1. Soy una escritora como de la Escuela de Fráncfort y, a la Arnold Hauser en Historia social de la literatura y del arte, pienso que el estilo es la cristalización de los discursos de una contemporaneidad en la que quienes escribimos nos enfangamos como cerdos en el barrillo de la cochiquera, diciendo a todo que sí, poniendo hojas de parra para cubrir ciertas monstruosidades; o, al revés, braceamos contra el presente y su amargor como esbeltos nadadores cada vez más agotados por las corrientes gélidas, las mareas ocultas o las resacas pertinaces.
2. Y pienso que en el tiempo y en la Historia puede que también habiten los espacios o, al revés, que todo sea una campana o un jamón espacial, susceptible de ser cortado en lonchas de espacio-tiempo, de modo que no sólo es relevante la fecha en la que se escribe, sino también el lugar desde el que se acomete la escritura. Me lo enseñó mi amiga Tania, que fue mi alumna científica: una química que amaba las palabras y me enseñó cosas del universo que, poco después, yo descubrí en mis propios lunares.
3. Frente a la globalización y la facilidad sintáctica, traducible; frente al mundo descolorido de las franquicias y la supuesta universalidad de los sentimientos, yo soy una escritora nacida en Madrid que reconoce en su escritura una sola característica: una combinación de lo pedante y lo paleto, que también podría servir para definir la ciudad donde nací y en la que vivo.
4. Un crítico de Chile me acusó de escribir en madrileño y yo me puse a reflexionar sobre el significado de tal imputación. Concluí que acaso escribir en madrileño, hoy que la cocina está tan de moda y nos proporciona tan exquisitas metáforas, implicaba fundir las mollejas con el tofu haciendo que en el plato siempre sepan más las mollejas que el tofu. Una provocación para los paladares acostumbrados a la supuesta (falsa) neutralidad de la salsa barbacoa con que se embadurnan las costillas o para las hamburguesas lubricadas con amarillo queso cheddar. Para los no lugares y los aeropuertos donde nos adivinan, tras la pantalla de un escáner de cuerpo entero —manos arriba—, los tumores y las tumefacciones. Las manchas de humo en un pulmón.
5. Escribir en madrileño implica ser loísta, leísta y laísta. «La dije que no», dice mi mami por teléfono y yo he de escribir cien veces antes de dormir en mi pizarra mental: «Así no se dice, así no se dice, así no se dice». Escribir en madrileño puede consistir en incrustar en los relatos algunos requiebros de zarzuela. Malas palabras. Obsoletos piropos. Gloriosos chistes de caca, culo, pedo y pis. Frases de la Movida. Horror en el hipermercado. Uhhhhh. No soy un robot y lo demuestro identificando el código de la pantalla tan difícil: CergbV. Por poner un ejemplo. Muestro la asfixia de quien habla mientras anda deprisa entre los coches. No soy una voz que agradece la compra pregrabada en una máquina expendedora de preservativos.
6. Aquí el calor del verano que fríe a los gorriones, próxima especie en extinción, en los hilos del tendido eléctrico. También los gorriones están siendo devorados por loritas verdes que el ayuntamiento aniquila con venenos especiales. Xenofobia zoológica en la ciudad del Refugees welcome. Escribir en madrileño significa enumerar para exagerar, para que nadie permanezca indiferente y para tratar de incluirlo todo, recogerlo todo, que nada se escape de la jaulita de este pájaro azul del lenguaje.
7. Mi manera de escribir está condicionada por las preocupaciones éticas, sentimentales, políticas, filosóficas de este tiempo y por el ruido voraginoso de una ciudad que siento muy mía y muy ajena: mía cuando reconozco los mostradores de zinc de las tabernas donde sirven vermú de grifo o cuando vuelvo al Prado para comprobar que ahí sigue Saturno comiéndose a su hijo, que es un cuerpo descabezado perfectamente formadito, o El jardín de las delicias; ajena, cuando paseo por las calles de mi barrio, y soy una alienígena entre manzanas gentrificadas por los comercios de tés exóticos, gorritas de béisbol o repuestos para bicicletas muy, muy postcontemporáneas.
8. Sin embargo, sé que todo eso se filtra en mis palabras, las empapa, y después las imágenes que escribo, mi caligrafía, reflejan lo inevitable y también una loca forma de resistencia. La misma resistencia con que los muros de las antiguas fachadas exhiben el dibujo de la adusta rejería de sus balcones entre carteles de batidos antioxidantes o expendedurías de cigarrillos electrónicos. A través de los muros de esas casas escucho la risa fantasmagórica de la chica que fui, y me doy pena. Compruebo cómo la ciudad y yo nos hemos encogido. Cómo yo la busco a veces sin encontrarla mientras que ella hace mucho tiempo que ha dejado de buscarme a mí.
9. Pese a las destrucciones y las transformaciones licantrópicas de la retícula urbana, sé que soy una mujer con mucha fortuna. Porque, pese a la antigua guerra y sus residuos, pese a la especulación inmobiliaria y los alardes de modernidad municipal, no soy la habitante nativa de una ciudad destruida por una bomba devastadora o por un terremoto. En Managua, Gioconda Belli me explica que ya no queda ni uno solo de los lugares de su infancia o de su juventud. Ella es, en ese sentido, una mujer desnuda. Yo, sin embargo, soy una mujer condenada al barroquismo. Lo llevo en las venas y en la locuacidad con que por aquí respondemos a los mensajes más breves. Llevo muchas capas de ropa superpuesta. Como una cebolla. También paseando por Varsovia, la viajera juega a resolver una actividad de verdadero/falso, a valorar la distancia —corta o larga— entre el original y la copia. A creer en las visiones y los muertos vivientes. Sobre el gueto destruido se alzan nuevos bloques de apartamentos. Podría ser el arranque de una película de terror.
10. Y, más allá de ese estilo, que es un pentimento de lo cosmopolita y lo recalcitrantemente madrileño, de lo novísimo y lo antiguo, de la hospitalidad y la violencia, de lo desconocido y lo familiar, también se me cuela Madrid en las coordenadas por las que mis personajes se mueven sin consultar Google Maps: la hiperestesia de una Valeria Falcón farandulera que se parece mucho a mí en su incapacidad para metabolizar ciertos cambios; el culturalismo de un detective Arturo Zarco que ve las calles en el blanco y negro de Fritz Lang o de Edward Dmytryk; mis propios pasos de protagonista autobiográfica creciendo escondida en los parques de Carabanchel Bajo, viviendo mis historias de amor en Malasaña o Argüelles, haciendo recados, comprando jamón de York por Chamberí, aburriéndome como una piedra en las aulas de la universidad…
11. Sobre Madrid piensa Valeria en Farándula: «Conversaciones y motores de helicóptero. Jerigonzas. Cajas de cambio a punto de cascar. Los gallos de un predicador rumano y las confidencias de las putas. El borboteo de la carne en salsa y los politonos de los móviles. Cascabeles. El hilo musical —perreo, máquina, bacalao, melódico caribeño, abachatado, armonías industriales o música de anuncios…— que sale de las zapaterías y el vals de las olas que escapa, junto al olor a jabón, de las tiendas de perfumes. Pompitas. Valeria Falcón, entre el tumulto, se dio cuenta de que no hubiese logrado identificar el sonido de sus pasos sobre el pavimento y, aunque era una mujer joven y no una anciana enferma de alzhéimer que se ha escapado de la vigilancia de su cuidadora —“Una cuñada que nunca me quiso”, la vieja se lo aclara a quien la quiera escuchar—, de repente, en el centro mismo de un centro del mundo, como la plaza Omonia, Tiananmen, el Zócalo, Trafalgar o Times Square, Yamaa el Fna, allí, Valeria Falcón, atrapada en la rendija del respiradero como un animal con la patita presa en la trampa, se sintió perdida. No reconocía lo que la rodeaba. Valeria sufrió un segundo de amnesia, desarraigo, desubicación. Un fundido a negro. Tuvo que pararse a pensar. Se preguntó quién era y hacia dónde se encaminaba. Recorrió circularmente con la mirada la Puerta del Sol, sin moverse del punto exacto en el que se había quedado clavada como aguja de compás. Paralítica de cintura para abajo.
»Todo empezó a dar vueltas en torno a Valeria Falcón, que archivó en sus retinas: un autobús para la donación de sangre, los donantes abren y cierran la mano tendidos en sus camillas de escay, son altruistas que pesan más de cincuenta kilos, buenas personas que no cobran por regalar sus tuétanos. España es un país pionero y campeón en la donación de órganos y en los guisos preparados con entresijos, bofes y riñones de corderito. Valeria, inmóvil en mitad de la plaza, anotó mentalmente: illuminati sin estudios superiores, gente que sabe porque se lo ha enseñado la vida, profetas que hablan español con lengua de trapo y que no están corrompidos por el conocimiento de la universidad ni de las academias de educación a distancia, adoradores de Dios Padre, en torno a los que se arremolina cada vez más público. La Puerta del Sol, anocheciendo, comienza a parecer una película rodada en los Estados Unidos. Valeria rotó sobre su eje y sacó polaroids cerebrales de: un campamento hecho con cartones y lonetas que se mueven con el viento del norte, damnificados con pancartas, un damnificado y un manifestante no son términos sinónimos aunque puedan confluir en alguna coordenada del espacio y del tiempo, trabajos manuales, un palo y una cartulina, caligrafía de párvulo que no pone mucho interés en completar sus planillas, palote, palote, palote cruzado, caligrafía no muy experta, desacostumbrada, “Los bancos nos roban”, “Delincuentes”, “Devolvednos lo nuestro”, “Estafa institucional”, “Todos, todos, todos son iguales” —no habla una mujer engañada por su esposo—, “¡Robin Hood!, ¿dónde te has metido?”, “Danos el pan, mas líbranos del mal, amén” —no habla un creyente. Valeria disparó otras vertiginosas fotografías en blanco y negro; sus pupilas hicieron clic, clic: los mendigos se sonríen y apuran sus tetra-brick de morapio, seres deformes subrayan su deformidad con gran destreza y piden con un vasito, dan lástima y repelús, irritantes, súcubos, íncubos, amenazadores, la pierna dentro de los hierros se va retorciendo varios grados por segundo y el ojo se sale cada vez más de su órbita…
»Valeria registró incluso las visiones que se le habían quedado prendidas al rabillo del ojo mientras bajaba por la calle Montera: hombres anuncio compran y venden oro y otros minerales para fabricar dientes falsos, anunciantes de casas de empeño con chalecos color amarillo o naranja flúor —¿por qué?, ¿por qué?, ¡este lugar sólo es para peatones!—, repartidores de publicidad —las tres últimas categorías, hombres anuncio, anunciantes, repartidores de publicidad, son la misma—, loteros y loteras, policías con perros pastores dispuestos a morder, policías secreta disfrazados de chavalitos hippies o modernos como si Serpico no hubiese pasado a la historia, vendedores ambulantes de objetos voladores, cosas moradas, libélulas cutres, que se lanzan al aire, vuelan un segundo, brillan y vuelven a caer al suelo, casas de apuestas y tiendas de souvenirs con camisetas blancas de futbolistas a los que les brilla el torso depilado como si se embadurnaran de aceite, grimosos: al cogerlos entre las manos seguro que se resbalan como una trucha.
»Valeria estuvo a punto de morir de una sobredosis de esos fogonazos que provocan ataques epilépticos en la pista de baile de la disco. Pero siguió acumulando flashes: curiosos buscan el mítico anuncio de Tío Pepe o la horrenda estatua del oso y el madroño, y encuentran ópticas, ópticas y ópticas por todas partes, el boom de las ópticas para ver ¿el qué?, putas rezagadas de la calle Montera se comen un plátano subidas en botas de plataforma, muslos prietos dentro de medias de licra, faldas cinturón, chicas muy guapas, eslavas, africanas, de Valdemorillo, de Pinto, de Valdepeñas o Coimbra, otras rebañan los restos de tomate de un tupperware a la entrada de un portal y de postre fuman un cigarro, turistas japoneses fotografían con sus teléfonos inteligentes —smartphones— escaparates de tiendas de telefonía móvil —hay algo de mortuorio déjà vu en el gesto, la foto y la repetición, la telefonía dentro de la telefonía…—, algunos se limpian la boca tras salir de un dispensario de hamburguesas o un buffet libre, casi libre, “Coma todo lo que pueda por nueve noventa y cinco”, qué asco, desperdigadas visiones, desubicadas, adolescentes mascan chicle, chupan caramelos, besan con lengua, lamen polos, tienen siempre la boca ocupada, fuera de servicio, adolescentes comen pipas y echan las cáscaras sobre el kilómetro cero, estatuas vivientes cambian de postura al oír el tilín de una moneda de veinte céntimos contra el platillo, Minnie Mouse —chivata de la policía— posa obscenamente para que la fotografíen, precipitados transeúntes se miran los pies y bajan a coger el metro o un tren de cercanías en el intercambiador de Sol».
12. Yo vivo en el centro del centro de esta ciudad situada en el centro de la península y en el centro de la meseta, pero de ninguna manera en el centro del mundo. Desde Madrid irradian las carreteras y los trenes que llevan a los viajeros hasta Sevilla, Barcelona, Albacete, Oviedo o Murcia. Por asuntos como éste, queda muy feo hablar de Madrid. Por mucho que algunos madrileños nos empeñemos en decir que se pueden poner al descubierto las contradicciones e injusticias del discurso dominante desde la centralidad. Se puede luchar contra lo malo siendo blanca, occidental, con la costra de la leyenda negra a la espalda, disfrutando de las más culminantes estaciones del ave o albergando el gobierno de una nación puesta en entredicho. Se puede y se debe. Pero, por si acaso, perdónenme por favor.
13. Soy de Madrid. Soy mi lenguaje de Madrid y noventayochescamente soy mi tiempo y mi paisaje. Lo digo sin chulería. Con una genuflexión. También Richard Parra es el lenguaje de Lima. Rita Indiana el de Santo Domingo, papito. Yuri Herrera el de México. Gumucio el de Santiago. Mariana Enríquez el de ciertas partes de Buenos Aires. Selva Almada el del Chaco. Locales universales, que no localistas. O puede que tal vez le tengamos demasiado miedo a ciertas palabras que son ideas no tan viejas, más controvertidas, menos publicitarias. Localismo, regionalismo, costumbrismo, postales, pintoresquismo, kitsch, un montón de miedo a ser expulsados por los nuevos imperios, a no pronunciar conferencias en Princeton, a no ser lo suficientemente traducibles o simbólicos.
14. Piensa Zarco de Madrid en Black, black, black: «Hoy, protegido por mis gafas, camino por una calle del centro. Veo gris el cielo y las fachadas de los edificios de cuatro plantas y la ropa en los escaparates de las tiendas. Gris el cristal de mis gafas por dentro y las vidrieras de los locutorios, grises las antenas parabólicas y los líquidos que quedan en los culos de los vasos de vermú. Grises las palomas y los coches aparcados. Grises mis manos cuando las saco de los bolsillos de la chaqueta para retirarme el flequillo. Grises los carteles de “Se vende” y de “Se alquila” y las bombonas de butano que la gente saca a los balcones. Grises las vomitonas que huelen desde el suelo. Grises las farolas y los contenedores de basura y las tapas de registro del alcantarillado y los adoquines. Grises las papeleras y el interior de la boca de los transeúntes. Grises las piezas de carne menguante para preparar el kebab y las tapitas, atravesadas con un palillo, para acompañar la caña. Las boutiques del gourmet. Grises las monedas para comprar el periódico y las orejas en las que se apoyan los teléfonos móviles. Los telefonillos de las comunidades. Grises el fontanero del barrio y los repartidores y las cajas de botellas de refrescos y los cascos vacíos. Las macetas de geranios y de amor de hombre, grises. Los parroquianos acodados en las barras y los mendigos y las señoras que pasean a sus perros o tiran de sus carritos de la compra, grises. Grises las ofertas de las inmobiliarias y los muebles de los anticuarios y los pescados de la pescadería y las mesas de mármol de los cafés y las cabezas de las gambas en el suelo de las tascas y los botones, ovillos y gomas que venden en las mercerías. Los periódicos, los grafitis y los letreros apagados de los garitos. Los mechones que caen de entre las tijeras de los peluqueros y grises los aceites y los bálsamos de los salones de belleza. Gris, la perspectiva hacia el final de la calle. Lo veo todo gris, pero, cuando entro en el portal de la casa en la que vivía Cristina Esquivel, me quito las gafas e imprevisiblemente todo se llena de colores». Para contar las ciudades, enumero sus objetos aún calientes por el uso que las manos les han dado. Los combino sensorialmente. No quiero que nada se salga del cerco de la prosa. Que nadie se me quede fuera.
15. Coda sobre Madrid y el fútbol. A mí ni siquiera me gusta el fútbol y no puedo expresar mi orgullo de patria chica o de patria grande a través de las victorias deportivas. No me interesan Ronaldo ni el Cholo Simeone. Ni siquiera me conmueve, por pequeñito y periférico, el Rayo Vallecano con su hinchada bucanera, roja y antirracista.
16. En Madrid siento que estoy y no estoy en el centro. Soy centro para los pueblos silenciados ahora y hace siglos. Para las localidades sin hospital ni garitos de hip-hop. Soy periferia, incluso selva, Puerta de Alcalá, capital de camareros y bailarinas artísticas para los residentes en Niuyor, para los australianos millonarios, para los hombres que suben y bajan las cuestas de la ciudad de Lausana, para un gerente de Montreal o una funcionaria alemana. Para un hombre de negocios de São Paulo.