En Ciudad Guzmán, el niño José Luis fue inscrito en 1923 en el Colegio de San Francisco, una escuela de párvulos (o kínder) que llevaban unas cultas y sensibles monjas francesas, que admitían en su mayor parte a niñas. El caprichoso genio de la vida y de la literatura quiso que el otro niño admitido, y sentado en el mesabanco con mi padre, fuese nada menos que Juan José Arreola, que era ya todo lo que llegaría a ser, pero en mejor. Desde entonces los dos niños, recuerda Juan José, le tomaron gusto a la lengua francesa y a su literatura. Pero las leyes callistas clausuraron la escuela de las religiosas y, para la primaria, los dos niños fueron inscritos en el recién establecido Colegio Renacimiento, que dirigían los maestros don Gabino y don José Ernesto Aceves, padre e hijo, normalistas, «hombres no necesariamente muy cultos», recordó mi padre, «pero sensibles y con buenas ideas pedagógicas. Nos despertaron el gusto por las palabras. Por esa época había buenos libros escolares que nos abrieron el gusto por la lectura, y más tarde, por la escritura». Con los maestros Aceves, mi padre y Juan José aprendieron a gustar de los poetas franceses —Victor Hugo, Baudelaire y Paul Fort—, que leían en voz alta —origen remoto del grupo Poesía en Voz Alta, que fundaría Arreola en 1956.2 Y pronto su amorosa abuela materna, Isabel Rodríguez, comenzó a decirle a mi padre: «Mi nieto, el poeta».
«Algo hubo de predestinación en mi primer contacto con el mundo de la cultura», consideró mi padre en una conferencia de 1949 sobre «El trato con escritores», en la que describió el complejo mundo imaginario en el que se confabuló con Juanito en el Colegio Renacimiento. Para la clase de Historia, los dos amigos montaron una obra teatral sobre la conquista de México, en la que mi padre representó solemnemente el papel de sumo sacerdote mexica. (La chispa de lo que sería su gran Hernán Cortés, de 1990). Y el ceremonial antiguo derivó en el solemne culto de los dos amigos a una babucha, la Babucha, con sus elaborados dogmas, lenguajes y rituales, con todo y sacrificios humanos. La religión se contagió a toda la escuela, unos padres de alumnos se quejaron, y la religión de los babuchos fue prohibida. Perduró una frase de mi padre, que recordó Arreola: «Y la Babucha descenderá a los infiernos con su hoja de vergüenza y bochorno».
Debe decirse que la sublimación artística y lúdica de estos ceremoniales religiosos infantiles formaba un raro contrapunto con la muy verdadera Guerra Cristera, que empezó en 1926, cuando los niños llegaron a ver cuerpos de soldados cristeros colgados de los árboles y postes de luz, y el doctor Juan Martínez apoyaba secretamente a los cristeros (los escondía, alimentaba, abastecía). Visitaba frecuentemente a los campesinos de las rancherías para darles consulta o atender una urgencia y aprovechaba para leerles el catecismo, con la ayuda de su hijo José Luis. Comenzó entonces la vocación educativa de mi padre. Iban a caballo, o en bicicleta, y más adelante en el automóvil Ford Sedán Tudor, que fue una novedad por allá. El doctor Martínez fue encarcelado el 1 de agosto de 1926, aparentemente por realizar misas clandestinas, y estuvo a un pelo de ser fusilado cuando el ejército federal entró a Ciudad Guzmán, y lo salvó el prominente político y educador don José Guadalupe Zuno (1891-1980), que había sido su compañero de escuela en Guadalajara, porque se requirieron sus servicios como médico cirujano.
Marco Antonio Campos, «Con José Luis Martínez» (entrevista), La Orquesta, México, julio-agosto de 1986, p. 32; Felipe Garrido, ed., Celebración de José Luis Martínez en sus setenta años, Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1990, p. 79; y Marco Antonio Campos, De viva voz. Entrevistas con escritores, Ediciones Coyoacán, México, 2000, p. 83. Se conservan algunos libros escolares de jlm, así como un cuaderno de «Composición» y ejercicios matemáticos, «Libro núm. 1, 5º año, Ciudad Guzmán, 17 de octubre de 1928».
Enrique Krauze, «José Luis Martínez, El sabio y sus libros», Letras Libres núm. 104, agosto de 2007. Y en Retratos personales, Tusquets, México, 2007, pp. 95-113. «Jaliscienses eminentes», Letras Libres núm. 229, enero de 2018, pp. 60-62.
jlm conservó una foto de los alumnos de la clase del Colegio Renacimiento en Ciudad Guzmán, en 1925 o 1926, todos de corbata, en la que sale en primera fila el pequeño Juanito y detrás de él el elegante jlm, de traje blanco, con cierto aire de Christopher Domínguez. En Campos, «Con José Luis Martínez», p. 80. jlm le precisó a José de la Colina que él y Arreola se veían en la escuela y en las excursiones de la escuela, pero no se visitaban en sus casas.
jlm, «El trato con escritores», en Antonio Acevedo Escobedo, ed., El trato con escritores, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1961, pp. 112-119. Juan José Arreola también rememoró los tiempos del culto a la Babucha en su Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso, Conaculta, Memorias Mexicanas, México, 1994. Y a mediados de 1999, jlm dará más detalles en entrevista con Javier Galindo Ulloa, «Mi amigo Juan José», La Jornada Semanal núm. 635, domingo 6 de mayo de 2007.
El doctor Juan Martínez anotó en una tarjeta, que conserva su hija Tarcila: «1º de agosto de 1926, a las cuatro de la tarde, mi prisión por la Fe de Dios y de su Iglesia. Dr. J. Martínez [firma]». Y al margen puede leerse: «Comprado por el Dr. J. R. Martínez el 13 de julio 1925». Tal vez usó un boleto para anotar la fecha de su prisión.
jlm y José de la Colina, Conversaciones autobiográficas. Al fallecer el doctor Martínez, sus hijos e hijas imprimieron una tarjeta con el texto: «Juan Martínez Reynaga, H 24 de junio de 1888. ? 10 de diciembre de 1962. Vivió 74 años. Gracias papá por darnos un testimonio heroico de amor a Dios y a tu familia. Tus hijos y todos tus descendientes. Con amor y reconocimiento».