Peter, aquel chico tan extraño que había nacido en un lugar no menos extraño llamado Sheerness-on-Sea, era mi compañero de habitación. Estaba en España, decía, porque quería aprender bien el idioma, así que pasaba el día leyendo libros en castellano e intentando entablar alguna conversación ocasional con el primero que se encontrara por la calle. Por aquella época leía, de un modo un tanto compulsivo, la Vida de los Doce Césares, de Suetonio. Según él, gracias a libros como ése, se encontraba verdaderamente atrapado por la vida mediterránea y por el espíritu latino. Ya había terminado la narración sobre Julio César e iba a comenzar la historia del Divino Augusto, cuando me habló de su intención de quedarse a vivir aquí. Yo le dije que estaba leyendo demasiado, que éste era un lugar sólo de vacaciones y que en invierno se quedaba vacío, pero Peter era un chico algo raro, así que, en vez de responderme, me miró, sonrió e intentó charlar con los vendedores de espejos esmaltados que situaban su mercancía a lo largo del paseo marítimo.
Habíamos coincidido en la misma habitación gracias a un anuncio del periódico que hacía una oferta realmente económica. Yo esperaba poder compartirla con una chica, pero cuando vi a Peter con su inmensa mochila cargada de libros, agendas y cuadernos de todos los colores y tamaños, decidí que no podía seguir siendo una mujer timorata y asustadiza durante toda mi vida. Y me quedé. Al principio, por la noche sobre todo, cuando tenía que encerrarme en aquel recinto diminuto con él, debo admitir que me sentía un tanto cohibida. Incluso nerviosa. Pero pronto comenzamos a hablar antes de dormir y él me contó que, además de aprender español, buscaba la esencia latina en forma de chico moreno, risueño y afable, muy romano, muy Julio César, y yo sonreí y le conté mi propia experiencia con uno de esos chicos que luego se convirtió en mi marido y más tarde en mi exmarido. Era curioso que él, tan rubio, tan pálido, buscara a alguien completamente moreno y casi robusto. Alguien opuesto a él en todos los sentidos. Me contestó que sólo ansiaba un complemento, la otra pieza de su puzzle y yo, desde una perspectiva ciertamente más experimentada y, por ello, también más escéptica, más amarga, no quise decirle que esa otra pieza no se encuentra jamás.
Pero Peter lo intentaba. En el plazo de quince días llegó a tener tres amantes, los tres muy «romanos», y los tres me hicieron salir de la habitación a altas horas de la madrugada para que ellos pudieran estar solos y asentar, según las propias palabras de Peter, lo que sería el comienzo de su larga, eterna aventura. Durante esos asentamientos iniciales de sus aventuras yo vagaba por la playa, miraba las luces llenas de sombras de las ventanas de los hoteles y volvía a fumar después de haberlo dejado, en teoría para siempre, al divorciarme. Miraba algunos escaparates, me cruzaba con grupos de gente abrazada y escuchaba el lánguido sonido de las mareas ascendiendo, descendiendo, ascendiendo… Tenía unas señales acordadas con Peter para cada caso y cuando, al cabo de unas dos horas aproximadamente, tendía una toalla de baño o encendía y apagaba tres veces la lámpara de la habitación, que daba al paseo, yo sabía que podía subir. Eran las técnicas que una puede encontrarse en todas las películas, en todas las novelas. Las técnicas de aviso a todos los compañeros comprensivos que esperan con paciencia a que otra pareja deje de hacer el amor, de arrullarse y de repetirse las mismas palabras que todos nos decimos en los mismos momentos con el mismo tono de voz, con la misma intención de permanencia y con la misma intensidad.
Los tres amantes temporales de Peter volaron y voló también mi escaso tiempo vacacional. Debía regresar a Madrid, hacerme cargo de nuevo de la sección de publicidad de la revista para la que trabajaba por un sueldo pírrico desde hacía cinco años, gracias al empeño de un antiguo amigo del colegio, y debía olvidarme de los escarceos de verano de mi compañero de habitación. Pero Peter insistía en quedarse a vivir aquí y, curiosamente, quería que yo me quedara con él. Comenzó un ridículo juego de seducción, de asedio, en el que Peter me hacía las ofertas más atractivas y más galantes que había recibido en mi vida. Ofertas más propias de un chantajista profesional que de un inglés de veintidós años. Pero yo no podía quedarme. Se lo repetía una y otra vez, y él argumentaba que jamás tropezaría con otra compañera tan comprensiva, tan leal y tan encantadora como yo. Se oponía a todas mis alternativas ya que no, no podía quedarse solo en la habitación porque no podría pagar el alquiler durante mucho tiempo. Tampoco era factible compartirla con otro chico porque, según él, su presencia podría provocar los celos de sus eventuales amantes y terminaría quedándose completamente solo. Tampoco quería intentar vivir con alguna de sus conquistas porque la convivencia prolongada mata cualquier amor, cualquier pasión, y yo era un ejemplo evidente de su teoría. Así que, ante todos sus razonamientos, me fui quedando sin excusas y comencé a telefonear a Madrid, a mi amigo de colegio, para explicarle que no podía regresar todavía. Que volvería en dos días o tres como muy tarde. Que sabría compensar con creces mi tardanza y pondría todo mi trabajo al día. Que fuera comprensivo. Que era un sol, un encanto… Siempre dispuesto a ayudarme…
—Está loco por ti —decía Peter. Y sonreía mientras me cogía del brazo para llevarme a alguna terraza e invitarme a un helado o a un batido de fresa, y hacerme olvidar el peso de todas mis responsabilidades aplazadas—. No debes tomarte todo tan en serio… —seguía sonriendo.
Y miraba con ojos de corderito en dirección al chico italiano adolescente que, sentado con sus padres y su hermana que sostenía la fina correa negra de su perrito igualmente negro, bostezaba infinitamente, lleno de aburrimiento y de hastío.
No hay un lugar que reúna a tantos turistas como los escasos emplazamientos de cabinas telefónicas que se suelen situar, casi siempre, junto a alguna carretera invadida por los motores de coches sin techo y de ruidosas motocicletas. La gente va allí, generalmente, para contarle a su familia el buen tiempo que hace, lo grandes que son las playas y lo mucho que todos se quieren, pero yo voy, sigo yendo, cada cinco o seis noches para contarle a mi afable, tolerante y siempre atento protector que fue a mi mismo colegio que, aunque ya estemos en un muy avanzado septiembre, tengo la firme intención de volver a Madrid a finales de mes para reincorporarme con toda la energía del mundo a mi trabajo, que tanto me gusta, que tanto echo de menos. Le cuento que siguen existiendo aquí motivos inaplazables que impiden mi marcha, razones que ya le explicaré por carta, una carta que nunca escribo porque estoy siempre demasiado ocupada tomando unos helados o unos batidos de fresa que son cada vez menos apetecibles debido al cambio gradual e imparable de las temperaturas. Causas que requieren mi atención más exhaustiva, más inmediata y que no puedo aclararle por teléfono porque sería demasiado largo. Demasiado complicado.
Y, mientras hablo y hablo por teléfono, observo los movimientos nerviosos de ese motivo, esa razón y esa causa que me impide marcharme de aquí. Peter ha ido notando poco a poco, muy dolorosamente, que la gente vuelve a sus casas con el fin del verano, que el verano se acaba y el calor y la luz del sol también. Que, efectivamente, este pueblo se queda vacío a mediados de septiembre y que, contrariamente a todas sus expectativas, la vida del pescador curtido de mirada melancólica es árida y dura. Estudio desde el auricular del teléfono los labios, que no cesan de hablar en un castellano cada vez más fluido, de mi joven aspirante a ciudadano romano y veo cómo se deja invitar, una vez más, por un viejo tasador de pescado que se pasa las horas acodado en uno de los pocos bares que permanecen abiertos durante todo el año bebiendo, uno detrás de otro, pequeños tragos de vino blanco. Es un hombre de barba cana y piel arrugada por los años y por el sol, que lleva una de las mangas de su camisa metida en el bolsillo del pantalón. Seguramente ya le habrá contado a Peter cientos de veces la historia de cómo perdió el brazo, pero Peter todavía no me la ha contado a mí. Y, despidiéndome una vez más de la voz que sigue y seguirá al otro lado del teléfono, sé por qué no me lo dice. Sé que Peter jamás me repetirá a mí el relato que el viejo le narra con empeño frente a un vaso de vino porque eso significaría admitir que, en su cabeza, Julio César ha muerto.