada del jardín un encofrado, se le llena de cemento y se sumerge el cuerpo en el concreto fresco. Se instala encima un lingote también de cemento que sirve como umbral y con teselas de mosaico se escribe el acostumbrado Welcome […]
En amores, el hombre es a la vez victimario y víctima: es como «El rey negro» (Bestiario), que juega al ajedrez y que en algunas ocasiones sacrifica las piezas mayores por un peón femenino, y en otras sacrifica a la dama o a la reina. Es alguien que, por su inconstante cariño y por su continua sed de nuevas excitaciones, se mete en inextricables enredos, en situaciones peligrosas. Planea una vida que no domina y es a su vez dolorosamente descartado. De tanto jaque mate que sufre, bueno sería que escarmiente y que abandone el juego. Haga lo que haga, el hombre está siempre sujeto a sus contradicciones, está siempre colocado entre la disyuntiva de hablar o comer, entre discurrir o practicar, entre escribir o fornicar. No puede librarse de su conciencia conflictiva, quitarse los complejos, exonerarse de su arraigada culpabilidad. El amor lo descoloca, lo disloca, lo disocia, lo atribula y lo aliena. Arreola hace frecuentes alusiones al psicoanálisis, con el que polemiza y somete a un divertido y corrosivo tratamiento irónico, revelador de un desencantado conocimiento de la doctrina y de una crítica acerba a sus virtudes terapéuticas. En «Casus concientiæ» (Bestiario), el paciente comparece ante su analista, ese confesor laico que remite toda trabazón psicológica a esquemas de relaciones arquetípicas; pero lo que se transcribe en su confuso monólogo interior, la versión esquizoide de un amor delirante que llega al extremo paroxismo de ultimar —¿real o simbólicamente?— a la mujer amada. Se trata, como es frecuente en Arreola, de un triángulo sentimental, de alguien que, martirizado por un irredimible remordimiento, busca autodestruirse atribuyéndose el crimen, primero como ejecutor efectivo, luego como involuntario agente de un poder atávico. Los papeles de victimario y víctima son reversibles, nadie sabe alternativamente quién es o todos somos pastores y cazadores, abeles y caínes que enmascaran su condición e intercambian su culpa. Los personajes de Arreola manifiestan el lado misterioso del alma humana, revelan ese confuso revolvimiento de la vida psíquica, esa íntima, intensa y férvida mezcolanza de fuerzas en pugna. Nadie puede arreglar su existencia. En el hombre, según Arreola, el contrasentido y el conflicto son connaturales innatos […]
En la guerra de amor, el hombre suele ser vencido. La relación amorosa, según Arreola, produce a la par deleite y desastre, comporta embriaguez y cataclismo. El amor desquicia y desbarata. Arreola está atraído por las relaciones triangulares, por ese intríngulis sentimental del matrimonio interferido por un amigo del marido que seduce a la mujer. Así sucede en «El faro» (Confabulario) y en «La vida privada» (Varia invención). En «El faro», para condensar y espesar el embrollo, el trío vive recluido. Genaro, el marido, cuenta chistes de cornudos y condesciende a la infidelidad de Amelia, su esposa. La complicidad de Genaro torna más turbia, más pesada, la relación de los amantes. El marido facilita los encuentros. La pareja deja de ser clandestina; no goza ni de la dignidad trágica de la culpa ni de la excitación de lo clandestino; entra en una suerte de rutina matrimonial. En ese trastrocamiento de la aventura riesgosa en costumbre doméstica reside la diabólica venganza del marido desairado. La mujer degrada al hombre, lo envilece, lo mutila. El máximo horror del hombre proviene de la pérdida de su potencia sexual. Abandonado por la mujer insatisfecha, se vuelve sabino; asiste inerme al rapto de las sabinas por los bárbaros romanos. Débil y decadente, no puede enfrentar a los vigorosos y aguerridos violadores. O es alegóricamente castrado por la Salomé o la Judith que descabezan al hombre. Queda así reducido, como Urías el hitita, a la humillante condición de voyeur, el fisgón de coitos ajenos. O se rebaja aún más a convertirse en eunuco blandengue y servil. En «Epitalamio» (Bestiario), la pesadilla de la castración se consuma. La amazona asalta a los varones, los viola y luego les secciona el falo: «Como un leñador que… siega de un tajo el tallo de la joven palmera». Convertido en esclavo doméstico, el castrado asiste a los embates eróticos de su mujer con otros amantes. Ellos, los potentes, se pueden dar el lujo incluso de desdeñarla. Por las mañanas, el eunuco cornudo descubre las trazas de los excesos a los que se libra su amada, y le toca el peor papel, el más humillante: volver en orden la alcoba, asear la escena de esos amoríos que le están definitivamente vedados.
Más allá de la letra
Más que una propensión metafísica —como la de sus modelos: Kafka, Borges—, Arreola suele infundir a sus escritos cierta dimensión teológica. Ella dimana de su fe y de su inquietud religiosas. Arreola está moral e imaginariamente penetrado por sus orígenes católicos, está modelado por su educación doctrinal. Sujeto luego a una formación de intelectual ecuménico, a influencias cosmopolitas, al embate de la modernidad y al ejercicio de la conciencia crítica, ese imaginario cristiano se adentra y arraiga en su fantasía; constituye el humus de su fabulación literaria.
En Arreola, lo carnal, la imaginación encarnada o la carnadura afantasmada, la presencia demandante del cuerpo en perpetua pugna con el alma, ejercen tal presión que le impiden abstraerse en aras o en alas de lo inmaterial. Amor maldito en tanto plaga, llaga o lacra —siempre con intensa marca sensual, sexual—, no tolera ser sublimado, despojado por completo de su deseante consistencia, de su insaciable sustancia. El imaginario de Arreola está conformado pero no confortado por su originaria educación católica; por el Niño que lacta del seno níveo de la Virgen, por santos lacerados y sanguinolentos, por pomposos oficios y estremecedora liturgia, por beatíficos que acogen e indultan y por satanes que tientan con gozos lascivos, por mujeres perdidas que atraen por su pecaminosa lujuria. Demasiada potencia mítica está en juego como para espiritualizar o filosofar en abstracto.
Nacido en Zapotlán, el día de san Mateo Evangelista, su infancia coincide con la Revolución Cristera, que convulsiona con violencia la zona de Jalisco. De familia devota, sobrino de curas —como Ramón López Velarde— y de monjas, recibe instrucción religiosa y se le infunde una profunda unción. Un entrañado repertorio de imágenes pías sufren luego la confrontación por las aportadas por las primeras e igualmente impresionantes lecturas profanas: las de un poeta maldito, Charles Baudelaire; un poeta panteísta, Walt Whitman, y los dos forjadores de su gusto, Giovanni Papini y Franz Kafka.
El sentimiento y la dimensión religiosos se revelan en Arreola no tanto como señas en superficie sino como trasfondo esencial, como factor de insatisfacción, la del apetente de iluminación desalentado por el lamentable espectáculo del mundo. Arreola expresa su desilusión entre los hombres que pervierten sus dones, ante la mezquina e hipócrita máquina social. Así, suele ceder a un pesimismo irónico, por momentos irreductible, negando a la humanidad toda perspectiva de redención; suele caer en un pesimismo apocalíptico. Y a la vez, esa degradante condición del género humano, esa desoladora medianía entregada sumisamente a perpetuar las vacuas convenciones, esa manipulación de las conciencias por el sistema unificador de la sociedad masiva —la de los hombres maquinales en la tierra baldía—, ese acrecentamiento del poder de destrucción parecen motivar en Arreola un reforzado anhelo de gracia, una sed de ser en lo trascendente, un reclamo de fe, un llamado a Dios. Su propia situación, tal como sus escritos lo reflejan, la del carente fundamental, del ser escindido, tironeado entre convicciones, sentimientos y apetitos contradictorios, la constancia de la falibilidad, de la precariedad humana, la conciencia de culpa, ligada, más que a la constancia del pecado, a la noción de caída, del irredento que no consigue establecer con Dios una adecuada relación, genera en las honduras de su atribulada psique un anhelo de supremo rescate, de salvación misericordiosa. Arreola es por fin un heterodoxo, en el sentido original del término, un disconforme con la doctrina eclesiástica, que toma frente al dogma las libertades que su fantasía le dicta. Se sirve del repertorio bíblico, de la leyenda áurea y de la teología en tanto materias literarias, como un fabulador que arbitra a su guisa sus ficciones. Juega con la patrística y con la hagiografía; concibe con la historia sagrada otras versiones, otras invenciones […]
Arreola es vehemente; dota a sus personajes de una animación barroca, arrebatada, quevedesca. Se identifica con ellos a partir del relato en primera persona que permite una inmediata transferencia intersubjetiva, que confunde los yoes, el del emisor con el del emitido. De ahí que cuando trata lo religioso procede como con lo amatorio, metiéndose casi de lleno en la cosa. Este «casi» que atenúa la entrega de una persona se debe al humor con que también aborda lo divino (¿humor kafkiano?, ¿humor judaico?). El humor relativiza, desdobla, torna el decir reversible. No comparte con la unción reverente o es la suprema ironía, otro modo de hablar de aquello que inconmensurable se enseñorea, aquello que por su magnánima magnitud escapa al decir, lo anonada.
Dos prosas en Confabulario, «El converso» y «El silencio de Dios», dan cuenta cabal de esa religiosidad que a través de ciertas ficciones a la par fabula y se busca. En «El silencio de Dios», ante el vacío inexorable, un hombre que naufraga por falta de derrotero, un alma que se extravía porque ignora las claves de la vida, dice su desamparo e inquiere acerca de su condición y de su destino. Sujeto al vértigo de la incertidumbre, comprueba su impotencia para hacer el bien por falta de destino o porque una tendencia innata lo desvía y desbarranca. Con maligna perspicacia, su demonio íntimo lo hace caer en tentación. Todo lo mejor de sí mismo es desvirtuado por ese diablo que conoce a fondo a su víctima, le inyecta pensamientos perversos y le sabotea la existencia. El diablo nos desdobla, nos pone en discordia: «No hay salvación. En nosotros», como indica Arreola en «Telemaquia» (Bestiario), «se está perdiendo la partida. El diablo juega ahora las piezas blancas».
Este ángel extraviado, lastrado por el maligno, esboza su biografía moral. Además de los nefastos influjos luciferinos, de meterse el diablo hasta en los sueños para volverlos angustiosos y crueles, están los intermediarios que se interponen entre Dios y sus criaturas, que juzgan y regentean los actos ajenos. Arreola discute a los clérigos esa delegación de poderes, como el de la confesión, que los autoriza a absorber o condenar al confeso. Según «L’Osservatore» (Bestiario), la Iglesia monopoliza venias, penitencias y salvaciones; comanda la conducta de sus feligreses pero ha perdido las llaves de san Pedro. Y el cielo no puede abrirse con ganzúa. En «Sinesio de Rodas» (Confabulario), Arreola reseña la concepción de este heterodoxo para quien los ángeles moran entre nosotros y son «concesionarios y distribuidores exclusivos de las contingencias humanas». Ellos tejen la trama de la vida. Entre la inextricable urdimbre, ellos ven la figura unificadora. Mientras traen y llevan «voliciones, ideas, vivencias y recuerdos, dentro de un cerebro infinitamente comunicable», ellos ven cómo se urde la historia del mundo […]
Aunque atenuada por el humor que establece una distancia irónica, que aligera lo grávido y atempera lo pesaroso, la visión del mundo de Arreola comporta un lúcido pesimismo; considera que la discordia, el desconcierto y el desamparo constituyen la condición misma de lo humano. Arreola se manifiesta como hombre de su tiempo, como habitante sin esperanza de un mundo amenazante en una era catastrófica. Como otros escritores coetáneos, también Arreola trasunta el ser endeble y fisurado, esa angustia existencial que concuerda con la tónica literaria internacional que inspira a la mejor literatura que por entonces se concibe […]
La fe está sometida por Dios a un código de conducta, a una legislación jurídica-religiosa; es objeto de constante vigilancia, de control y cómputo de acciones, de circunscripciones estrictas y de sanciones que punen cualquier desacato. Los ángeles más que protectores de las almas, son los rudos guardianes del sistema. «Una de dos» (Bestiario), titula Arreola a su versión de la lucha de Jacob con el ángel (Génesis 32, 25-32). Se trata de una pesadilla. Como en el texto bíblico, el ángel es un forzudo, aquí con bata de boxeador. Después de juerguear juntos, de vomitar ambos en el cuarto de baño, el fortachón intenta estrangular a su compinche. El combate parece a muerte y es a la vez pelea brutal y enfrentamiento metafísico, un examen a fondo en el que se ponen a juego perspectivas de salvación o de pérdida. El agredido consigue por fin zafarse de las manos que atenazan su garganta haciendo cesar su sueño. Una vez despierto, conserva las magulladuras y tiene la certeza de disfrutar de una tregua en esa pelea que de antemano está perdida. Este ángel es lo contrario al ángel de la guarda. Ángel exterminador, ejecuta una sentencia. «Una de dos» es una psicomaquia, una dramatización de instancias íntimas. La pelea se libra en sueños contra la muerte. La disyuntiva es vida o sueño. Este estrangulamiento atañe a la suerte o al destino por fin adversos. Toda resolución del conflicto resulta precaria. Despertar implica un aplazamiento, una salvación pasajera […]
En «Pablo», Arreola emplea magistralmente sus recursos humorísticos de descendimiento de lo excelso a lo manido; usa un tratamiento ambiguo del sentido que lo vuelve reversible, oscilante entre lo serio y lo cómico; establece una distancia o deslinde irónicos que mantienen a raya la exaltación o el apoderamiento anímico; opera una delicada caída en el ridículo para ofrecernos la parodia de una experiencia mística. A través de esta fábula, da cuenta de su conocimiento teológico, de sus propensiones y preocupaciones religiosas, de su crisis en la relación de la fe y la trascendencia, del influjo que en él ejerce el misterio de lo divino. Estas parábolas humorísticas provienen sin duda de un insatisfecho buscador de Dios […]
A mundo plural novela coral
En su novela única La feria (1963), Juan José Arreola se propone narrar nada menos que la vida de Zapotlán, ciudad de donde es oriundo. La vigencia de este lugar originario está clara y cariñosamente indicada en «De memoria y olvido», el esbozo autobiográfico que prologa Confabulario: «Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años. Pero nosotros seguimos siendo tan pueblo que todavía le decimos Zapotlán» […]
Para recuperar con la escritura ese diverso mundo pueblerino, Arreola pone en juego una estructura caleidoscópica. Yuxtapone microsecuencias que alternativa e intermitentemente dan cuenta (o dan cuento) de historias ora individuales ora colectivas, de pasados que convergen en el presente y sobre él inciden, de acaeceres paralelos y coetáneos que se interceptan y entraman. Con este archipiélago narrativo, mediante la constante variación de locutores y de enfoques, recurriendo a versiones complementarias y contrarias, Arreola se propone representar la compleja y móvil, la dispar y simultánea realidad de Zapotlán, ese referente omnicomprensivo que establece la ligazón novelesca. Quiere revivir el mundo oriundo, la ciudad natal como lugar de procedencia y la pertenencia raigales, como comunidad multiforme, como vívido mosaico constituido por varios grupos étnicos, culturales y sociales en confrontación y en simbiosis. Para ello imprime al relato ese movimiento cambiante, simultáneo y contrastivo de las historias parciales, públicas o privadas. Ellas transcurren sincrónica o diacrónicamente ligadas por el acontecimiento que les asegura cierta conexión y continuidad: la celebración de la festividad de san José, patrono de Zapotlán. Este ensamblaje de heterogéneos fragmentos va proyectando la figura englobadora, una representación dinámica y abierta de esa a la vez peculiar y paradigmática ciudad provinciana. El montaje no consuma los engarces, deja laxa la concatenación porque lo real para Arreola es este cúmulo relativo e inestable de coexistencias disímiles, de aleatorias convergencias; es esta discontinua interacción de pasado que liga y presente que desliga.
El núcleo argumental, factor de la amalgama, es la feria de Zapotlán, la función consagrada al santo patrono. La novela nos remite al origen más remoto, a la historia eclesiástica, a la instauración del culto católico a José de Nazaret; da los antecedentes de la elección de san José como protector de la ciudad, el juramento de fidelidad al patrono y su coronación; relata los preparativos de la fiesta, indica el papel de cada participante, cuenta el desarrollo y el cierre. Al término de la celebración concluye la novela. Zapotlán obra de marco, encuadra el microuniverso narrado, constituye la tácita circunscripción que delimita el espacio sobre el cual el relato se asienta y el nexo entre la pluralidad de historias que la novela urde. Zapotlán es el personaje omnipresente de esta galaxia de signos. La feria carece de capítulos y de subtítulos; se organiza como incesante sucesión de secuencias de muy diversa extensión (desde tres líneas a tres páginas). Está así sujeta a corte y variación continuos. A fin de insumir al lector en un juego de partidas simultáneas —Arreola es un ajedrecista avezado—, escasas son las indicaciones orientadoras. La novela opera como obra abierta de trama laxa, con múltiples hilos narrativos entrecortados e interferidos por secuencias autónomas. Éstas actúan como apartes o como fragmentos nómades, flotando a la deriva en el intermitente y mudadizo flujo novelesco. Novela polifónica, multiforme, pluricéntrica, La feria impone al lector constante cambio de dirección, de foco y de dimensión. La figura estallada y la escritura variable acentúan la impresión de mezcla en continuo desplazamiento y de totalidad desbordante. La estructura de mosaico móvil, activada por los contrastes simultáneos, propone una visión unanimista. Este ensamblaje de segmentos dispares de ritmo quebrado y de articulación fracturada; sin nexos de relación explícita, funciona a la manera del collage. Formalmente, La feria emparienta con Rayuela de Julio Cortázar, esa otra muestra magistral de la estética de la fragmentación, de la discontinuidad y de la disonancia. Ella también data de 1963 […]
En sucesivas idas y venidas, mediante un hábil juego de progresiones y de retrospecciones parciales, Arreola rememora el pasado de Zapotlán a partir de su fundación, y consigna todos los precedentes de la consagración de san José. Esa cronología revuelta, con su articulación a saltos, va aportando hasta los antecedentes más remotos, desde la historia evangélica del carpintero de Belén, reseñada por algunos de sus hijos, desde la historia litúrgica del relativamente reciente culto a este santo hasta la historia local de su veneración. Arreola capta el presente de Zapotlán siempre con amplia perspectiva de pasado. A la par que representa humorísticamente una anacrónica actualidad aldeana, infunde a su materia narrativa ese espesor histórico propio de toda realidad mexicana. Su novela pone en escena los variados factores que intervienen en la organización de la fiesta —instancias del clero, instituciones oficiales, asociaciones civiles—, revela actitudes y acciones de los participantes de distinta extracción para mostrar cómo se articula y cómo funciona el contexto social de Zapotlán el Grande, segunda ciudad de Jalisco y otrora capital del estado […]
El otro hilo que cruza este entramado novelesco desde el principio hasta el final es la historia de lo indios del valle de Tlayola o Tzapotlán y de su antiguo litigio por la tenencia de la tierra que fue originariamente de su propiedad. Con esta historia arranca La feria, y con la fundación de Zapotlán comienzan los pleitos entre encomenderos y comunidades indígenas desposeídas y reducidas a condición servil. Arreola hace oír las protestas de Francisco de Saavedra, quien denuncia los apropiamientos indebidos que los españoles perpetran quitando a los indios con trampa o a la brava sus tierras comunales. Arreola recapitula este litigio perpetuado a lo largo de toda la historia de México, a partir del mandato del rey que autoriza en 1583 a Agustín Hernández a montar caballo con aperos, vestir a la española y desplazarse con libertad […]
Arreola enfoca la feria como el nudo de una comedia humana que involucra a sus distintos personajes y que pone en evidencia los conflictos movilizadores de la acción novelesca […]
A menudo innominados, los personajes monologan o dialogan ocupando las breves secuencias, escenas o partes cuyos locutores cambian sin cesar. Obran en suma como pueblo, como representantes típicos de la pequeña humanidad de Zapotlán. En torno de algunos de estos personajes, Arreola teje historias adventicias, separadas de la principal, de las alternativas propias de la feria. Una de las más extensas y mejor delineadas es la del dueño de una zapatería, negocio que descuida para meterse de agricultor. Dados la novedad, la excitación y el riesgo de la nueva empresa, este improvisado campesino lleva un diario donde, en un estilo escueto, bastante objetivo, tipo manual de instrucciones, consigna todas las operaciones concernientes al cultivo de maíz, desde la contratación del mayordomo y de los peones que integran la cuadrilla, hasta la fiesta del acabo con que culminan las tareas de la plantación y arreglo de las milpas. Este diario del agricultor tiene carácter más bien técnico, por la precisa y concisa descripción de las labores del campo —limpia del terreno con guango, machete corto y ancho; deslome, cruce y ralladura de la tierra; siembra, escardas primera y segunda—; pero termina en estampa costumbrista con la sabrosa crónica de la fiesta final. Para esta ocasión se ornamentan las yuntas de bueyes y en este festejo se entona a coro una acción de gracias, se tiran cohetes, se chacotea, se bebe, se come y todos cantan borrachos. Después de tantos tecnicismos, el negocio de la siembra concluye con un fracaso y el zapatero no puede volver a sus zapatos porque hasta su zapatería pierde.
Otro diario lo lleva el joven aspirante a escritor que se enamora de una niña. La ve por vez primera por la única ventana de una casa situada en una calle sombría. Ella vive con su mamá y estudia para modista en una academia de costura. Después de un largo asedio, accede a ser novia pero en secreto. Por fin, la niña vuelve a Colima, de donde su familia proviene. Esta partida frustra al joven, que se duele de sus decepciones sentimentales. Escritor en cierne, su diario oscila entre la expresión corriente y cursi de un jovenzuelo en confesiones de amor y cierta voluntad de estilo, que no sale de lo remanido. Arreola, como es su propensión y hábito, pone aquí en juego el humor paródico. Hábilmente maneja, y en justa dosis, estereotipos culturales y lingüísticos incurriendo gustoso en los efectos kitsch. Otra historia adventicia, fragmentada, intercalada en La feria y desgajable del conjunto es la picaresca de María la Matraca. Rentista, ella provee de cera de sus panales a don Fidencio, el fabricante de velas. Esta vieja urraca aprovecha toda circunstancia para enriquecerse. Cuando en Zapotlán se instituye la zona de tolerancia concentrando a todas las prostitutas en la calle de Lerdo, María la Matraca les alquila cuartos que ha arreglado al efecto. Con tierna gracia, Arreola revive las tragicomedias de este submundo prostibulario: la de la Gallina sin pico en quien, mientras baila, se posa una mariposa negra y enseguida la sacan muerta; la de Paulina, que queda embarazada y se envenena con estricnina y procura morir antes de parir al hijo. Luego la velan, como es costumbre en los burdeles, con vestido prestado por muchacha honrada. Está también la famosa Concha de Fierro a quien por fin, después de muchos empeños, desvirga el torero Pedro Corrales. Tales estampas de la mala vida se complementan con la comidilla que ellas motivan en el pueblo y con las historias de amores indebidos, como la de Chayo, la hija de don Fidencio, desgraciada por Odilón, hijo de Abigaíl, prototipo del charro bravucón y mujeriego. El Zapotlán de Arreola es como un gran guiso criollo donde las hablas y las habladurías se cuecen mezclándose en constante hervor.
Todos los grupos sociales, todos los estamentos y oficios cuentan con un personaje representativo, como ese médico que interroga a sus pacientes sobre lo que poseen para ajustar sus honorarios a cada peculio. También aparece una esfera de burguesía liberal algo más moderna y con aspiraciones de cultura. Pero el Ateneo Tzaputlatena a duras penas intenta animar una actividad cultural con invitados ilustres, como el poeta Palinuro, que se emborracha y se duerme, o el historiador de Sayula, que abruma a su auditorio con una interminable lectura; ella por suerte cesa, de golpe, merced a un oportuno apagón. Dentro de este ámbito irrumpe la coqueta Alejandrina, poetisa de Tamazula. Llena de lentejuelas y de chirimbolos, con sus frases halagadoras y su perfume almizclado turba a todos los hombres del ateneo. Patrocinada por una marca de automóviles, aprovecha de sus giras para vender dos productos de su creación: el libro de versos Flores de mi jardín y una crema a la que debe la belleza de su cutis. El programa del Ateneo culmina, durante la feria, con la celebración de unos Juegos Florales. Cuentan con público escaso y el poeta local obtiene el tercer premio.
El protagonista de La feria es sin duda Zapotlán el Grande. La novela obra como personificación de conjunto que al incluir en su seno a cada personaje lo vuelve complementario partícipe de una realidad colectiva. Arreola trata a sus personajes como piezas del gran rompecabezas; no le interesa singularizarlos ni física ni psicológicamente. No ahonda en ellos, porque apunta, como Dos Passos, al variado desfile, al muestrario que proyecte lo supraindividual, la ciudad en acto. La feria es un teatro de variedades. Por sus páginas pasa todo el mundo de Zapotlán. Esto corresponde al propósito narrativo de su autor: revivir el totilimundi o proyectar el cosmorama de su ciudad natal. Más que galería de personajes —como puede serlo la novelística decimonónica, la del realismo exhaustivo de Dostoievski o de Pérez Galdós—, La feria es coro de voces, populosa polifonía. Por eso en ella la lengua tiene importancia fundamental. Arreola delega en sus múltiples locutores la enunciación del relato; cada uno lo narra con su voz y a su manera. La caracterización más marcada es la idiomática. Con discreción, sin caricaturizar, Arreola connota las variantes del español de Jalisco. El habla de cada relator resulta así genuina. Continuos cambios de motivo y de modo de enunciación dotan a La feria de una estimulante movilidad; la convierten en lo que aspira a ser: un activo microcosmo de coexistencias disímiles y a la vez completivas.