Hotel Babel / Ricardo Adán Velasco

Nací en la habitación 1987. Está en el piso más alto y más moderno (que dejará de serlo cuando la nueva planta en construcción quede terminada). Este edificio en que vivimos es tan alto que no alcanzamos a ver sino una espesa neblina al asomarnos abajo; desde hace ya varios pisos, los inquilinos vienen transmitiendo la creencia de que pronto colapsará hasta sus cimientos (cada vez que se construye una nueva habitación, todos aseguran que será la última).

Cada vez que se construye una nueva y más moderna habitación, los inquilinos hemos de abandonar nuestras paredes natales para mudarnos en pos del irrevocable y acelerado avance de la construcción. Hemos de abandonar el decorado y nuestro inmueble para adaptarnos a lo que esa moda desconocida nos depare (y antes de darnos cuenta ya nos estamos mudando otra vez). Sin embargo, nos gusta rescatar y restituir algunas decoraciones de nuestros pisos anteriores (es la nostalgia, no por el tiempo, sino por el espacio perdido que hace ver diferente al tiempo).

Mis padres suspiran por la lejanía de su piso (él pertenece a la habitación 1956 y ella a la 1954) y, a pesar de que éste permanece allá, unos cuantos escalones más abajo, para ellos ya sólo tiene la realidad de un sueño. Pero, puesto que nuestro espacio avanza más rápido que el tiempo, cronológicamente la planta 1950 no se encuentra tan lejana. La renovación tan recurrente del decorado crea la ilusión de una trayectoria constructiva mucho más longeva (las peculiaridades decorativas por piso son conspicuas, y por habitación mucho más tenues). En verdad no somos tan viejos, es que este edificio crece demasiado rápido (lo sé cuando apenas llevo dos habitaciones recorridas).

Así también, el amplio espacio de nuestras habitaciones nos parece reducido cuando todos están tratando de acapararlo. Cada quien lo invade con sus propias decoraciones. Mis padres reniegan de todas ellas al compararlas con las de su piso, el que siempre han considerado como el mejor que se ha hecho (y mismo del que mis abuelos renegaron en su momento). Y a la mayoría de los huéspedes más antiguos les molestan no sólo los decorados modernos, sino incluso los huéspedes modernos («Si en mis primeras habitaciones hubiera visto algo como esto», se queja mi abuelo, «habría creído que hubo una crisis económica, porque a todos se les están cayendo los pantalones y se los tienen que agarrar al correr»).

Son tan diversos los gustos estilísticos. Algunos inquilinos han adosado una numeración alterna a las puertas de sus habitaciones, debajo de la que los demás seguimos (nuestra numeración pertenece al sistema gregoriano, mientras que algunos se guían por la era budista). El número actual de la habitación es para ellos el 2530. Acaso por el hecho de que, según las inmemoriales profecías, el número de la habitación define la llegada del derrumbe, los que se rigen por la segunda numeración se salvarían del nefasto advenimiento (de alguna inexplicable manera). Cada estilo es un conjuro contra lo mismo: la destrucción y la muerte. Pero a causa de esta pugna hay otras tendencias más sutiles e incongruentes, moviéndose bajo nuestra piel (la gente no quiere que la vean desnuda, pero quiere
medallas por matar), y a veces no es tan evidente la razón por la cuál se pelea contra los vecinos. A veces, sólo se encrespa la discordia por ser todos tan distintos.

 Sobre nuestra diversidad existe una leyenda, elevada desde una profundidad olvidada: que los habitantes primigenios fueron los arquitectos de este hotel (cuyo final no se ha proyectado, o no se sabe de fuente fidedigna), y que eran todos idénticos hasta que se les vino encima una gran maldición; y así fue que comenzaron las diferencias, y toda la gama conocida de tristezas, al no existir una réplica exacta de cualquier individuo y tampoco quien comprendiera totalmente a su semejante (lo cual también provocó que la coexistencia fuera menos monótona, ya que antes nadie se enamoraba de nadie y quien lo hacía duraba apenas un breve lapso, tras el cual descubría haberse enamorado de los mismos defectos y las mismas virtudes que podía hallar en su propia persona).

Parece tan absurdo que, siendo este hotel tan grande, estemos condenados a recorrer siempre los mismos rincones, a ver los mismos tapices; que yo no conozca los demás dormitorios dentro de cada habitación. Mi dormitorio está siempre en el mismo sitio en cada habitación: el rincón del ala septentrional, siempre nublada. En verdad, ahora que lo pienso (lo estoy pensando ahora mismo), el sol no lo conozco más que en fotografías (por eso he podido mirarlo de frente, al contrario de amigos que lo ven por sus ventanas).

Me asomo a los pasillos y una misteriosa y finísima niebla, como de un montón de fumadores ocultos (o un montón de lánguidos fantasmas que fuman) enrarece y empaña la profundidad de campo (siempre ha sido así, pero al mismo tiempo es como si lo notara por primera vez). Corro a mi dormitorio a cerrar los batientes de mi ventana que se golpean frenéticos por una tempestad repentina de papel (pronto supe que sólo parece hecha de papel, pues éste es presa de la vorágine). Cerrada la ventana, por fuera del cristal se ha pegado un trozo de papel, viejo como pergamino, tapando la vista. La habitación tiembla. La gente sale despavorida a los pasillos. Ahí también tiembla. Corre la alarma de que la basura que arrojábamos por las ventanas está regresando con la tormenta, desde el fondo desconocido. Regreso a mi dormitorio (veo de paso a mi familia presenciando la catástrofe por televisión) y reparo en el pergamino en la ventana: «Esta vida es un paréntesis, todo lo que ves está entre paréntesis, y prefiero creer que cuando se cierre seré un desmemoriado como antes de que se abriera». De golpe, reconozco este trozo de papel como una página de mi diario. Algo que hace mucho arrojé por la ventana… en forma de avión.

Por un prodigio del viento, la hoja ha dado vuelta sobre el cristal, como si cambiara de página, y el reverso está ahora ante mi vista con un mensaje de puño y letra desconocidos:

 

Puedo tener fe en el individuo, pero no en la humanidad. Ella crece sin mesura ni objetivo. Se ha propuesto invadir los cielos, encumbrarse obstinadamente hacia la nada, hacia el éter. ¿Adónde pretende llegar? Sólo sigue ascendiendo para caer desde mayor altura. ¿Por qué precisamente los que eligen estar arriba, en la poderosa altura, parecen ser los más alejados de sí mismos, los más crueles y necios? Precisamente porque es común de los necios aspirar a lo exterior, abandonar el espíritu, crecer y echar raíces hacia afuera. Ellos ambicionan el mundo de lo aparente, de la mentira. No mienten sólo por deshonestidad. Ni siquiera conocen la verdad.

 

Y entiendo que hay vida fuera de este hotel.

 

 

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