Barcelona, Cataluña, 1960. Su libro más reciente es Cuentos (Páginas de Espuma, 2020).
Comprarse un cuaderno nuevo se parece un poco a empezar a vivir. Es mentira, claro, pero a veces funciona y en ese momento no se me ocurrió mejor medicina. A veces funciona un poco. Recorres con la vista todas esas páginas intactas como si fueran un remedo del futuro inmediato y da la sensación de que algo ocurrirá capaz de llenarlas. Crees que escribirás palabras que digan cosas, que acierten a expresar el miedo y el desgarro, que nombren lo que ocurre. A veces parece que puede funcionar: el tacto del papel, el olor a imprenta, la luz de las hojas tan blancas, ese cegador vacío que es como un silencio que se puede tocar y que hace apartar los ojos en primera instancia, pensarse muy mucho lo que se va a poner. Casi a la vez que mi cabeza decidía suspender el viaje a esa especie de pequeño congreso en Toulouse sobre el exilio republicano español, mis manos iban doblando camisas y metiéndolas en una maleta. En ocasiones coincide que justo cuando no hay fuerzas para ir a ninguna parte es precisamente el instante de echar a correr; aunque el cuerpo pida a gritos la penumbra de la habitación y el refugio de las sábanas revueltas, a pesar de la fiebre y el desánimo, lo suyo es hacer un esfuerzo y ponerse en camino. Me apetecía vagamente volver como un peregrino a los pies de la estatua de Gardel y recorrer de nuevo un jardín japonés que hay en el barrio de Compans-Caffarelli en el que en el pasado había creído hallar algo parecido a una respuesta vital de esas orientales que vienen siempre con su perfume a bálsamo y a haiku y a toda la calma que tu espíritu hasta ahora no ha acertado a merecer. Pero hubo otro factor más determinante: si miraba hacia el norte todo eran nubarrones negros y creo que al final fue eso lo que realmente me decidió, la imagen de mí mismo escribiendo en un tren que circula enloquecido hacia la tormenta.
Todo eran símbolos en mi ofuscación: la negrura del cielo, atravesar la frontera, el cuaderno en blanco. La otra opción era quedarme todo el puente en casa, los amigos que llaman para ver si ya estoy un poco mejor, si ya no lloro con sólo abrir la boca, si he comido o no he comido, si necesito algo. Y tú que me abandonas pero que no te atreves a soltarme del todo en estos primeros días y quieres estar al tanto de los efectos del desastre. Cada vez que me llamas pienso en esos aviones que sobrevuelan las regiones barridas por un huracán filmándolo todo para ver antes que nadie hasta dónde han crecido las aguas, el número de casas derruidas, la gente que agita los brazos desde las copas de los árboles y los tejados más altos, el sinfín de bultos allá abajo que podrían ser cadáveres. Llamas y, como los demás, quieres saber si por fin me he decidido a abandonar la cama, si la voz se me sigue quebrando al querer hablar, si he logrado pensar en otras cosas (cosas bonitas, que las hay, que no se me olvide), si me he afeitado o continúo pareciendo un pordiosero, si me he metido algo sólido entre pecho y espalda, cosas que lleven vitaminas. Haces tu estimación aproximada del desastre pero se te olvida luego enviar los correspondientes equipos de socorro. Te despides obligándome a prometer que cambiaré las sábanas sin falta y encenderé la tele y llamaré a alguien, todo a la vez. Y al colgar el silencio crece de golpe y me envuelve todavía más, entero, con su tela de araña, y me quedo pensando en ti, con un vestido rojo, dejándote caer en paracaídas sobre el islote de náufrago en el que quedaron arriadas todas mis banderas. Tu pelo es más rubio que nunca, tus piernas parecen las de una niña que se columpia feliz en el parque de su barrio. A medida que desciendes se ve más claro que estás sonriendo al mirarme pero antes de llegar al suelo te vuelves de vapor y desapareces.
En cuanto atraviese la frontera me quedaré incomunicado porque no he querido hacer las gestiones necesarias para que mi móvil admita llamadas internacionales. Noto cómo esa idea de alguna manera me reconforta, no sin cierta vergüenza por lo que de puerilidad supone: de pronto soy un niño que se oculta para ver cómo lo buscan y poder notar desde su escondite el progresivo aumento de la angustia de sus familiares, la apresurada organización de las batidas de búsqueda; soy un niño al que llaman a gritos y, a pesar del frío y la congoja no responde sin saber siquiera por qué no puede hacerlo, qué fuerza extraña convierte en inaudible gemido todo conato de grito en su garganta, y permanece allí callado e inmóvil, hecho un ovillo entre los matorrales, en mitad de la noche, rodeado de sombras y ladridos y linternas lejanas. Aun con algo de sonrojo, soy un niño al que no quieren y ha decidido irse. Todo el tren es un niño que se escapa, que corre bajo la lluvia hacia la boca del lobo. Lloro agazapado en esos matorrales, en un vagón en marcha, camino de la frontera, concentrado en las carreras de las gotas de agua sobre el cristal de la ventanilla como lágrimas veloces que de improviso salen disparadas en la dirección más insospechada, apretando en mis manos un cuaderno en el que mi fiebre ya ha empezado a escribir sus primeras palabras, dubitativas y temblorosas, con la sensación, una vez más, de estar ensuciando algo que hasta mi llegada fue bello y valió la pena. Como cuando metí las manazas en tu vida y me planté como un bulto en mitad de tu tiempo, que era dulce entonces y apacible, y dejé mis huellas grasientas en el centro de tu pensamiento. Soy el temblor de esa mano que escribe y el niño sobrecogido y a la vez la cólera de los dioses más bárbaros. Las dos cosas: la tempestad y el árbol roto. Sí, soy el trueno también, soy el cielo negro de Portbou cayendo a peso sobre un tren de juguete que avanza a duras penas junto al mar. Quiero matar al hombre que va dentro, quiero que descarrile de una vez por todas tanta deriva a tientas hacia el desastre.
Al llegar a Cerbère el temporal había amainado bastante dando paso a un cielo irreal, de colores horteras, como queriendo imitar un decorado de opereta. No me importó que hubiera que esperar un buen rato antes de tomar el tren francés que iba a llevarme a Toulouse porque de esta manera me daría tiempo de volver a ver con cierta calma uno de los edificios que más me habían fascinado en viajes anteriores: esa especie de barco con vistas a las vías que es el hotel Belvédère du Rayon Vert, con su nombre evocando mi infancia de Verne y mi juventud de Rohmer, con su sala de cine, cómo no, con su pista de tenis en la azotea, con su teatrillo inglés. Es como un buque fantasma de proa desafiante perdido en el paisaje equivocado, junto a la enorme confusión de postes y cables y hierros y las toneladas de balasto pringado de hollín. Bellísimo y desprovisto de sentido, apenas conoció los cuatro años de gloria que van desde que se terminó de construir hasta el inicio de la guerra civil. Creo que lo amo por desubicado y absurdo y porque en mis sueños he muerto ahí más de media docena de veces, escuchando los silbatos de las locomotoras y los gritos de despedida allá abajo, rodeado de cortinajes y lámparas art decó, a mitad de camino entre un templo del refinamiento más rebuscado y la casa de los horrores de cualquier parque temático, oliendo a una mezcla de alquitrán y mermelada de frambuesa, café recién hecho y pura herrumbre de raíles y calderas. Tampoco hay tantos sitios en los que haya soñado morir, pero este es sin duda uno de ellos, justo al lado del mar y en plena frontera, tierra de nadie, tierra mía, a pocos metros de los frescos que en los años cuarenta José de Zamora pintó en las paredes del comedor para pagarse la estancia de sibarita arruinado. Deseé una habitación allí, no tener que ir a Toulouse, no tener en el bolsillo unos billetes para volver a Barcelona dentro de unos días por la Tour de Carol, ser otro. Otro al que una monja de aparatoso tocado le pone en la frente una compresa empapada en agua fresca, alguien con sombrero, desmemoriado, llegado de muy lejos con un baúl repleto de americanas cruzadas y libros viejos escritos en idiomas que nadie más puede leer, alguien así de solo, alguien sin teléfono ni nombre, cuyos fantasmas hubieran quedado para siempre atrás, en una ciudad nevada al otro lado de veinte o treinta ríos de aguas grises. Más o menos los que hubo de cruzar Walter Benjamin hasta llegar al pueblo del otro lado de la frontera la víspera de la noche en la que, en un hostal de tres al cuarto, cercado por la Gestapo, buscara una muerte de opio silenciosa y nocturna.
En estas montañas todavía es posguerra, y lo será siempre porque no es posible mirarlas sin visualizar las columnas de hombres, mujeres y niños pasando al otro lado por los puertos, hambrientos y mal calzados. Todavía están en pie los árboles que en su día los vieron arrastrarse por los senderos, vencidos, apoyándose los unos en los otros, y subir en zigzag hacia las cumbres en pleno invierno. Quinientos mil, dicen, en el curso de unos pocos días. Muchos de ellos acabaron en las playas de Argelès-sur-Mer, cavando fosas en la arena para protegerse de la tramontana, a un lado el mar helado y al otro las alambradas de espinos vigiladas por soldados senegaleses.
Vuelvo a subir a un tren que se ha detenido bajo la enorme marquesina de la estación de Cerbère. Noto que la fiebre me ha subido bastante durante este rato. Creo que es un tren de deportados. A mi alrededor escucho rumores. Hay viajeros que se preguntan a dónde nos llevan. La mayoría ni responde ni quiere saber, se asoman por las ventanillas o se sumergen en sus libros y periódicos. Frente a mí se ha colocado una mujer que también parece huir de la guerra. Como las columnas de exiliados en tromba, como yo. Me llama la atención cómo junta las rodillas al sentarse y la forma de colocar el bolso en su regazo. Su tez es realmente pálida y se ha empleado a fondo con el pintalabios. No quiere cerrar los ojos pero tampoco mirar a ninguna parte. Por un instante pienso que podría vivir con ella un amor de otro mundo o de otro tiempo, uno de esos amores imposibles porque siempre faltan visados y sellos especiales para huir juntos o hay pasaportes retenidos en la préfecture a causa de algún asunto turbio, sospechas de espionaje, problemas en todos los idiomas. Pienso que nos separarán más temprano que tarde, que seguramente nos llevan a campos diferentes. Y entonces me olvido de ella. Pienso en trenes, en los que mis padres cuando eran novios iban a ver llegar a la estación de Huesca, su estruendo, su humareda; pienso en la canción «Orly» de Brel y en mi recuerdo suena como la más bella y terrible del mundo, pienso en la locomotora que partió en dos el cuerpo de Víctor Mira en algún lugar perdido de Alemania; en todo tipo de trenes atravesando la noche, los que unen amantes y los que van a descargar al matadero; en el vagón refrigerado para el transporte de ostras frescas donde viajó el cadáver de Chéjov desde la Selva Negra hasta Moscú, dos mil seiscientos veintiún kilómetros de infamia. En esos y otros trenes, en los trenes perdidos sobre todo. Me quedo dormido con el rotulador en la mano sin saber qué palabras escribir en mi cuaderno.
En Toulouse hace un día espléndido. Fotografío, como un turista más, la estatua de Carlos Gardel desde tres o cuatro ángulos diferentes. Al hacerlo, no sé por qué, me vienen a la mente unos versos de su «Arrabal amargo»: «no digas a nadie que ya no me quieres, si a mí me preguntan diré que vendrás». Al cabo de un rato, mientras tomo un café, borro todas las tomas. Finalmente, logro encontrar el jardín japonés, me obligo a recorrerlo muy despacio, con las manos atrás, respirando como Dios manda, mirándolo todo cuidadosamente. No hay respuestas para mí esta mañana. No hay nada. Saco de la mochila el cuaderno y en él escribo media línea con mi mejor caligrafía: «cereza, tormenta, nube, flor…». Por supuesto la tacho al instante.
El pequeño salón de actos donde tenían lugar las ponencias y proyecciones estaba presidido por una bandera de la II República. Siempre me he preguntado por qué luce tan bella la enseña tricolor en todo el sur de Francia, igual que me conmueve el hecho de que después de tantísimos años —estoy hablando del 2014— sea imposible contar aquella historia sin que a quien habla se le quiebre la voz. Ocurre siempre, el año pasado en Saint-Lary, el anterior en Pau… La gente se muere pero las lágrimas pasan de generación en generación. Hay descendientes de exiliados que ya no son capaces de expresarse en castellano pero a los que se les queda rota en la garganta la palabra Espagne. Cada vez.
Han apagado las luces para volver a poner uno de esos documentales que uno tiene la impresión de haber visto ya tantas veces sobre el exilio español en Francia y mi estado febril lo agradece porque ya empezaban a pesarme demasiado los párpados. En los primeros fotogramas aparece sobreimpresionada una cita de Alberti a modo de introducción: «Pero vino la paz y era un olivo de interminable sangre por el campo». Y creo que es a partir de allí donde empiezo a entenderlo todo, viendo aquellas lágrimas en la pantalla a la vez que no dejo de sentir este cansancio infinito en las piernas. Soy un exiliado. Me alejo de ti, de lo que más amo, quiero y no quiero mirar atrás. Aparecen más versos del destierro, esos de Emilo Prados que dicen «y yo cruzo tus caminos y jamás volveré a verte». He cruzado las montañas, no conozco a nadie aquí, mi teléfono no hace ni recibe llamadas. Esos parias ateridos de frío que salen en la película envueltos en mantas de la Cruz Roja con el mentón tembloroso contaban con el dolor también tras la fuga y con todo tipo de penalidades; fuesen a donde fuesen, el hambre y el desgarro los tenían ya presupuestados, el tormento lo daban por hecho. Lo que hacían era huir de un dolor a otro. Siempre que se huye es de un dolor a otro. Se limitaban a escapar allá donde pensaban que iban a hacerles menos daño, hacia el mal menor, unos centímetros menos de herida en todo caso. La ausencia de daño jamás pasó por su cabeza. Tampoco yo confío en sonreír un día como lo hacía antes, cuento con que permanezca para siempre la sombra que ha quedado donde estabas tú. Cambiaron las balas del pelotón por una escudilla con sopa y toda la añoranza del mundo. A muchos les esperaba un confinamiento de largos meses en playas batidas por el viento, y luego la línea Maginot, y la nieve metida en las botas hasta llegar a Mauthausen, por ejemplo, y todo era mejor que una fosa improvisada junto a la carretera. Irse es la canción. Tú eres un país, mi niña, un país que dejo sabiendo lo mucho que añoraré sus suaves colinas. Y tiene cientos de embajadas ese país repartidas por todas partes, en cada primavera del mundo, en muchachas riendo por la calle, en las más de mil canciones que me obligarán a apagar la radio a toda velocidad, en las flores de cualquier naranjo. Y yo cruzo tus caminos: no los recorro, los cruzo en desbandada. Irse y arder. Y era dulce tu centro, y salado a la vez, y tan dulce. Y jamás volveré a verte. Irse y quedar helado. Aprenderé otro idioma, serán en otra lengua todas las palabras de mis cuadernos. Combatiré en trincheras que vendrán, conoceré prisiones y enfermedades y trabajos. Y quizá me encuentre vivo todavía un tiempo de paz que traiga al menos fábricas y pucheros humeantes. Acaso la soga termine por aflojarse un poco. Me haré muy mayor, me cansaré de todo, nadie querrá ver mis viejas insignias ni mi pañuelo rojo de miliciano ni las fotos arrugadas que guardaré en una caja. Ni tu anillo. Y tampoco nadie entenderá del todo por qué, después de tanto tiempo, hay un nombre que aún no sé decir sin romper a llorar et non plus pour quoi je laisse passer autant de moments perdus sur le balcon sans pouvoir m’arreter de regarder vers le sud.