Inédito para el cine (para Carlo Lizzani)

Leonardo Sciascia

(Racalmuto, 1921). Texto tomado de Questo non è un racconto. Scritti per il cinema e sul cinema (Piccola Biblioteca Adelphi, 2021).

Palermo y la Conca d’Oro desde lo alto. Los jardines, los huertos. Los naranjos cargados de fruta. Un terraplén que se abre. El chorro de agua que impetuosamente fluye de él, avanza dentro de un canal para irse a derramar en otros canales más pequeños, cada vez más pequeños, componiendo una brillante celosía entre el verdor de los jardines y de los huertos. Otro naranjo, espléndidamente cargado de frutos. Disparos. Un hombre cae abatido a los pies del árbol.

Edificios de departamentos estilo Liberty que de improviso desaparecen para cederle su lugar a nuevas construcciones, básicamente horrendas. Manchas de verde que se evaporan, enormes ficus, palmeras; y casas nuevas que surgen en su lugar. Una casa en construcción. De espaldas, un hombre que dirige los trabajos: el contratista, el dueño. Disparos. El hombre se desploma bocabajo, al lado de una revolvedora.

La vucciria, el hervidero de los vendedores de cigarros de contrabando. Un camión junto a una casa de campo descarga grandes cajas de cartón en las que se leen las marcas Chesterfield, Camel, Morris. Un hombre que ayuda en la descarga. Disparos. El hombre se derrumba junto a las cajas apiladas.

La procesión de los vendedores de flores frente al Teatro Massimo. Florerías, vitrinas atiborradas de flores. Un turista abre la puerta de una florería, entra: descubre al comerciante abatido en medio de sus flores.

Más velozmente. Un auto que repentinamente aminora la velocidad se detiene frente al local de una pescadería. Aparece el cañón de una metralleta. Siguiendo al objetivo y los disparos, un hombre se desploma frente al mostrador del pescado. El auto vuelve a tomar velocidad. La misma escena, pero más nocturna, en una calle menos concurrida: un hombre es acribillado mientras abre el portón de su casa. Misma escena frente a un taller de reparación de autos: el hombre se da cuenta del automóvil, saca su pistola. La ráfaga le da alcance antes que logre apuntar.

Cadáveres cubiertos con sábanas, resguardados por los carabineros, a medida que van apareciendo los créditos de la película.

Una sala de audiencias. Una mujer vestida de negro sentada casi al centro, entre el estrado de la corte y el de los abogados; detrás, la jaula de los imputados, frente al fiscal. Dice: «En ese momento, en Palermo, no se entendía nada. Se mataban entre ellos, era toda una cadena. Por supuesto, había razones para que esto se diera así: intereses, rivalidades, ofensas, la sospecha de que alguien pudiese ser un espía. A veces también eran problemas de cuernos. Pero, sobre todo, los intereses fueron los que causaron tantos asesinatos. Grandes intereses… Pero yo insisto en decir que mi esposo no tenía nada que ver con estos intereses. Él se ocupaba de sus asuntos, era tranquilo. Pero sospechaban que él había cometido una deshonra, que cuando lo habían arrestado había hablado y, por lo tanto, luego habían detenido a Don Filippo. Pero no era verdad, mi esposo no había dicho ni media palabra. Pero Don Filippo seguía sospechando de él. Mi esposo lo sabía, y había hecho todo lo posible por aclarar las cosas. Y como él no quería entrar en razones, mi esposo ya se esperaba el golpe de la venganza. Además, aquel día, estaba claro que algo iba a suceder. Todo empezó con los dos camiones temprano en la mañana…».

En la entrada de una calle, dos camiones descargaron piedras de esas rectangulares que se utilizan para pavimentar, para cerrar la vía. Un hombre se asoma desde el balcón de su casa. Apenas se da cuenta de la maniobra, se queda paralizado, observando con creciente aprehensión y nerviosismo. Cuando los camiones se alejan, dejando en la entrada de la calle esa trinchera de piedras rectangulares, el hombre se retira del balcón, cierra las ventanas y se sienta en la cama, como alguien que, por el susto, ya no puede mantenerse en pie. Se queda inmóvil, la cara esculpida en una desesperación inexpresiva y estúpida.

Sala de audiencias. El juez: «Pero esos dos camiones eran del municipio y, en esos días, se estaban realizando trabajos de pavimentación en la calle adyacente… Fue una casualidad, ¿no?».

La mujer: «Yo no sé nada. Sólo sé que los dos camiones vinieron y descargaron. Y desde ese momento mi esposo se dio cuenta de que era el día señalado».

La mujer entra en la recámara, se percata del estado de abatimiento de su esposo y le pregunta: «¿Qué pasa?». El hombre responde con un gesto vago y desesperado a la vez. Luego se levanta, con movimientos cansados termina de vestirse: la corbata, el saco. Ella lo sigue con miradas ansiosas. El hombre dice: «Éste es un día que no me gusta». Abre un cajón, saca una pistola, la abre para asegurarse de que está cargada, le quita el seguro, mete el arma en el bolsillo de su saco. Abre otro cajón y saca de él otra pistola más pequeña. Ejecuta la misma operación. Se la pone en el bolsillo trasero del pantalón: «Si hoy tiene que pasarme algo, cuida del niño. Y sostén las cosas con mano firme, si no te la comen». La mujer: «Pero, ¿qué tienes? ¿Qué viste?». El hombre señala hacia la ventana, hacia la derecha. La mujer abre, se asoma; se echa hacia atrás con una expresión que es, al mismo tiempo, de consternación y de pregunta. El hombre dice: «Han cerrado la calle de aquel extremo», señala hacia la derecha, «si vienen de este otro…», señala hacia la izquierda. «No salgas», implora la mujer. «Hoy no salgo. ¿Y mañana? ¿Y pasado mañana?». Sale de la recámara. Desde la ventana la mujer lo ve salir del portón: cauteloso, tenso, alerta. Se dirige a su tienda, que se encuentra casi enfrente de su casa, sube la cortina metálica, entra.

Desde este momento, la jornada del hombre, al que llamaremos Antonio, es toda una agonía. Llega su guardaespaldas, un joven moreno y enjuto, y guiñando el ojo hacia el lado cerrado de la calle dice: «¿Ya viste?». «Sí, ya vi, prepárate».

Llega el hijo, un joven apuesto, lleno de arrogancia. Mismo gesto: «¿Has visto?». «Ya vi. Pero, ¿qué significa? Arreglan la calle, ¿no?». «Si no los capoteas, esta noche te asesinan. Todos están aquí». «¿Y cómo los eludo, con la bomba atómica?… Además, no es que todos estén aquí porque quieran arrancarme el pellejo. Vinieron para asistir a los funerales de tío Giovanni La Ferla».

Un funeral mafioso. Coronas: «Tus amigos de Bisacquino», «Tus amigos de Corleone», «Tus amigos de Castelvetrano», «Tus amigos de Partinico», etcétera, etcétera, es lo que aparece escrito en los listones que atraviesan las fastuosas coronas de flores. Una barroca carroza fúnebre. Sacerdotes. Confraternidades. Detrás de la carroza los amigos. Silenciosos, doloridos. En el cortejo, evidentemente, hay un riguroso orden de precedencia jerárquico. Necesitaríamos detenernos en los rostros más interesantes, volviéndolos a tomar de frente y de perfil, aludiendo a las fotografías policiales. Algunos de estos rostros se verán luego, velozmente, durante las detonaciones de la noche.

El hijo: «También estoy aquí para tus funerales». El padre: «No está dicho que logren organizármelo». El guardaespaldas sonríe con bravuconería, como diciendo «Aquí estoy yo». «Tú, mientras tanto, apártate del camino», dice Antonio, «vete a casa o a dar un paseo o a donde diablos se te pegue la gana, pase lo que pase, todavía soy capaz de arreglármelas».


La pasión de Sciascia por el cine

Las grandes pasiones nacen en la infancia. En la pueblerina sala de cine de Agrigento nació la gran pasión de Sciascia por el cine. El pequeño Leonà tenía ocho años cuando, en 1929, su tío montó la sala de cine en su natal Agrigento. «Para mí, en ese entonces, el cine era todo. Todo», dijo Sciascia alguna vez, al recordar al modesto teatro de Racalmuto transformado en cinematógrafo. Como sobrino del gestor del cine, tenía la posibilidad de disfrutar de las funciones desde el palco del podestà o meterse a la sala de proyecciones al igual que el Totò de Cinema Paradiso. De hecho, cuando en Italia se estrenó la película de Giuseppe Tornatore, con un fracaso rotundo, uno de los pocos que apoyaron a Tornatore fue Leonardo Sciascia, quien veía parte de su infancia reflejada en el guion de la cinta ganadora del Óscar a la mejor película extranjera en 1989.

Gran apasionado del cine noir francés de Jean Renoir y Marcel Carné, Sciascia supo imbricar en su técnica narrativa la influencia del lenguaje cinematográfico.

Sus novelas de ambiente judicial, verdaderas parábolas sobre el poder del Estado y sus nexos extralegales, encontraron el camino libre para ser adaptadas para el cine, gracias al cual su obra pudo tener mayor difusión a nivel internacional: A cada uno lo suyo, de Elio Petri; Un caso de conciencia, de Gianni Grimaldi; El consejo de Egipto, de Emidio Greco; El día de la lechuza, de Damiano Damiani; Puertas abiertas, de Gianni Amelio; Una historia sencilla, de Emidio Greco; Todo modo, de Elio Petri, y Cadáveres ilustres, de Francesco Rosi.

Questo non è un racconto. Scritti per il cinema e sul cinema (Adelphi, 2020), antología de los escritos de Sciascia para y sobre el cine preparada por Paolo Squillacioti, uno de los grandes estudiosos de la obra del escritor de Racalmuto, recoge los tres guiones que escribiera para tres grandes directores: Carlo Lizzani, Lina Wertmüller y Sergio Leone.

Como un homenaje al escritor con más compromiso civil y pasión democrática de la literatura italiana, presentamos la traducción al español del guion que Leonardo Sciascia escribió para el gran director y guionista Carlo Lizzani.

Nota y traducción del italiano de María Teresa Meneses.

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