Íbamos al monte todos los días. Mi hermano mayor apartaba las ramas, abriendo camino. Lo seguía con mi hermanito, que siempre estaba con el sombrero puesto —todos teníamos uno pero él no se lo sacaba. En el monte encontrábamos huevos de urraca, pichones de paloma, huesos y cosas nunca vistas, raras. Era un lugar ideal para esconder otras, robadas de la casa.
Al lado del molino y el tanque australiano estaba la quinta. El quintero se llamaba Antonio Reina, Nelson Antonio Reina. Estaba siempre borracho pero decía que sólo tomaba naranjín. Era de Catriló y había girado mucho por la zona, hasta aparecer en el campo. Su perro se llamaba el Jonathan y lo ayudamos a enterrarlo.
La cocinera nos contó que la madre del quintero lo había echado de su propia casa, en Catriló, cuando tenía quince años. Eso tenía que darnos una idea del tipo de persona que era Reina, dijo, y lo calificó de diablo. Fuimos a pedirle mate de parte del quintero, que nos había encarecido que le hiciéramos «el gran favor». La cocinera nos contó eso, volvió a lo suyo y nos dejó colgados.
Reina no firmaba sus recibos de sueldo con una cruz, como la mayoría de los mensuales. Ya desde la primera vez firmó con su nombre completo: Nelson Antonio Reina. Mi viejo lo contaba como si le diera la razón a alguien, rematando una discusión solitaria.
Nelson Antonio Reina era un lector insaciable. Leía las latas de veneno para hormigas y las libretas sanitarias de vacunación que el encargado llevaba a la manga, los rótulos de las botellas, lo que fuera, la cosa era leer. Y leía dos cosas en especial. Una era el Estatuto del Peón. Tenía el folleto del estatuto en el bolsillo, listo para desenfundarlo. La otra era la Biblia. Nunca lo vimos leer la Biblia en vivo pero la citaba de memoria, con aparente lealtad.
Reina estaba obsesionado con las hormigas, las malezas, las liebres y todo lo que amenazara su región, comprendida por la quinta, el jardín y los gallineros. La palabra plaga, a veces pronunciada por él mismo, lo ponía en guardia. Cuando algo no le gustaba, decía que era una plaga. La cocinera era una plaga, por ejemplo. Y la pobreza también.
Algunas noches se oían gritos; te despertaban como una leva del insomnio. La cocinera decía que era Reina porque los gritos venían de la quinta y el gallinero. Decía que Reina, borracho, salía a dar vueltas y después lo negaba porque perdía la memoria. Pero Reina nos dijo que esos gritos eran de un zorro, que el zorro gritaba como una persona porque era astuto. Nos dijo que el zorro gritaba como un hombre para despistar al Jonathan. Nos mostró una gallina destripada y un pollo en coma que el zorro había dejado en el gallinero, ¡sin comer! Mataba por necesidad y por matar. Nos dijo que era un bicho dañino, pero él y el Jonathan iban a agarrarlo.
El quintero era trabajador y borracho, es decir que cumplía y se tomaba licencias por resaca, las dos cosas. Una vez lo encontramos tirado sobre unas hojas que esa noche, seguramente, serían nuestra ensalada. Roncaba. Nos acercamos para examinarlo. Reina le agarró la pierna a mi hermanito. Mi hermanito chillaba como un pichón. Salimos rajando. Después esquivamos la quinta por un tiempo. Un día vimos a Reina levantando y bajando la pala y fuimos a ver.
Lo encontramos mirando el fondo de un pozo bastante grande, entre las plantas. Nos contó que el Jonathan se había ahogado en el tanque australiano. Por perseguir al zorro, se había caído adentro del tanque y no pudo salir. Después de la siesta lo encontró flotando en el tanque. El zorro andaba siempre de noche pero ese día había estado rondando la zona desde la mañana, para despistar.
«Pobre viejo», dijo Reina, mirando el pozo.
Mi hermano mayor se asomó para mirar, pareció que se tiraba, por la atracción del vértigo. Miramos todos. El cuerpo blanco del Jonathan estaba de perfil, con las cuatro patas estiradas. Era un pozo demasiado grande para un perro y sobre todo para el Jonathan, que era un perro chico. El tamaño del pozo lo rodeaba de silencio y dignidad.
«Quieto, Jonathan», dijo Reina, y se rió.
Se mandó un trago del bidón. Mi viejo decía que Reina mezclaba el narajín con vino.
«La sepultura cristiana», dijo Reina. «no se le niega a nadie».
Fue nuestro primer entierro.
Reina no tenía la Biblia encima y la memoria le falló para el responso. Amagó con un pasaje del Diluvio pero quedó bloqueado apenas empezó. No se acobardó por eso. Se puso los anteojos. Sacó el Estatuto del Peón Rural. Lo hojeó un poco y empezó a leer. Imitaba a un cura a la perfección:
«El alojamiento deberá satisfacer condiciones mínimas de abrigo, aireación, luz natural y de espacio equivalente a quince metros cúbicos por persona».
Cerró el Estatuto, miró el pozo y dijo «Amén». Repetimos «Amén» mientras él tiraba los primeros puñados.
«Vamos, Jonathan», dijo y tiró la tierra al pozo, sobre el perro.
No sabíamos bien qué hacer, entonces lo copiamos. Después de todo, el Jonathan era su perro.
Fuimos cubriendo el cuerpo del Jonathan, hasta que sólo se vio una pata. Fue lo último que vimos del Jonathan. Tiramos más tierra y ya no se vio más al Jonathan. Adivinabas que estaba ahí, solamente, por prejuicio.
Reina empezó a tapar el pozo con paladas de tierra. Mi hermano mayor golpeó con el pico y soltó un terrón del borde del pozo. Mi hermanito y yo buscamos agua en la bomba para apisonar la tierra. Antes ayudamos a Reina a emparejar.
Nos sentamos en ronda con él y tomamos del bidón que nos pasó.
—En Catriló tengo un hijo como ustedes.
—¿Cuántos años tiene? —preguntó mi hermano mayor.
—Como ustedes —repitió.
—¿Y cómo se llama? —le pregunté.
—Jonathan —dijo Reina—. Jonathan Reina.
Tomó un trago, nos pasó el bidón y después juntó todo y nos echó.
Fuimos al monte. Mi hermano mayor iba adelante. No vimos a Reina cuando pasamos por su zona, al volver; a lo mejor estaba tirado entre los zapallos y las sandías y no lo vimos. Esa noche oímos el zorro gritando cerca de la quinta. Aullaba como un hombre.