Ciudad de México, 1985. Una de sus publicaciones más recientes es «Sumidero/s» (Punto en Línea, número 92, 2021).
Hipótesis
Toda vida es una guerra.
Y se urde en la memoria, transcurre sólo en ella e inicia allí, toda vida.
Capítulo 1. Nosotras
Nunca nos sacamos fotos para documentar la existencia, mi madre y yo. Ahora, trato de atisbar instantes mínimos que organicen lo que íbamos siendo.
¿Cuándo? ¿Cuándo fue que éramos eso y no algo distinto?
Capítulo 2. Trazos de una cronología del acecho
Aquel hombre escudriña también todo esto.
Atisbo el instante —la tinción exacta de la oscuridad— cuando mi perro, con su pelo corto de alpaca a rape y sus ojos de buda, sin decidirlo, se endureció al frío de la noche y a la soledad en su caja de cartón. Debió helarse allí tantas noches. Mi perro.
Distingo el segundo, la geografía del patio por donde la paloma que criaba salió volando a media lluvia, cruzó la barda y el aire la estrelló en la hierba crecida de los baldíos al lado de esta casa; en sus alas abiertas: aire, lluvia sobre su carne blanquinegra de pluma. Puedo verme desde arriba, algo que no es niño ni adulto, arrojándose al agua con una sombrilla que iba a arrastrar el viento cada vez que quisiera; soltarla, para agarrar al ave y pegársela —pegármela— al pecho antes de echar a correr adentro. Y hallarlo, ahí, en su ventana: un chico de mirada que escruta y hurga, espiando. Mirada que será la de siempre, que oteará momentos como aquel —desde ese sitio— cada que pueda.
Sé que fueron esos días los que lo vieron aparecer al lado de una cruza de cocker blanco, bajarse de una vieja Brasilia 1982, meterse en la casa donde vivían, antes, una mujer y unos niños —una mujer que sin parar limpió el vidrio enorme de sus ventanas—, y quedarse allí. Él, allí. Hoy está justo en el mismo lugar: un señor que mira el interior de mi casa mientras fuma un cigarro.
Capítulo 3. (Borrador F) Para el croquis de un temor familiar
Tuvimos un árbol de navidad que supo crecer en la orfandad hasta secarse, esos días. Esferas blancas, translúcidas. Miniaturas con diamantina que caía de ellas al sacarlas de su caja. Luces. Fue el diciembre que mi madre se rapó la cabeza luego de la primera cirugía; se compró una peluca, del color del agua en una cisterna si la abres cuando se ha ido la luz: el color del vacío. En ella iba bien. Contemplo la claridad de aquel diciembre; las hojas aciculares del árbol que tuvimos; que, mientras lo llenaba de luces, yo, en esta deshabitada casa, comprendía con la constancia con que se puede comprender algo, que mi madre quizás ya no regresaba para verlo adornado, encendido, musical y, al mismo tiempo, no dejaba de desearla volviendo.
Sin fotos.
Sin notas.
Ni diarios.
El uniforme de la escuela media era lo que yo vestía cuando le mostraron la placa de partes de su cuerpo invadidas, mutando, tragándosela desde dentro. Estuvo sentada junto a mí. Fuimos ella y yo, y un consultorio. No recuerdo el mes. No sé cómo encajar esas escenas, esas semanas, ese espanto.
Pabellones de hospital. Decir adiós. Yo y nadie más en la sala de espera; yo, catorce años; aguardando los sonidos de su nombre por el altavoz. Un tripié y una bolsa de sangre conectada a su brazo. Ella, sentada con una almohada en su espalda. Horarios de visita. Las hojas de alta y una pluma de tinta azul. Viajes a una sala aislada que le presagiaban náuseas. La palabra: radiación. Segunda cirugía. Las caras conocidas de los médicos. Radiación. Su cabeza lisa y suave. La peluca que la hacía reír y le picaba en el cuero cabelludo. Consultas. Controles. Habíamos llegado cerca del julio siguiente, en el que salí de la escuela media.
La noche previa dormimos en casa de mi abuela; salimos muy temprano para dirigirnos a la iglesia, cerca de la aislada colonia donde habitamos. Diez kilómetros de distancia, recorrida entre tramos a pie, transbordos de metro, paradas de combi. Recibir el certificado casi me separó de aquella otra parte de mí.
Un patio asoleado antes del mediodía; el director me dio la mano. Su sonrisa. El traje gris y el pelo blanco. Mis compañeros y yo nos formábamos, esperando; nuestros padres alrededor; mi madre, ahí. Luego, después de tres años en ese sitio, por fin los chicos reían; yo reía frente a los maestros. También ella.
Mi padre se volvió generoso esos meses. Dejó de seguirnos. De inventarnos historias y llamarnos perdidas. Cualquieras. De odiarnos.
El lomo entre amarillo y naranja de mi perro, quieto, inmóvil: decidido a no dejar que lo separásemos de su caja, de su espacio en el patio, de nosotros, para sumirlo en un hueco de tierra junto a la casa, llegó después, pronto.
Sí. Pronto.
¿Cuándo ocurrió? ¿Qué horas eran? ¿Qué estúpidas fechas?
Todo quedó en la memoria.
Capítulo 4. Devenir animalidad
Mi padre fue un monstruo. Consecuentemente, también yo debo serlo. Y lo soy. Tal vez por eso busco, rastreo con mi nariz del perro, del gato que me he vuelto.
Pistas. Es de lo que entiendo.
Pistas de lo que ya no existe y cuyos restos siguen ahí, en algún lugar, de alguna forma. Huelen. Siento su tacto a veces. A veces, cuando no estoy prestando atención, les oigo.
¿Cómo han sido?
¿Cómo ocurrieron las cosas?
Capítulo 5. Factor decisivo
Sé que aquel fue un domingo; sé que mamá y yo salíamos a caminar. De mi padre, hincado sobre el jardín, cavando —cavaba quizás el hoyo donde planeaba enterrarnos—, vi su camisa blanca: las líneas que le había dejado la plancha a la tela; su nuca. Debí estar recorriendo alguna licenciatura de esas en las que fracasé. Ella llevaba el pelo ondulado, castaño rojizo, tan de ella. Me agarraba de su brazo, solía colgarme, así, en su brazo, desde la infancia. Seguíamos siendo mi madre y yo, y años pasando. Nos habían llegado nuestra perra blanca, la poblada de lunares, y el cachorro al que el fleco se le hundía en los ojos, grandes como cielo cerrado.
Por esos días, encontraba al muchacho de la ventana en la tienda, comprando cigarros. Tenía ya cerca de veinticinco y una forma de reír de quien es inocente. Pasamos tardes hablando. Tontear se nos dio demasiado bien.
Es ese domingo. Hemos salido a caminar mamá y yo. Veo la calle, el asoleadero que es el pavimento y, abierta, la casa de los vecinos. Un hombre robusto, que ronda los cincuenta, sale, arroja agua sucia con una cubeta a las plantas, al lado de mi casa. Las hojas brillantes son agachadas por el agua densa. Mamá está hablándole. Él, su voz idiota, le contesta que no está sucia, que es del fondo de su cisterna, que es para regar las plantas.
Ahí aparece, sin el cocker ni la Brasilia, el mismo muchacho: hijo de quien ahora empapa las bugambilias con el líquido lodoso. Fuerte, nítida, la voz de ese muchacho que hoy todavía nos vigila por su ventana, recorre la calle, se cuela en mi casa ese domingo de mierda. Está gritando allí y no va a callarse. Sus palabras abren a la fuerza la calma, el silencio a medias, como cuarteaduras: una y otra, luego, otra más.
Una especie de parto en el que el cuerpo se desgarra hasta acabar de rasgarse, así fue la tarde esa. La que nos trajo a este aquí inimaginado, accidental.
Con el miedo, nos fuimos mamá y yo. Anduvimos dos colonias, el sol arriba bullendo, hablábamos; se trataba de olvidar lo que nos encontraría al regreso, en la noche, en nuestra casa. Un padre, los nervios trastornados; las luces apagadas; sentado en la entrada, esperando. Esperándonos.
Sus palabras son simples. Metido en la cisterna, bromeando al hombre del agua puerca, revolcándonos sin piedad dentro de aquel juego, echándonos al interior de una realidad de la que no escapas: «Ya, pá, luego echas novia». «Novia», la vecina de enfrente. «Novia», mi madre. «Novia» e hincado en el jardín un esposo que hace una zanja, que cava su furia, su desconfianza, y enloquece: mi padre. Las palabras del muchacho son simples, son sobre mamá, sobre el hombre que hace hoyos y arranca raíces, sobre mi vida. Las está gritando. No nos mira a la cara. No se calla.
Capítulo 6. Creación de un universo
Dieciocho sonidos son el nacimiento del odio. Odio que emergió, echó raíces, hojas, frutos, dentro, afuera, alrededor de mí.
Capítulo 7. Siempre habrá quien ataque
De mi padre conozco las caras que escapan de su propia cara cuando está acechando, cuando va a atacar.
Lo he visto contenerse recargado en la pared del patio, con la puerta cerrada, como un bisonte autófago que hace esfuerzos por devorar sus tejidos enfermos en los que se gestan horrores, delirios, brotes contra nosotras y contra el mundo. Su mundo. Allá, se encierra. Lejos. Y, desde allá, avienta la puerta. Y abre. Y entra encima mío, que estoy atorándola con mi cuerpo. Y es domingo. Y, también, puede ser cualquier otro día.
Capítulo 8. Los que atizan el fuego y su inocencia
El muchacho de la Brasilia y yo habíamos sido amigos algunos años en preparatoria. ¿Por qué? ¿Para qué? Algunos años. Años que se hacen nada cuando un quien sea que te agrade, que además te espía, empieza un incendio y tu familia se está por quemar: cinco palabras. Una frase. Y ríe. Aunque tú sientes náuseas, para él no pasa nada.
Capítulo 9. Reconocer el terreno: elegir un bando
Un incendio devorará todo, te tragará. Ni por un amigo, ni por nadie. Conocer la vida con la garganta ahogada de eso, que es como la ceniza, y saber cortar de tajo todo lo que te ensucie el aire son la misma cosa.
Capítulo 10. Guerrera
Ella.
Hoy, por las avenidas caminadas, miro mi teléfono: no es mi primer anhelo hallar algo que me haga abrir la cámara, hacer capturas.
Mi madre escribe recordatorios en post-its de colores que han poblado ya las paredes, los muebles. Cuadritos de papel: trozos de vida. Lo que nos queda.
Anota en ellos la dosis de una pluma de inyección que saca del refrigerador y se entierra en la pierna. 1 dosis/día. 28 dosis/pluma. 80 microlitros para rellenar profundas, cuantiosas, proliferantes cavidades en su arquitectura ósea.
Suele repetir para sí las calles de los sitios que frecuentamos; las repite mal. Buscando entender, pregunta lo mismo sin que su cara de incomprensión se alivie. Lleva ese diario fotográfico de lo que come. Y, a veces, cuando descompone el teléfono, pierde sus pedazos, la historia que va armando con constancia, día a día. La perderá cada vez que olvide hacer el respaldo de datos; entonces, volverá a empezar. Quizás.
Hoy, deja su andadera en una esquina del patio, recoge el bastón, avanza rengueando al taxi; se duerme en el camino; despierta; baja frente al edificio donde está el tanque en que toma sus terapias. Se quita el collarín que envuelve sus vértebras cervicales —un collarín que es ahora parte de su cuerpo— y, lenta, va a sumergirse en el agua.
Al salir, surte la lista de sus medicamentos en cualquier farmacia cerca, compra una penca de plátanos. Llegará, jugará con Osa, su canina de raza mixta. Ella encontrará el sitio de taxis para volver, aunque tenga que preguntar en cada calle. Dos frases le hacen falta: el nombre de la colonia y la calle donde vivimos, y mi madre las porta en su teléfono y en sus manos, en la piel de los brazos, en innumerables páginas de la libreta de pendientes e instrucciones que lleva.
Tomará fotos en el camino. Banquetas. Gente. Nubes. Zaguanes. Fotos de ella misma. De los torcimientos de su cuerpo proyectados en forma de sombra. De los espacios luminosos.
Capítulo 11. Existimos a partir de los daños
Sé que aquel muchacho —aquel señor, hoy, que continúa hablando a gritos de voz aguda—, nunca entendió por qué dejé de mirarlo, de notar su presencia al casi chocarnos donde sea que coincidamos. Por qué mi cara se volvió la que pones si algo apesta, apenas pasar cerca suyo o de cualquiera de su familia. Que vacíe en su banqueta los charcos que junto al barrer el patio. Y susurre, cuando salgo por la puerta y me encuentro su casa: «Dios, que todos ahí se mueran». Sí. Que todos ahí mueran.
Hubo ese tiempo en que él no entendía. E, igual que a mí, le germinaron dentro la rabia, la cólera, una mañana: aquella en que insulté a su querida hermana en la calle, o una noche, esa, cuando le estrellé el coche a su zaguán, y la madrugada en que apaleé el tubo que puso sobre el pavimento para que no se estacionara nadie, también está la tarde que pagué a un carrito de basura a cambio de que le descargara toda la recolección del día en su banqueta: un promontorio de inmundicia, igual a él. Él, que ha empezado a grabarnos: una cámara de frente nos enfoca; debe estar entre sus grabaciones la noche en que se acercó a nuestra jardinera y, con sus manos dentro de ella, comenzó a despedazar los racimos blancos de las suculentas que ahí habitaban, los recogió, los metió por su puerta; la mañana en la que abrió boquetes en nuestros viejos adoquines y rompió la guarnición frente a la reja que da al exterior.
No sé cuándo exactamente la ira lo invadió y, expandiéndose, lo desbordó hasta ocupar y atravesar su casa toda, como un eucalipto que se ensancha y avanza, justo al centro, desparramando las ramas por puertas, tragaluces; las raíces crecidas entre el subsuelo.
Hay noches en las que me siento a admirarlo desde mi ventana. Me gusta contemplar su tronco abierto, seco, descascarado, con esas ramas que están por partirse y caernos encima.
El nuestro es un odio colmado con momentos que se palpan, se recorren, se sostienen en las manos. Momentos futuros en medio de nada.
Antes de que la rabia nos infestara, tampoco poseíamos fotografías, notas, algo tangible que nos obligara a seguir así.
Capítulo 12. Lo que no sobrevivió
A unos metros, perduran enterrados los perros de mi familia. El cachorro de los ojos de cielo cerrado se nos volvió ceniza hace cuatro años. Igual, como nosotros nos fuimos volviendo.
Es destino, eso. Supongo.
De la misma forma en que le ocurrió al de aquel viejo muchacho, mi padre hace su camino entre la tierra. Plantas diminutas crecen sobre él.
Yo y mi madre. Ella, que se torna ausencia, de vez en vez y, esas veces, parece como si el sol que iluminó un patio en el que supimos reír, nos abrasara completas, sin cesar: un sol que ciega y vuelve, y vuelve. Y vuelve. Ella no se da cuenta, salvo por mis gritos diarios en su contra y la de sus desmemorias, con los que intento atrapar cada trozo de esto que venimos siendo antes que lo pierda; sus retazos de lo que intentamos ser y en los que, dentro de los pensamientos de mi madre, se expande el cuerpo absurdo e infinito de un olvido alimentado con tajadas de nuestras vidas, de lo que conocimos, de lo que mañana ya no seremos.
Yo, que me convierto en este perro, esta gata, que olfatea el aire y sólo sabe no parar de buscar todo rastro de supervivencia; de gruñir a lo que sea que tenga el miasma del peligro. Que no sé más que montar batalla, persiguiendo lo que una vez atesoramos, acechando lo que pueda despojarnos de esto que nos queda.
Capítulo 13. Tesis: cada vida es el atlas de demasiadas guerras
Trazo un árbol familiar injertado. Un ciprés: uno con un aro de alambre hundido en su tronco, como el que en nuestro patio sobrevivía la década que abarcó mi infancia; parte araucaria, con sus zanates revolcados en negrura, que se lancen, vayan y se hundan en sus ramas; parte yuca, a la que le crezcan cabezas capaces de enterrarse contra lo que se acerque y frágil que cualquiera pueda retorcerle los racimos de flores hasta quedarse con ellos en las manos.
Un árbol que le muestre a mi madre quiénes fuimos nosotras. Y le descubra el camino de rumbos venideros.
Que me señale una dirección desde aquí hacia la que seguir.
Se encuentra en algún despoblado. No escucha voces. No ve caras. No tiene voz.
Pero existe.
Está ahí.
Sé que está ahí.