Jim Thompson: el Dostoievski del pulp / Mario Szichman

Hay treinta y dos formas de escribir un relato
y yo las he usado todas, pero existe sólo una trama narrativa:
 las cosas nunca son lo que parecen ser.

Jim Thompson, A Horse in the Baby’s Bathtub

 

Como todo genio de la narrativa, era un inventor frustrado. En uno de sus volúmenes autobiográficos, Bad Boy, Jim Thompson soñó con inventar «cosas tales como libros de historietas hechos en papel higiénico, cigarrillos con fósforo incorporado al tabaco para poder encenderlos directamente, corbatas que adquieren la tonalidad de la salsa que cae en ellas y una esponja en forma de lengua para mojar estampillas». Lo que inventó, en cambio, es un universo narrativo tan complejo como el de William Faulkner —aunque, al menos en un aspecto, llegó más lejos: en el relato en primera persona—, creando alternativas versiones del infierno difíciles de encontrar en sus contemporáneos.
    Thompson publicó la mayoría de sus 29 novelas —hay miles de páginas de manuscritos aún inéditos—, más los guiones de dos de las mejores películas de Stanley Kubrick (The Killing y Paths of Glory) en la década de los años cincuenta. Falleció en 1977 totalmente ignorado, y gracias a las editoriales francesas, primero, y posteriormente al redescubrimiento hecho en la pasada década por una pequeña editorial de California, Black Lizzard Books, se ha convertido en la niña de los ojos de cineastas y editores. (El actor Sean Penn y el director Quentin Tarantino oran en el altar de «Big Jim»). Además, dos biografías, Jim Thompson: Sleep with the Devil, de Michael J. McCauley (Mysterious Press, Nueva York), y Savage Art. A Biography of Jim Thompson, de Robert Polito (Alfred A. Knopf, Nueva York), han revelado que buena parte de la ficción más experimental, subversiva e irónica escrita en Estados Unidos en el siglo xx consistió simplemente en pasar en limpio los sucesivos descensos al infierno concretados por el escritor entre sus 15 y sus 45 años de edad.
    Todo, absolutamente todo lo que tamizó el teclado de la máquina de escribir de Thompson atravesó antes su cuerpo. Fue artista de vodevil (una de sus tareas no remuneradas consistía en abrochar el sostén a sus compañeras de elenco), un vagabundo en la época de la Gran Depresión, un contrabandista de licor para una de las «tripulaciones» de Al Capone, botones de hotel, dirigente gremial del Partido Comunista en Oklahoma y, posteriormente, periodista. Durante décadas, para poder mantener a su familia, tuvo que trabajar en dos o tres empleos a la vez, y su sueño, sus pulmones y sus riñones quedaron destruidos por las 18 horas cotidianas en que debía permanecer de pie, apuntalado por el alcohol y por diferentes tipos de estimulantes. Incluso el periodista emasculado de su novela The Nothing Man, quien comete una serie de asesinatos y descubre que su impotencia sexual se traduce en la imposibilidad de que alguien crea en sus crímenes, es uno de sus numerosos álter egos —en el caso de Thompson no se trató de una castración, sino de una vasectomía, hecha sin anestesia, con un médico cabalgando sobre su estómago para controlar sus convulsivos movimientos.

El infierno tan deseado

Entre 1929 y 1932, William Faulkner cartografió su territorio y diseñó todos sus personajes de importancia en cuatro obras maestras: El sonido y la furia, Mientras agonizo, Santuario y Luz de agosto. Lo que vino después fue una ampliación de su temática (en las ejemplares Las palmeras salvajes y El villorrio) o una exacerbación de su peor retórica, como en ¡Absalón, Absalón! o en Una fábula. Pero Faulkner podría haberse muerto tranquilamente en 1932 sin que su gloria sufriera un ápice. Entre 1942 y 1949 Thompson escribió tres novelas: Now and on Earth, Heed the Thunder, y Nothing More than Murder, y podría haberse muerto tranquilamente en 1950, o en 1951, en el más oscuro de los anonimatos. Tal vez figuraría en los diccionarios de literatura norteamericana como una interesante nota al pie, pues las dos primeras son buenas novelas regionales, en el estilo de Willa Cather, y la última, un excelente policial, pero las tres sumadas sólo brindan desperdigada información acerca de un genio en el proceso de desarrollar su total potencial creativo. Afortunadamente, en 1952, luego de casi diez años de estar entrando y saliendo de clínicas de rehabilitación para alcohólicos en San Diego, Thompson, ya en la cincuentena, se vino a Nueva York. Tal como me contó Arnold Hano, quien fue su editor en Lion Books, apareció en su oficina junto con su agente literaria, Ingrid Hallan, una especie de valquiria, tratando de ver si lo contrataban para escribir una novela.
    «Jimmy parecía un dócil San Bernardo», me dijo Hano. «Era cordial, amable, y estaba deseoso de congraciarse con todo el mundo». Hano le mostró algunas sinopsis de novelas que Lion Books encargaba a escritores (Hano tenía el talento de apuntalar sus sinopsis en los clásicos griegos o en la narrativa rusa y francesa del siglo xix). Tras estudiar las sinopsis, Thompson dijo que le interesaba la historia de un corrupto policía neoyorquino que se enamora de una prostituta y termina asesinándola. ¿Era posible que le prestaran una máquina de escribir?
    Dos semanas más tarde regresó a las oficinas de Lion Books, y Hano tardó algunos minutos en salir del estupor. Thompson no sólo había escrito la mitad de The Killer Inside Me, una de sus obras maestras, sino que había reestructurado totalmente la sinopsis. En vez de un policía neoyorquino, el protagonista era un alguacil tejano, Lou Ford, quien junto con Nick Corey, de Pop. 1280, son los villanos más horriblemente simpáticos del policial norteamericano (por no decir de toda su literatura). La técnica de Ford consiste en matar literalmente de aburrimiento a sus potenciales víctimas torturándolas con frases hechas antes de eliminarlas físicamente de la faz de la Tierra.
«Jim introdujo su maravilloso talento en esas simples sinopsis», dijo Jim Bryans, otro de los editores de Lion Books. «¿A qué otro autor se le hubiera ocurrido canalizar el sadismo de Lou Ford usando todos los clichés del lugar común?».
    La relación entre Thompson y Hano permitió al genio salir de la lámpara. Entre 1952 y 1955, Thompson hizo algo similar que Faulkner, aunque en 13 novelas y dos autobiografías, cada una de ellas escritas en un lapso de entre seis y ocho semanas, en cuartos de hotel de Nueva York, donde podía amurallarse contra su alcoholismo y contra su extensa e inoportuna familia. Las más notables, además de The Killer Inside Me, son: Savage Night, relato de un asesino enteramente dotado de prótesis que al final de la narración se desvanece en el aire como el gato de Cheshire; The Criminal, donde usa nueve relatos en primera persona para contar cómo un adolescente es víctima de un complot a fin de que confiese un crimen que no cometió —y donde se revela que el director de un periódico es en realidad Dios—; The Golden Gizmo, un policial que comienza de esta manera: «Fue poco antes de concluir su labor de ese día que Toddy conoció al hombre sin quijada y al perro que hablaba» (hay que retroceder al Diario de un loco para encontrarse con un texto parecido); A Hell of a Woman, una reescritura de Crimen y castigo que concluye en dos relatos superpuestos de un héroe totalmente escindido; The Grifters, una actualización de Edipo rey, con una Yocasta del siglo xx reemplazando a su hijo en el crimen final, y la famosa The Getaway (La fuga), infamemente mutilada en sus dos versiones cinematográficas. Nunca un final feliz traicionó de esa forma a su autor. Pues la suerte que corren Carter «Doc» McCoy y Carol, su esposa y socia en el robo de un banco tras escapar a México, es su ingreso simbólico en la ciudad de El Rey, y su descenso literal al infierno. De nuevo, no hay nada en la literatura policial norteamericana, nada absolutamente, que se parezca a las 40 páginas finales de The Getaway.
    Y es que, en realidad, Thompson nació con varios siglos de atraso. Se hubiera movido como pez en el agua entre Quevedo y Rabelais, o junto a los autores de dramas litúrgicos que acudían a la pornografía para divulgar su credo religioso.
    Curiosamente, esas novelas que parecen pensadas por Beckett y escritas por Céline, tenían como público gente de escasas ambiciones literarias. Sus editores competían con revistas de historietas y con libros semipornográficos. Geoffrey O’Brien, en su ensayo «Dimestore Dostoievs-ky», se pregunta cuál habrá sido la reacción de los primeros lectores de Thompson que, en busca de algunas horas de escapismo, compraban una novela en un supermercado, atraídos por las excitantes portadas y por las leyendas que llevaban («Él usó dos mujeres para alimentar sus brutales instintos», o «Una violenta novela de crimen y lascivia que transcurre en un hotel»): un lector que comenzaba a leer «atraído por la apremiante voz del narrador, con su humor populachero y sus énfasis, y justo cuando creía hallarse a punto de descubrir la verdad acerca del asesinato, o del robo, o del secuestro, caía a través del escotillón abierto por Thompson. Y el lector descubría que estaba en las profundidades. No las profundidades de una ciudad, sino de una mente. Y lo peor, sin pasaje de regreso».
    Que Thompson tenía un amplio registro, incluido un desaforado humor rabelesiano, capaz de hacer brillar su ficción más sombría, lo demuestra en su obra maestra, Pop. 1280. Allí están taquigrafiados todos sus temas. Allí figura, también, el párrafo que lo define por entero. Lo enuncia Nick Corey, un corrupto alguacil —¿tal vez un maduro Lou Ford?— que se aprovecha de su cargo y de su falsa candidez para vengarse de todos aquellos que lo han humillado: «Me estremecí pensando lo maravilloso que había sido nuestro Creador», dice Corey, «al fabricar cosas tan absolutamente horrendas en el mundo que algo como un asesinato parecía insignificante en comparación».
    En The Horse in the Baby’s Bathtub, un personaje recuerda que hay 32 tramas de novela. Todas han sido engendradas por la misma madre. Existe una sola trama básica: las cosas no son lo que parecen: ésa es la madre de las otras 32: las cosas nunca son lo que parecen ser. Un interlocutor interviene para preguntar: «¿Nada? ¿Nada es nunca lo que parece ser?». Y el personaje —que, imagino, es el propio Jim Thompson—, responde: «Cuando huelen a mierda. Entonces sí son lo que parecen ser».

 

 

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