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Autores antiguos y modernos, mayores y menores, de Séneca a Roberto Carlos y de Victor Hugo a Chavela Vargas, pasando por Friedrich Nietzsche, han celebrado la risa como medio de diálogo, liberación, redención y consuelo alegre que se opone a la gravedad líquida y tibia del llanto. La ciencia respetable ha apoyado esta perspectiva. En su libro clásico La expresión de las emociones en el hombre y en los animales (1872), Charles Darwin explicó que la base evolutiva de la risa es la expresión social de felicidad que otorga una ventaja de cohesión y supervivencia para el grupo.
También están a su favor los argumentos de la pseudociencia, de acuerdo con los cuales reír favorece la salud. El psicólogo Robert McGrath, de la Universidad de Wisconsin en Madison, sostiene que «una carcajada intensa aumenta el ritmo cardíaco, estimula el sistema inmune, potencia el estado de alerta y nos hace ejercitar los músculos […] Tras reírnos, el organismo sigue notando sus efectos. Hay un breve período durante el cual la presión sanguínea baja y el corazón se desacelera». Incluso existe la llamada risoterapia, una supuesta terapia que, a través de la risa, pretende curar enfermedades del cuerpo y el alma.
Todas estas visiones confluyen para caracterizar a la risa, en tanto actitud psicológica y proceso fisiológico, como una suerte de panacea o «producto milagro» de la conducta para mantenernos más acordes con el espíritu de nuestro tiempo, que se fascina con lo efímero tan bien representado por la carcajada, una palabra sin sustancia etimológica, hecha de su mera onomatopeya. En este horizonte, criticar la risa o advertir los riesgos ocultos en las carcajadas puede parecer el berrinche de un aguafiestas o la admonición de un fundamentalista religioso que se apega a la interpretación literal de las escrituras y se alarma con la advertencia de Jesucristo en Lucas, 6:25 («¡Ay de vosotros, los que estáis llenos! Porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! Porque lamentaréis y lloraréis»), o con la del profeta Mahoma: «No te excedas en la risa, pues ciertamente la abundancia de la risa mata el corazón». Pero más allá de la amargura personal de quien elogia las lágrimas o de las amenazas de los profetas mencionados, existen diversos casos en los que la risa ha sido signo de enfermedad y causa de muerte.
Enfermos de risa
De acuerdo con la definición del neurólogo alemán Klaus Poeck (1926-2006), la risa patológica se origina como respuesta a un estímulo inespecífico, «en ausencia de cambios correspondientes en el aspecto afectivo, con una pérdida del control voluntario del grado y la duración del episodio». Puede ocurrir a causa de distintos trastornos y lesiones, como tumores, esclerosis múltiple, diversos tipos de demencia y patologías en la conexión del bulbo raquídeo, el cerebro y el cerebelo. Incluso puede estar determinada por cambios bruscos en la transmisión de la dopamina y la serotonina. Otras manifestaciones son menos frecuentes, como la epilepsia gelástica, cuyas convulsiones son carcajadas, y provocan que el paciente literalmente «se haga pipí de la risa». A veces la crisis anuncia que un ataque cerebral está a punto de ocurrir, caso en el que recibe el elegante nombre francés de fou rire prodromique. El estudio de estos casos es complejo, como la percepción misma del humor, que, según su tipo y transmisión, involucra a diversas regiones del cerebro.
Por otra parte, está el caso de los ataques de risa provocados por trastornos mentales no siempre asociados a problemas neurológicos. Uno de los más comunes es el trastorno bipolar, conocido antes como maniaco-depresivo. La euforia de la fase maniaca puede presentarse con episodios de risa incontrolable. En otras ocasiones la risa es síntoma de la esquizofrenia. A fines del siglo xix e inicios del xx se le consideraba un rasgo común de la histeria, categoría diagnóstica que luego desapareció de los tratados de psiquiatría.
Ésa es la visión que ofrece el polígrafo José Ingenieros (amigo de Borges y padre de Cecilia Ingenieros, a quien éste dedicó «El inmortal») en su libro Histeria y sugestión, donde se presenta como manifestación de la histeria —entre otras muy serias: la hemiplejía, el hipo, el mutismo y la disnea—, que, según el autor, puede curarse con una combinación de laxantes, baños de agua fría y sesiones de hipnosis, una terapéutica en la confluencia de los agresivos métodos del pasado que tanto inquietaron a Foucault con los primeros atisbos de la teoría psicoanalítica. El tratado, de 1904, presenta los criterios para distinguir la «risa paroxística» de la «risa obsesiva» o la «risa loca», y presenta algunos casos clínicos, por ejemplo el de una chica que echó a reír en su noche de bodas, «en momentos de rendir a su esposo el holocausto de su doncellez», y la descripción genérica de lo que le pasa a un hombre atacado de risa loca: «Todo su cuerpo, todos los rasgos de su fisonomía son presas de agitación: rueda sobre los sillones, sobre los canapés, un estridor de carcajadas sale de su pecho, brillan lágrimas sobre sus ojos, hace señas con la mano pidiendo no se turbe ni obstaculice su crisis jovial e indomable». «La risa loca no tiene fin», concluye Ingenieros: es una hermosa frase que anuncia las ideas de Bataille que hallaremos al final de este texto.
Categorías más o menos, los ataques de risa se han presentado recurrentemente en la historia. La célebre madre Juana de los Ángeles, involucrada en el caso de las posesiones satánicas que sufrieron las monjas ursulinas de Loudun en 1634, reconoció ser víctima de éstos durante su trato con aquellos diablos: «En todo momento estaba constreñida a reír involuntariamente y me sentía impulsada a decir palabras jocosas», relata.
Hace apenas medio siglo, en 1962, un ataque de mayores proporciones afectó a cientos de personas en la localidad de Kashasha, en la costa occidental del lago Victoria, en la actual Tanzania. Todo comenzó en un internado para mujeres, donde noventa y cinco de las ciento cincuenta y nueve alumnas comenzaron a reír sin parar, en algunos casos hasta por dieciséis días continuos. Los ataques estaban acompañados de otros síntomas: dolores, desmayos, trastornos respiratorios, flatulencias, urticaria, accesos de llanto y gritos ocasionales. La escuela fue clausurada el 18 de marzo y las alumnas regresaron a sus casas. Ello no hizo sino propagar la epidemia a otras poblaciones y escuelas a lo largo de dieciocho meses.
El episodio remitió espontáneamente y se consideró un caso de «enfermedad psicogénica masiva», una patología que los psiquiatras Robert Bartholomew y Simon Wesley definen como «la rápida propagación de los síntomas de una enfermedad que afectan a los miembros de una comunidad, originados por un trastorno nervioso que involucra excitación, pérdida o alteración de las funciones, sin que exista una etiología orgánica que lo justifique».
Muertos de risa
Cuando esos ataques llegan a un extremo puede ocurrir un episodio de «hilaridad fatal», como llaman los expertos a la condición que ocurre cuando las carcajadas sin control llegan a producir asfixia o un paro cardiaco y demuestran que la expresión «morirse de risa» no siempre es una hipérbole. En la historia hay diversos ejemplos registrados de esa situación. El pintor griego Zeuxis, del siglo v a. C., se proponía realizar un retrato de Afrodita, la diosa griega de la belleza. Una anciana le propuso ser su modelo; la idea le pareció tan graciosa al pintor que se carcajeó hasta expirar. Conocemos otro caso de la antigua Grecia, el del filósofo estoico Crisipo de Solos (281/278-208/205 a. C.), referido en las Vidas de los filósofos más ilustres, de Diógenes Laercio: «Algunos dicen que murió de risa, pues habiéndosele comido un asno ciertos higos, dijo a su vieja le diese de beber vino generoso detrás de los higos; y así, suelto en carcajadas, murió».
Algunos literatos también han reído con mortal desenfreno. Pietro Aretino (1492-1566), inventor de la pornografía literaria en los célebres Sonetos lujuriosos, fue uno de ellos. Así lo refiere el buen Guy de Maupassant en una semblanza biográfica publicada en Gil Blas, el 8 de diciembre de 1885: «Habiéndose retirado a Venecia, donde la libertad era absoluta, encontró allí a sus hermanas, que llevaban en esta ciudad una vida de placer. Cierto día, como una de ellas había venido a contarle una aventura obscena de la que se jactaba, él se puso a reír tan violentamente que cayó de su silla de espaldas y se mató sobre la baldosa». De este modo, podríamos agregar una subcategoría de la muerte por risa: «fallecimiento asociado a un accidente provocado por un acceso incontrolable de carcajadas».
Un siglo después, el aristócrata escocés Thomas Urquhart de Cromarty, traductor al inglés de las obras de François Rabelais y opositor de la Revolución de Oliver Cromwell, no contuvo su alborozo al conocer la noticia de la restauración del rey Carlos ii en el trono y murió de risa en 1660. Dejó a la posteridad un conjunto de obras con nombres imposibles de recordar: Trissotetras (1645), Pantochronachanon (1652), Ekskybalauron (1652) y Logopandecteision (1653), el extraño proyecto para construir un lenguaje artificial.
En su Livre des Bizarres, Guy Bechtel y Jean-Claude Carrière refieren otro caso semejante ocurrido en Inglaterra. El actor y cantante Charles Bannister (1738-1804) había conseguido enorme popularidad durante su trabajo en el teatro Drury Lane en Covent Garden, Londres. En 1782 le tocó representar el papel de Peachum en La ópera del mendigo, de John Gay (pieza que ciento cincuenta años después inspiró a Kurt Weill y Bertolt Brecht su Ópera de los tres centavos). Cuando se levantó el telón y Bannister apareció sentado con su eterno libro de contabilidad, después de oírse la edificante canción que saluda al abuso como norma universal e imperativo categórico «en todos los afanes de la vida», la señorita Fitzherbert, una persona que se hallaba entre el público, empezó a reírse desaforadamente. Sus carcajadas eran tan sonoras que tuvieron que sacarla del teatro y conducirla a su casa, donde rió sin parar esa noche y al día siguiente, hasta el momento de su agonía, que sobrevino horas después. Otras fuentes refieren que «se desternilló de risa», una palabra que vale esclarecer: las «ternillas» son los cartílagos, y la risa loca, pensaban los antiguos, es capaz de acabar con ellos.
Mencionemos, para cerrar la crónica de las muertes de risa premodernas, a Nandabayin, rey de Birmania de 1581 a 1599, una época de tensiones y enfrentamientos militares contra el reino enemigo de Ayutthaya. Los registros históricos más fidedignos sostienen que fue asesinado en 1600, tras abdicar. La leyenda, sin embargo, cuenta que escuchó decir a un mercader que la República de Venecia era un Estado libre que carecía de rey. Tan absurda le pareció esa forma de gobierno, que falleció a consecuencia de sus propias carcajadas.
El destino de Pecos Bill
En el siglo xix hay un caso memorable para el mundo de habla hispana, el del poeta Julián del Casal y Lastra, uno de los mayores exponentes del modernismo en Hispanoamérica, cuyo poema más famoso es «Mis amores. Soneto Pompadour», en el que la alusión a la virginidad es tan retorcida como la de Ingenieros, citada líneas atrás:
[Amo] el rico piano de marfil sonoro,
El sonido del cuerno en la espesura,
Del pebetero la fragante esencia,
Y el lecho de marfil, sándalo y oro,
En que deja la virgen hermosura
La ensangrentada flor de su inocencia.
El 21 de octubre de 1893, el autor —ya muy enfermo de tuberculosis— fue a cenar a casa del doctor Lucas de los Santos Lamadrid, en La Habana, sin saber que tenía una cita con la muerte. En su libro Julián del Casal. (In memoriam), Francisco Morán refiere que alguien contó un chiste (el contenido, ¡oh, cielos!, no ha llegado hasta nosotros); Del Casal comenzó a reír, sufrió un ataque de tos y luego una hemorragia por la rotura de un aneurisma, que provocó su instantáneo fallecimiento. El escritor Aniceto Valdivia —conocido por su pseudónimo de Conde Kostia—, que se hallaba presente en la cena, escribió dos días más tarde una crónica de lo ocurrido: «Apartó la cara y una ola de sangre salió a sus labios. Una hemorragia lo mató en dos segundos sin permitirle dar un grito, decir palabra o hacer gesto. Sólo conservaba abiertos los ojos, sus nostálgicos ojos verdes, luminosos y tristes». Si hacemos a un lado lo impresionante de la escena, es una pena que ningún libro registre aquel chiste con propiedades mortíferas que podría ser un gran recurso, como el video de El aro, para deshacernos de las personas que nos incomodan.
No fue el poeta la última persona en morir de risa, pero sí quizá el último personaje importante hasta la fecha. En los años que siguieron hubo otros, cuyo nombre trascendió precisamente por esa forma peculiar de morir.
En 1975, el inglés Alex Lynn rompió a reír durante un episodio de la serie The Goodies, una comedia surrealista de la televisión británica protagonizada por el trío de actores Tim Brooke-Taylor, Graeme Garden y Bill Oddie. Así siguió durante veinticinco minutos hasta sufrir un paro cardiaco. Después del entierro, su esposa escribió a los productores del programa una carta de agradecimiento por haberlo hecho pasar tan bien la última media hora de su vida. También se cuenta que, en 1989, el audiólogo danés Ole Bentzen falleció mientras veía la cinta Los enredos de Wanda, una cinta más bien insulsa dirigida por Charles Crichton. El número de sus pulsaciones cardiacas (que en los adultos debe ser entre sesenta y cien por minuto) se elevó hasta quinientos por tanta diversión, hasta que el ritmo bajó bruscamente a cero.
Completa este inventario un caso enigmático reportado en 2003 en una nota periodística publicada en Bangkok:
El conductor de un camión de helados murió de risa mientras dormía. Damnoen Saen-um, de 52 años, rió en sueños por unos dos minutos y dejó de respirar. Su esposa trató de despertarlo pero él siguió riéndose. La autopsia sugirió que pudo haber sufrido un ataque cardíaco. «Nunca había visto un caso como éste. Pero es posible que una persona pueda tener un ataque cardíaco si ríe mucho en sueños», aseguró el doctor Somchai Chakrabhand, director general del Departamento de Salud Mental.
Un personaje de ficción complementa este panorama de jocundia y muerte: Pecos Bill, el legendario cowboy del siglo xix, que combinó los valores de la fuerza, la audacia y la ingenuidad, tan relevantes en el imaginario estadounidense. Se cuenta que navegó por el Río Bravo (o Grande, como lo llaman en Estados Unidos) a lomos de un bagre gigante, y que en una temporada de estiaje desvió el caudal para irrigar su rancho, que ocupaba todo el estado de Nuevo México. En una de tantas versiones que circulan sobre su deceso se relata:
Cuando Bill ya estaba entrado en años, un hombre de Boston llegó a Nuevo México para visitarlo. Presumía de ser vaquero. Se hizo de uno de esos trajes que se piden por correo —ya sabes, los que incluyen botas de piel de lagarto, un cinturón con una brillante hebilla de bronce, un par de blue jeans y un enorme sombrero de diez galones, sin una mota de polvo. Cuando Pecos Bill lo vio fanfarroneando en un bar, se tiró sobre la banqueta en son de guasa y rió hasta fallecer.
¿Son estos hechos reales y ficticios meras anécdotas aisladas y memorables, o subyace en el binomio risa-de-muerte o muerte-de-risa una verdad o revelación más profunda? Al parecer sí, y la explicación nos llega de la fuente menos esperada. Georges Bataille considera que tanto la risa como la muerte son caminos hacia la «experiencia interior», en la que el sujeto abandona toda lógica y se dirige hacia ninguna parte, a un lugar de asombro y sinsentido. Desde su punto de vista, la risa no es un arma o una herramienta, no resuelve nada, su soberanía no pretende gobernar o instruir, ni es tampoco un principio de conservación.
Estas aserciones se confirman extrañamente con un fenómeno reciente de la cultura popular: los Campeonatos de la Risa que iniciaron en Montreal hace algunos años y se han extendido a otras ciudades. Los competidores no dicen chiste alguno: se involucran en situaciones absurdas y gana aquel que ría mejor y «contagie» de ese vacío al mayor número de personas involucradas en un proceso que emula aquel refrán sobre los perros de pueblo: nada más el primero sabe a qué le ladra. La experiencia se presenta en el documental Ultimate Laughter, del «rirólogo» Albert Nerenberg.
La risa, para Bataille, tiene la intensidad de la muerte y está imbuida de su mismo absurdo. En su libro La experiencia interior (1943), su primer ensayo filosófico de largo aliento, relata cómo fue presa de un ataque de risa en un momento inesperado. Caminando por las calles de París se dio cuenta de que llevaba abierto un paraguas aunque no estaba lloviendo:
Un espacio constelado de risas abrió su negro abismo ante mí. Al cruzar la calle de Four, caí de repente en esa Nada desconocida… Negué los muros grises que me encerraban, me apresuré en una suerte de arrobo y reí divinamente. El paraguas, que había descendido sobre mi cabeza, me cubría (me tapé expresamente con este negro sudario). Reí como quizá nunca había reído antes. El profundo extremo de cada cosa se abrió ante mí, todo quedaba desnudo, como si estuviera muerto. No sé si me detuve, a la mitad de la calle, para ocultar mi delirio bajo el paraguas. Quizá salté (sin duda era una ilusión): estaba iluminado de una manera convulsa; me reí, creo, mientras iba corriendo.
«La alegre angustia, la angustiada alegría —en un escalofrío febril— me provoca un absoluto desmembramiento en el que mi alegría termina por desgarrarme», sostiene en el mismo libro. Bataille sabía que la risa comienza por un motivo identificable, como la aparición en escena del actor Charles Bannister, el chiste que escuchó Julián del Casal, el burro que cena como todo un señor o el pintoresco traje del amigo de Pecos Bill. Luego se convierte, como la muerte, en un acto intransitivo cuyo único objeto es ella misma: la risa loca, comparable a l’amour fou que André Breton identificó en la década de 1920. Los personajes que conocimos en estas líneas (que empezaron de manera tan trivial y concluyeron de forma tan siniestra), supieron asumir espléndidamente, en las crisis paroxísticas de sus enfermedades o en el jocoso misterio de sus últimos minutos, que la esencia de todo sacrificio es una comedia y que ambos senderos llevan, sin remedio, a la nada.