(Valencia, 1963). Es uno de los fundadores de la editorial Media Vaca.
Antes de empezar a editar libros para niños ya coleccionábamos comentarios referidos a la infancia y a la relación de los niños con los libros que espigábamos de nuestras lecturas. Estos comentarios, de autores muy variados, han ejercido seguramente una importante influencia en nuestra forma de enfocar el tema que nos ocupa. Los hemos utilizado como argumentos que explicaban nuestro proyecto editorial, los hemos reproducido en puntos de lectura y los hemos citado en entrevistas y artículos. Desde que los reunimos, hace muchos años, no hemos vuelto a leerlos todos juntos. Hoy traemos aquí algunos de ellos para compartirlos con nuestras amigas y amigos lectores. Veinte años después, ¿nos seguirán diciendo lo mismo?
La mayoría proceden de textos literarios más que de artículos periodísticos o académicos. Sus autores son narradores y poetas, y más bien hombres que mujeres. Hoy, gracias a que ha crecido el número de escritoras, esta muestra sería más proporcionada.
El filósofo y profesor Emilio Lledó, al evocar su período de formación, suele recordar a un maestro que tuvo en la escuela cuando era niño, don Francisco, quien, después de proponerles leer determinado texto, siempre les pedía «sugerencias de la lectura», es decir, que cada cual dijera libremente lo que pensaba, a partir de lo leído. Pues bien, éstos son nuestros fragmentos y éstas son, hoy, nuestras sugerencias de la lectura.
Antes de saber leer, los libros eran para mí como bosques misteriosos. Me acuciaba una pregunta: ¿cómo era posible que de aquellas páginas de papel, de aquellas hormiguitas negras que las surcaban, se levantara un mundo ante mis ojos, mis oídos y mi corazón de niña? ¿Qué clase de magia, de sortilegio era aquel que sobrepasaba cuanto yo vivía y cuanto vivía a mi alrededor? Después, cuando ya había aprendido a descifrar esos signos misteriosos, la primera vez que leí la palabra bosque en un libro de cuentos, supe que siempre me movería dentro de ese ámbito. Toda la vida de un bosque—misterioso, atractivo, terrorífico, lejano y próximo, oscuro y transparente—encontraba su lugar sobre el papel en el arte combinatoria de las palabras. Jamás había experimentado, ni volvería a experimentar en toda mi vida, una realidad más cercana, más viva, y que me revelara la existencia de otras realidades tan vivas y tan cercanas, como aquella que me reveló el bosque, el real y el creado por las palabras.
Ana María Matute, En el bosque (1998).
El bosque es, para Ana María Matute, el espacio donde se desarrolla lo maravilloso. Un lugar, también, lleno de peligros, que evitaremos gracias al recurso de nuestra imaginación. ¿Qué lector no se ha preguntado cómo es posible vivir sin imaginación? La imaginación no es únicamente fantasía, es ese motor que llevamos incorporado y que, cuando se activa, nos permite resolver problemas. ¿Cómo puede ser que las personas que nos gobiernan sean personas sin imaginación? No tiene sentido que aquellos a quienes consideramos «modelos de autoridad», personas «influyentes» o «líderes mundiales» sean, o parezcan ser, gente sin ninguna imaginación.
Recordar lo que para mí han sido los primeros libros me exige olvidar desde el principio todo lo que sé de libros. Ciertamente, toda mi actual sabiduría se basa en la disposición con la que ya entonces me enfrentaba al libro. Pero, así como en el día de hoy tema y contenido, objeto y materia, se enfrentan al libro como algo exterior, entonces se encontraba todo fundido en él, no era algo independiente de él. El mundo abierto en el libro y el libro mismo no podían separarse bajo ningún concepto: formaban un todo perfecto. De esta forma, junto con el libro, también podían cogerse con la mano su contenido, su mundo, como si tuvieran asas. Y este mundo, el contenido, glorificaba a su vez al libro en todas sus partes: palpitando en él, iluminando desde él. Y no sólo anidaban en la portada o en los grabados. Su casa estaba también en los títulos de los capítulos, en las letras especiales con que empezaban, en los puntos y aparte, en las columnas, etc. Los libros no se leían sin más, no; se vivían, se moraba entre sus líneas…
Walter Benjamin, Crónica de Berlín (hacia 1932).
El libro es una suma de cosas, una construcción que se adapta perfectamente al suelo sobre el que se asienta. Es difícil separar la forma del contenido, y no todos nos atraen por las mismas razones. Sin embargo, no se nos enseña cómo están hechos los libros y no tenemos más que noticias vagas sobre quienes los hacen y las razones que los llevan a hacerlos. El descubrimiento de los encantos del libro suele ser, pues, fruto de una exploración personal, cuando no proviene de una revelación o una «epifanía», por decirlo así. Con frecuencia, ese interés acaba convirtiendo a muchos lectores en autores y fabricantes de libros. Que ese círculo de lectores y creadores se amplíe, y que ese crecimiento venga no sólo de la mano de la educación sino del entusiasmo, sería un objetivo deseable.
En casos especiales, nada importa que el niño no lo entienda, no lo comprenda todo. Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contagie del acento, como se llena de la frescura del agua corriente, del color del sol y la fragancia de los árboles: árboles, sol, agua, que ni el niño ni el hombre ni el poeta mismo entienden en último término lo que significan. La naturaleza no sabe ocultar nada al niño; él tomará de ella lo que le convenga, lo que comprenda. Pues lo mismo la poesía.
Juan Ramón Jiménez, Antología para niños y adolescentes (1951).
Juan Ramón se apoya en la naturaleza para referirse a la poesía, y lo que él aplica a la poesía valdría lo mismo para los libros. El libro no pertenece a la naturaleza, es un objeto artificial, de apariencia simple pero muy sofisticado, en el que intervienen muchas voluntades y también muchos azares; pero, aunque a veces permanece escondido, sabe florecer y resurge como hacen las cosas de la naturaleza. Muchos de ellos mantienen su misterio, a pesar de las campañas de promoción más exitosas, y a pesar del paso del tiempo; cuando no es así, cuando no son objeto de la curiosidad (también de la de los niños), entonces los libros valen menos.
Mi niñera, a la que llamábamos Meta, no me quería mucho, y mi afición por los libros era ya demasiado para ella. Un día me encontró acurrucada en la escalera leyendo una versión para niños de Las mil y una noches, en letra minúscula.
Me dijo:
—Si lees tanto, ¿sabes lo que te pasará? Se te caerán los ojos y te mirarán desde la página.—
Si mis ojos se me caen, no los veré—le discutí.
Y me contestó:—Se caen, excepto los puntitos negros con los que ves.
Yo la creí a medias y me imaginé mis pupilas como cabezas de alfileres negros, y que todo lo demás se había ido. Pero seguí leyendo.
Jean Rhys, Sonríe, por favor (1979).
Cuando una niña o un niño se convierten a la lectura, una fuerza misteriosa parece poseerlos. Quizá sospechamos que leer un libro no nos hace tan sólo lectores de ese libro, sino que abre la puerta a infinitos libros, a una cadena de lecturas. Nos marca un camino que no sabemos adónde conduce, pero del que nos cuesta separarnos. Los libros proceden del mundo de los adultos: llegamos a ellos porque los adultos nos los muestran o nos los ofrecen, pero no se pueden confundir con el mundo adulto, porque muy pronto descubrimos que muchos adultos no leen y tienen más bien una relación problemática con ellos. Con más gusto, entonces, los hacemos nuestros.
Ayer estábamos Nuño y yo al balcón de mi posada viendo a un niño jugar con una caña adornada de cintas y papel dorado.—
¡Feliz edad—exclamé yo—, en que aún no conoce el corazón las penas y falsos gustos de la vida! ¿Qué le importan a este niño los grandes negocios del mundo? ¿Qué daño le pueden ocasionar los malvados? ¿Qué impresión pueden hacer las mudanzas de la suerte próspera en su tierno corazón? Los caprichos de la fortuna le son indiferentes. Dichoso el hombre si fuera siempre niño.
—Te equivocas—me dijo Nuño—. Si se le rompe esa caña con que juega; si otro compañero se la quita; si su madre le regaña porque se divierte con ella, le verás tan afligido como un general en su caída. Créeme, Gazel, la miseria humana se proporciona a la edad de los hombres; va mudando de especie conforme el cuerpo va pasando por edades; pero el hombre es mísero desde la cuna al sepulcro.
José Cadalso, Cartas marruecas (1789).
A pesar de que las niñas y los niños pueden llegar a ser grandes lectores, siguen siendo niños. Es decir, no son sabios, aunque sepan recitar de memoria poemas largos o escriban novelas con cincuenta capítulos. ¿Existen los sabios? Diríamos que casi nunca para los adultos, porque sólo hay que ver el caso que se les hace. Tampoco existen, probablemente, desde el punto de vista de un niño: para un niño, lo más parecido a un sabio es otro niño, al que conocemos, que sabe algo interesante que nosotros ignoramos. No podemos dejar de preguntarnos cómo consiguió saberlo.
Yo, a los seis años, era un caballero imponente, que he dejado de ser ahora. El niño se suele creer un hombre de categoría y se sueña barbudo, con makferland y sombrero de copa.
La paradoja de la vida es esa.
Entonces nos matan los hombres para que después nos maten los niños. Vivimos la vida en contradicción de momentos, y somos hombres cuando somos niños y niños cuando somos hombres.
Me creí un tío mío y aquel tío mío se creía yo y me sonreía como si se sonriese a sí mismo, como si se viese niño, jugando a lo que a mí me tenía sin cuidado.
Lo que a mí me importaba era ser aquel señor serio, admiración de las mujeres con pulseras de brillantes y con el pecho alto…
Después de los seis años fui disminuyendo en categoría y fui dejando de creer en los seres makferlánticos.
¡Nadie hacía caso entonces de lo que yo hacía como caballero imponente!
Ramón Gómez de la Serna, Automoribundia (1948).
Claramente, el esfuerzo de poner edades a los libros revela cuántas cosas inútiles hacemos los seres humanos para no hacer lo que habría que hacer urgentemente. Sirve al comercio, a la comodidad de quienes los regalan y recomiendan (a su pereza, más bien),a quienes los ordenan en las estanterías para encontrarlos más fácilmente, pero no sirve para resolver ningún problema serio. Antes que la edad, habría que valorar la persona, y cada persona es un universo.
Si el hombre adulto, como se dice, «sólo es un niño que ha crecido», ¿no estamos casiseguros de que ha crecido en tanto que niño, y que lo único que ha hecho es exagerarsus tendencias pueriles?
Un joven, no más inteligente de lo debido, si reflexiona, se dirá: «Heme aquí mayor, un hombre. Se acabaron los juegos».
Otro comprenderá:
«Únicamente ahora está todo en juego. A lo que las personas mayores llaman juego es alas ocupaciones diferentes de las suyas, que no molestan a las suyas; otros juegos distintos a los suyos, y por esta razón los únicos permitidos. Los juguetes son cebos para que no despedacemos las grandes presas… Y se nos da un cazamariposas de gasa verde y cajas para moscas muy pequeñitas, para que sólo cacemos presas muy pequeñitas. Pero vamos a jugar en serio».
Alfred Jarry, La candela verde (1907).
Sobre la progresión en las lecturas, sobre lo más adecuado para cada edad determinada, se han dicho muchas cosas y se han escrito algunos libros. Tal vez haya que darle la vuelta a esos argumentos y señalar la paradoja que supone que algunas lecturas que realizamos durante la infancia sean lo más audaz y terrible que podemos llegar a leer en toda nuestra vida. Me refiero, por ejemplo, a determinados cuentos populares, a historias sacadas de la mitología y a esos pasajes especialmente crudos extraídos de la Biblia. En ocasiones llegan a nosotros en versiones dulcificadas y no volvemos a interesarnos más, pero a veces nos gustaría seguir leyendo.
Los años nos alejan de la infancia sin llevarnos forzosamente a la madurez. La madurez es una impostura inventada por los adultos para justificar sus torpezas y procurarle una base legal a su autoridad. El espectáculo que ofrece la historia antigua y actual es siempre el espectáculo de un juego cruel, irracional, imprevisible, ininterrumpido. Es falso, pues, decir que los niños imitan los juegos de los grandes: son los grandes los que plagian, repiten y amplifican, en escala planetaria, los juegos de los niños.
Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas (1975).
A veces lo que deseamos es que las versiones adaptadas den paso a las obras completas. Que los libros se comenten, y que sirvan para hablar de todo. Los libros, como las series de televisión en nuestros días, deberían propiciar suculentas conversaciones. ¿Por qué consideramos el juego de los niños como parte de su aprendizaje y el de los adultos como parte de su tiempo libre, dedicado al placer y el descanso? Esto no parece tener mucho sentido. Por otra parte, es interesante comprobar que lo que leía un niño hace cien años (los niños que leían) hoy no lo lee casi nadie. Y que las lecturas de muchos adultos en la actualidad parecen hechas a la medida de lo que antiguamente se consideraba la capacidad intelectual de un niño.
Siempre es niño el capaz de aprender, aunque tenga más años que un palmar. Esto asentado, yo os pregunto: ¿Cómo puede un maestro, o, si queréis, un pedagogo, enseñar, educar, conducir al niño sin hacerse algo niño a su vez y sin acabar profesando un saber algo infantilizado? Porque es el niño quien, en parte, hace al maestro. Porque hemos de comprender como niños lo que pretendemos que los niños comprendan. En las disciplinas más fundamentales el niño no puede disminuir al hombre. Al contrario: el niño nos revela que casi todo lo que él no puede comprender apenas si merece ser enseñado, y, sobre todo, que cuando no acertamos a enseñarlo es porque nosotros no lo sabemos bien todavía.
Antonio Machado, Juan de Mairena (1936).
En esta época, una nueva sensibilidad recorre el planeta y grandes movimientos globales reivindican el papel de las mujeres, el respeto a las distintas identidades sexuales, el reconocimiento de las minorías y la protección de los animales y del medio ambiente. En algún momento hay que pensar que será la infancia quien ocupe el lugar principal en el debate retransmitido por los medios de comunicación. Habrá que reconocer entonces que no hay un espacio propio destinado a la infancia y otro destinado a los mayores: el futuro de niños y mayores está absolutamente ligado. Como sea el trato que demos a los niños, así será el futuro que consigamos todos.
Qué desastre tener sólo una edad determinada. A uno le gustaría tener al mismo tiempo dos edades distintas y saberlo.
—¿Cuántos años tiene usted?
—Veintisiete y setenta y cinco.
—¿Y usted?
—Cuarenta y uno y doce.
De estas edades dobles se podrían sacar nuevas y fascinantes formas de vida.
Elias Canetti, La provincia del hombre (1973).
Si aplicáramos esta fórmula para identificar a cualquier persona, o para pensarnos a nosotros mismos, se producirían, como dice Canetti, muchos cambios en nuestra forma de vida. En el terreno de los libros, por ejemplo, los mayores leerían libros infantiles, o no tendrían problemas para reconocer que lo hacen, y tampoco los libros se harían sin contar con los niños: las niñas y los niños decidirían cómo deberían ser y los harían según sus propias ideas. Nada sería lo mismo.