In memoriam / Oliver Sacks o la novela del cerebro / Juan Nepote

Juan Nepote

Aunque de pocos elementos del universo conocemos tanto como del cerebro, la expresión resiste la artificialidad de la frase hecha: el cerebro aún es un misterio. Se trata, claro, del único órgano que se estudia a sí mismo.
     Eso lo comprendía muy bien Oliver Sacks (Londres, 1936-Manhattan, 2015), entrañable neurólogo y elegante escritor para quien la historia clínica de sus pacientes —desde los primeros indicios de sus padecimientos hasta su clímax o crisis— era un manantial de sorpresas: «Para situar de nuevo en el centro al sujeto (el ser humano que se aflige y que lucha y padece) hemos de profundizar en un historial clínico hasta hacerlo narración o cuento; sólo así tendremos un “quién” además de un “qué”, un individuo real, un paciente, en relación con la enfermedad… en relación con el conocimiento médico físico».
      La antigua tradición descriptiva —sostenía Sacks—, tan común entre los médicos del siglo xix, con un acopio abundante de información, una mirada de amplio horizonte y caleidoscópica, cierto estilo desbordado, ha sido reemplazada por una ciencia neurológica impersonal, insípida: «Las fábulas clásicas tienen figuras arquetípicas: héroes, víctimas, mártires, guerreros. Los pacientes nerviosos son todas estas cosas… y en los extraños relatos que se cuentan aquí son también algo más», escribió en la presentación de Alucinaciones.
      Preciso, distinguido, irónico, Oliver Sacks no solamente se convirtió en uno de los exploradores más creativos del cerebro, también fue el prolífico autor de una serie de libros inolvidables, bien dotados de armas para seducir y motivar el aprendizaje, porque sus narraciones lo mismo sensibilizan que educan: Un antropólogo en Marte, Migraña, Musicofilia o Alucinaciones, etcétera.
      Entre nosotros, debemos a Mario Muchnik —físico profesional, editor por herencia paterna— la presencia de Sacks en nuestros libreros, desde que en una mañana a principios de los años ochenta el editor argentino descubrió en las páginas de la revista The New Yorker a ese paciente y metódico orfebre que, según César Antonio Molina, no hizo otra cosa que labrar «la novela del cerebro».

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Amable, sugerentemente, en El tío Tungsteno: recuerdos de un químico precoz Sacks nos ofrece algunas pistas obre el origen de su pasión por la ciencia: fue su tío Dave —dueño de una fábrica artesanal de focos con filamentos de tungsteno— quien provocó su interés por los metales, por la química, por observar analíticamente el mundo que lo rodeaba. Así inició un compromiso con la curiosidad al que ya nunca habría de poner punto final: desde los experimentos caseros con los olores y los colores de las sustancias hasta la lectura voraz de las obras de Dalton, Mendeleiev, Bohr, Planck. A partir de sus aventuras lectoras, en su infancia y juventud Oliver Sacks se ocupó de jugar con magnetos y piezas de ámbar, se cuestionó si la luz del Sol y la de las estrellas funcionaban de formas similares; ya desde su primer encuentro con uno de los focos elaborados en la fábrica familiar, Sacks pregunta qué es la electricidad, cómo fluye, y ante la insistencia infantil se impone el hartazgo materno: «hasta allí llego yo, lo demás tienes que preguntárselo a tu tío Dave», ese tío Tungsteno imprevisible y feliz, propietario de la fábrica Tungstalite, un pequeño oasis poblado de máquinas inimaginables que le facilitaron descubrir el inesperado peso y la insuperable densidad del mercurio, o el sonido del tungsteno («nada en el mundo se le parece»).
      El abuelo de Sacks había sido un empedernido autodidacta apasionado de la educación —sobre todo de la educación científica— que había criado a nueve hijas y nueve hijos varones; la mayoría se ocuparon profesionalmente de asuntos de biología, medicina, matemática, física, sociología o educación (la madre de Sacks estudió química, pero después se decantó por la anatomía y la cirugía). Y entre sus paseos industriales y las visitas a museos («los museos, sobre todo, me permitían deambular a mi aire sin verme obligado a seguir ningún programa, ni asistir a clases, ni hacer exámenes, ni competir»), Sacks iba combinando elementos, sustancias y procesos para formularse un punto de vista sensible y original, emotivo y atento, imaginativo y solidario: «Me interesan en el mismo grado las enfermedades y las personas; puede que sea también, aunque no tanto como quisiera, un teórico y un dramaturgo, me arrastran por igual lo científico y lo romántico». Con los años se convirtió en uno de esos médicos que describía Ivy McKenzie —«El médico (a diferencia del naturalista) se ocupa de un solo organismo, el sujeto humano, que lucha por mantener su identidad en circunstancias adversas»— y, poco antes de cumplir cuarenta años de edad, Sacks comenzó a construir una obra literaria vertiginosa y popular donde relata con maestría su propio ejercicio clínico sin escatimar ni un átomo de calidad, y que igual confirma que contradice aquel alegre arrebato de August Strindberg: «La literatura no sirve de nada. La ciencia lo es todo».

 

 

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