Ciudad de México, 1959. Su libro más reciente es El zigzag de la gacela (Bonilla, 2023).
Este escrito fue presentado en el Encuentro Viajes y Viajeras entre México y España, en la Universidad de Granada el 19 de septiembre de 2024.
Yendo de mujer en mujer, Agustín Lara no fue un vulgar mujeriego, sino un «viajero». Cada mujer era un puerto que colonizaba con ávida sensualidad. Y cada sitio que visitaba tenía rasgos de mujer. Sus canciones eran su salvoconducto. Así recorría el mundo, sus continentes madres, sus islas hundidas, sus siete vidas de gato aleve, perseguido por el espectro de alguna amante pasada. ¿Qué otra cosa iba a hacer? Su misión en la vida era adorar a las mujeres, decía; su sino, traicionarlas, y su tragedia, que lo abandonaran un día. Deambulaba entonces como un herido de amor sin cura, un enamorado perpetuo de las diosas que iba a sacrificar. Fugitivo que no encuentra hogar, la íntima geografía que trazó hizo de su corazón un «peregrino solitario», dice en algún verso.
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Adonde vaya, Angelina, su primera esposa, lleva dos maletas, una con sus avíos, y otra con la parafernalia de su historia de amor de diez años: cartas, recortes de periódico, servilletas con trozos de canciones, tarjetas postales, notas de tintorería, sobres con flores secas, boletos de cine, telegramas, una cajita donde guarda una de las dentaduras de Agustín, sus amuletos, hojas membretadas de los hoteles en que estuvieron. Esa maleta es el refugio ambulatorio de una «muerta en vida», como se llama a sí misma. Ahora viaja sola, pero su alma persigue a Lara por el orbe, en su itinerario amatorio y profesional, con una obsesión de detective. Ella también, al parecer, encontró «su misión en la vida».
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Cuando un estereotipo viene a habitar un poema, una canción, un cuento deja de ser una figura abstracta para adquirir presencia, cierto color de ojos, un rostro, una piel, una biografía; se convierte en una criatura tangible, que provoca emociones. Ya es de carne y hueso, y a menudo, ambigua. Si bien existe sólo un gran amor,[1] Lara canta a todas las amantes que tuvo e imaginó por igual a la rubia y a la morena, a la divina y a la malvada, a la pervertida y a la triste.[2] Mejor dicho, les canta «a la vez».[3] Pese a lo encendido del ritmo, lo sensual de la melodía, lo zalamero de la imagen, los temas de Lara flotan en la ambigüedad, y las mujeres terminan siendo una «sola sombra larga»: Silueta a quien desconoce y teme. Medusa de mil cabezas a la que da vida sonora.
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Brigitte, la prostituta de Pigalle le enseñó a provocar que en sus contactos carnales sus amantes también «viajaran». Supo enamorarlas con la voz y con las manos, con palabras y dedos. Ellas entraban en éxtasis, y quedaban desde entonces prisioneras, almas en pena. Algunas se tornaban peligrosas, como la legendaria Rosa, que en casa de «La Paca», con una botella rota, le hirió para siempre el rostro.[4]
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Se libra de las mujeres (se cura de una con la siguiente)[5] pero no se libra de la cicatriz, que mitiga su fealdad con un motivo de ternura y una seña viril de malhechor, de pirata. Esa cicatriz imita a su espíritu rajado. Es la rúbrica infalible de sus tangos y boleros. «Mi rival es mi propio corazón por traicionero, se conduele, yo no sé cómo puedo aborrecerte si tanto te quiero».
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Ciudades elogiadas y acariciadas como si fueran mujer, o en relación con lo femenino, hay muchas en el cancionero de Lara: Granada (rebelde y gitana), Sevilla (sultana), Toledo (con ojos de acero), Navarra (cálida y bravía), Madrid (novia de un torero), Nueva York (muchacha rubia sin corazón), La Habana (princesa del Caribe), Tánger (novia desposada), Veracruz, Acapulco, Janitzio, y su natal Tlacotalpan (nido de besos). De las mujeres, el abrazo; de las ciudades, la fama. Excepto el cielo, el mar, con sus estrellas y flores,[6] la naturaleza juega poco en sus versos. Su cantar es más bien citadino, galante. ¿Cómo llegó a los oídos de las campesinas?
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Con todo, tiene una sencilla y dulce canción a Xochimilco que dice: «Marchantita… veasté nomás».[7]
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En el interior del One-Two-Two, «el burdel más famoso de la tierra», ubicado en la Rue de Provence 122, al que lo llevó Renato Leduc, Lara pudo hacer el llamado «viaje alrededor del mundo» por un puñado de francos. Se trataba de ensayar posiciones del Kamasutra en las veinte habitaciones temáticas y salones ambientados como distintos países o situaciones: el camarote de un trasatlántico, el cuarto egipcio de Cleopatra, un vagón del Orient Express, un cuarto de tortura medieval, con sus látigos y cadenas, o un tipi de los indios de Norteamérica. Así, el «Flaco de oro» veracruzano pudo hacer «en pequeño» otra erótica gira mundial.
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¿Quiénes fueron los amores de Agustín Lara? ¿Sus musas, los personajes de sus canciones, sus intérpretes, sus platónicas y arrobadas oyentes o sus víctimas en la vida real? Hablo de «Bibí», Angelina Bruschetta, administradora diligente. De Carmen Zozaya, «La Chata», que le cocinaba unos moles fabulosos. De Raquel Díaz de León, prostituta a quien le puso una «casa chica».[8] De María Félix, arrogante y ambiciosa como él. De la luminosa Clarita. De la perspicaz «Yiyi», Yolanda Santa Cruz, con quien viajó por Sudamérica y Europa. De la «vivales» Vianey Lárraga, que reclamó luego su herencia. Y finalmente, de Rocío Durán, hija adoptiva con la que se casó, y a quien maltrató, traicionó y difamó públicamente, antes de hacerla su enfermera.
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A todo hombre puede querérsele de por vida, digo yo, pero a la debida distancia.
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Además de joyas, rosas y cantos, Lara solía regalar a sus amantes una muñeca para sustituir a la que tuvieron de niñas, o bien, o al hijo que les faltaba. A los hijos verdaderos que algunas sí tenían, Agustín los adoptaba, añorando siempre tener uno propio, como el que Raquel le abortó por despecho.
Con todo y sus tres hijas, mi madre quiso, a sus setenta años, comprarse la muñeca que nunca tuvo; y la sentó, radiante y muda, en un rincón de su estudio. La niña Maricarmen tuvo por fin una nena dócil a quien cuidar. Su madre, mi abuela, no la quiso tanto como para hacerle un regalo así.
La cuestión era, supongo, ser «madre de sí misma», verterse en un objeto de ternura que no proteste y conmueva incluso al hombre nuestro. Claro que de niño, este hombre solía extirpar la cabeza a las muñecas de sus hermanas para averiguar qué había adentro. Siempre se encontraba, por supuesto, con el vacío.
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Lara se casó muy jovencito por las dos leyes, con una chica misteriosa a quien nunca mencionó.[9] Luego, a lo largo de la vida, repitió la farsa matrimonial varias veces, con fingidos sacerdote y juez, y una gran fiesta. Mismo montaje, diferente protagonista.[10] Cuatro bodas, tres amenazas con arma de fuego, casi quinientas canciones, una misma fórmula al componer, cientos de metáforas felices, o alcanforadas —recicladas de la lírica modernista, o de un López Velarde en conflicto, o un Baudelaire descarriado.[11] Decenas de mujeres conquistadas con su atrevimiento mimoso y su perenne languidez.
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Abatida, solitaria, en aquel café exterior de Campos Elíseos para matar las infinitas horas en que Agustín atendía sus asuntos, Carmen Zozaya ve pasar a la «Venus Negra», llevando de la correa a una pantera. Era una alucinación y era también Josephine Baker, bailarina y cantante mulata, muy querida en Francia, no sólo por su voz sino por haber participado en la Resistencia. Desde que se conocieron, Josephine se convirtió en la «amiga del alma» de Agustín Lara, y cuando él estaba muriendo, lo visitó a diario en el Hospital Inglés de la Ciudad de México. Josephine interpretó algunas canciones de Lara: «Pecadora», «María Bonita»[12] y «Madrid», pero adaptando, o mejor dicho, tergiversando la letra, de modo que María Bonita ya no era «La Doña», y el inolvidable «Madrid, Madrid, Madrid» se convirtió en «Paris, Paris, Paris». No sólo rebautizó las canciones, se las robó en música y sentido a María Feliz, a España y al propio Agustín, a quien también «le robó» el corazón, fraternalmente. Ese corazón sentimental y acongojado de Lara. Ella, en cambio, no era un ser sentimental sino espiritual, una artista alegre y exquisita.
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Las mujeres mexicanas de Agustín fueron también sus muñecas:[13] preciosas y calladitas, a veces diabólicas, y con frecuencia, desoladas.[14] De hecho, las imaginaba —y las llamaba—, de muchas maneras: santuario, talismán,[15] consuelo, refugio, puerto inalcanzable, ciudad que se añora, deidad redentora,[16] herida mortal, tentación, extravío. ¿Eran estas características «nacionales», de género, lugar o costumbres? No creo. Más bien creo que el arte impone sus modelos sobre lo real: Poco a poco nos convertimos en la china poblana, en la heroína de la telenovela, en la maja desnuda o en la diosa fatal de un bohemio.
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No siempre es sano tener un alma: se te crispan los nervios, los huesos sangran.
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Sus esposas viajaron con Lara por el mundo. Con él o sin él, viajaron también sus canciones de un continente a otro, vía subcutánea, siendo más ligeras y tenaces que cualquier noticia. No había momento del día en que no se estuviera tocando un tema de Agustín Lara en algún lugar del planeta. Volaron en todas direcciones sus boleros y danzones como por encanto (acaso poseían «el ángel» del que habló Lorca, pese a su posible precariedad poética o simplicidad técnica).[17] Y es verdad: aunque nunca hayas oído sus canciones, resulta que te las sabes.
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De origen, la canción es así, contagiosa y fiel, pegajosa y portátil.
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Mi madre, Maricarmen, hizo el viaje México-España en sentido inverso, en épocas de Lara, pero nunca tarareó ninguno de versos. Era una antropóloga feminista a la que no le ibas a venir con «ternuritas» ante la toma del poder masculino. Se declaraba «mexicana nacida en España», y combinaba los dos «estilos» culturales para abrirse paso como exiliada: el modo directo y rudo de su madre, y el modo gentil pero ladino de su hija, ejerciendo un sincretismo eficaz. Su primer libro se tituló: ¿Hacia dónde va la mujer mexicana? Y henos aquí, no sé exactamente dónde.
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Prehistórica y hostil
tengo un alma de iguana
fogosa a sangre fría.
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Se presume que Lara tuvo tanto éxito porque sí revelaba el sentir de las mujeres. Daniel Castaneda, autor del libro Balance de Agustín Lara (1980), dice que la obra del compositor es una «sistemática exposición de las actitudes de las mujeres ante el problema del amor». ¿De las mujeres o de él mismo? Las damas en las canciones de Lara son sus propios demonios desdoblados, de cuya apariencia toman prestados rasgos las mujeres reales a quienes se dirige. Ellas se identifican con la alegórica diosa o la protagonista de los boleros, y se portan como si en verdad fueran lo que la letra dicta: evanescentes o carnales, virtuosas o poseídas. Criaturas idolatradas que pasan a ser sombra del cantor, un simple fantasma. Preferible eso al silencio, supongo. Esa pasta de silencio que nos confina y ahoga. «A Agustín le gustaba el silencio en las mujeres», escribe Angelina.
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Para sostenerse, el joven Agustín era pianista en burdeles y bares, las prostitutas lo querían y lo protegían, él era su confidente. Las escucha, siente con ellas, las palpa y les responde con sus versos. En efecto, les habla a «ellas», y «de ellas», de todas ellas, pero lo hace al oído. No por nada, su famoso programa radiofónico en la XEW se llamó La hora íntima. Aunque su público es numeroso, su música propicia una dulzona complicidad con cada mujer individual que lo escucha, y que se siente transfigurada ante tal reflejo de «sí misma», esa imagen en la que quisiera encajar. Esta cercanía con las damas es el sello de su obra, que pinta un universo ficticio y vaporoso de la feminidad, más que la realidad sociológica o anímica de las mujeres mexicanas de la primera mitad del siglo XX.
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Ámame de lejos
con cautela,
cultiva mi caricia
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La intimidad es lo único que en el fondo anhelamos, más allá de la geografía y los años. Si una canción procura esa sensación de intimidad, aunque rechacemos el modo en que nos dibuja, la hacemos nuestra. Pues como dijo no sé quién: La intimidad, por ser tan frágil, precisa de distancia. De ahí el viaje, las cartas, la fuga.
[1] Aunque la canción comience: «Cada noche un amor / un distinto amanecer / diferente visión».
[2] En «Vencida»: «Mística eternidad de maravilla / sombra de perversión en tus ojeras…».
[3] En «Pervertida»: «a ti consagro toda mi existencia / la flor de la maldad y la inocencia».
[4] En un ataque de celos, le arrancó media encía superior con los dientes y la mejilla izquierda.
[5] En «Rosa» dice: «Eres en mi vida/ remedio de la herida / que otro amor dejó».
[6] Mencionados más bien como adornos o símbolos.
[7] «Marchantita… / veasté nomás la mañana qué bonita, / cómo cantan los clarines y cómo hay en los jardines / florecitas, pa’ la reina; / la reina de la creación y la belleza… / Xochimilco, Iztapalapa / qué bonitas muchachitas mexicanas».
[8] Jovencita violada a quien conoció en el burdel La Bandida y le puso una casa chica para salvarla de su padrote.
[9] La olvidada, Esther Rivas, a quien conoció en Coyoacán.
[10] En «Tanto he sufrido»: «cuántas boquitas / habré besado / fingiendo amores / que no ha sentido mi corazón».
[11] Lara compuso «El cisne», inspirado en Le Cigne del poeta maldito: «Beso de luz / Rubor nupcial / Nítido albor / Pálida flor del mal».
[12] Que pasó a ser «Revoir Paris».
[13] A sus canciones, en cambio, les llamaba «sus hijas».
[14] En «Sola»: «Sola vivirás mientras vivas, / llenando con recuerdos el vacío. / Con mucha soledad y mucho frío».
[15] «Talismán que yo adoro, / mi muñequita de oro, ¿en dónde estás […] / Tú fuiste talismán de mi leyenda».
[16] En «Santa mía»: «yo he adivinado tu rara hermosura / y tú has iluminado toda mi negrura. / Sé mi guía. / Aparta de mi senda todas las espinas».
[17] En general, las composiciones de Lara tienen dos partes complementarias, y la segunda se repite después de un breve pasaje instrumental. Siempre se trata del mismo esquema con alguna imagen clave, quizá memorable, sabrosa.