(Ciudad de México, 1978). Su última novela, Principio de incertidumbre (Paraíso Perdido, 2020), recibió el Premio Bellas Artes para primera novela Juan Rulfo 2013.
En La compulsión autobiográfica, César Tejeda comenta sobre la infancia que «recordamos sucesos, claro está, pero no la manera en que los vivimos en su momento. Nuestra infancia ha sido clausurada y desde el monolito que somos ahora, desde estas inquietudes y desde estas sensibilidades, observamos hacia atrás, como ciegos a las inquietudes y sensibilidades de entonces». Si bien Tejeda explora este argumento en torno a la escritura desde la memoria personal, esta es la percepción que tuve de la evocación de la niñez que hace Juan Nepomuceno Almonte, el protagonista de la más reciente novela de Mario Heredia. Los recuerdos de una infancia contradictoria que en realidad también retrata a un Almonte de 65 años, exiliado en París. Su aburrimiento actual y el trato que recibe de traidor por parte de algunos, de última esperanza heroica para otros, construyen su ambigüedad en ambos tiempos: ¿qué podría ser más contradictorio que ser el hijo de un cura y héroe de la patria? ¿Cómo no iba, desde entonces, a desarrollar el arte de la diplomacia?
Mario Heredia, quien recibió el Premio de Novela Histórica Grijalbo-Claustro de Sor Juana por este libro, logra meterse bajo la piel y huesos de este hombre que se dibuja en las primeras páginas como un arma cargada en un cajón: «Los objetos, con el paso del tiempo, también olvidan el porqué de su existencia. Hace tanto tiempo. Con sus dedos acaricia cada borde, como un verdadero acto de amor. Una pistola, un ideal. Sobre su sien se siente tan fría y tan dueña del momento. Nueva York, 1850. Cónsul de México en esa ciudad, la tienda de armas de dos pisos, hombres de levita exageradamente oscura y limpia, mostrando en silencio la mercancía sin mirar nunca a los ojos. Un revólver Colt Walker, de acción simple con un tambor de seis recámaras. Los hombres admirando en silencio los estantes de hermosos rifles alineados en su perfección. El olor a madera, aceite, pólvora. Las esperanzas estaban de su lado, la vida apenas comenzaba, el mundo era un prodigio […] hoy lo que importa es llevar la fiesta en paz, con Dios y con México».
El que fuera un joven héroe durante el asedio de Cuautla, líder de un batallón infantil a sus apenas nueve años, vuelve una y otra vez a aquel momento desde la distancia y la inmovilidad. Desde un 1869 en que lo más emocionante de su día es la lectura de su correspondencia. Almonte recibe una triste carta del que fuera su compañero en aquel evento histórico, Narciso Mendoza, también conocido como el Niño Artillero. Nuestro protagonista lee la miseria de su excompañero de armas sin poder hacer nada por él: «Hoy he sabido, por el señor general Marín, que nuestro Emperador hace una invitación a todos los honrados militares de esa venturosa época para que concurran a la celebridad de nuestra Independencia a la capital del Imperio; pero aunque para mí sería el regocijo y placer mayor que pudiera apetecer en el mundo, pues concurriría a tener en esa gran capital la gloria de cooperar a la celebridad de lo que tanto trabajo y sangre nos costó ver realizado, me es por ahora del todo imposible por encontrarme sumamente anciano, cargado de familia y sin recursos, como estamos la mayor parte de todos los que militamos en esa época por la que tanto suspiro». El México retratado en las páginas de la novela ha olvidado a estos niños (quizá más niños y más héroes que los que defendieron el Castillo de Chapultepec, pero quizás esto no debería mencionarse porque, como bien sabe Almonte, hay que llevar la fiesta en paz), caudillos que terminaron sus días en las sombras por haber escapado de la muerte y alcanzado la vejez.
En la ficción construida por Mario Heredia, Juan Nepomuceno Almonte guarda los restos de su padre en una caja que lo acompaña en el exilio, porque por más Siervo de la Nación que fuera, lo más seguro es que otras manos lo desacralizaran. Es entonces un buen hijo, mayor de lo que nunca llegó a ser el padre. Un hijo que piensa que ya lo ha vivido todo y por lo tanto sólo queda el día a día, hasta que redescubre la chispa de la juventud, de la ingenuidad que aún le queda cuando echa ojo a la novela que también ha llegado con la correspondencia. Un libro sensual y caótico, acompañado de una invitación a participar de un golpe de Estado para reconstruir a ese México tan lejano. Es entonces que este general Almonte me recuerda a Charles, el hijo ilegítimo del general Sutpen de la novela ¡Absalón, Absalón!, escrita por William Faulkner: un hombre de 30 años que se pone en peligro con tal de conseguir el reconocimiento de su padre. Charles se detiene en distintos momentos de la trama sorprendido porque, al ir perdiendo lo que le queda de inocencia, descubre que aún es joven. Juan Nepomuceno, a sus 65, también se verá asombrado por la llama de la juventud que aún vive en él, mientras nosotros descubrimos que el corazón de esa llama es la poca inocencia que le queda. Una contradicción más que humaniza al personaje que a veces nos recuerda un viejo joven, una experiencia que algunos podemos sentir sumamente cercana, porque ¿quién, que ya ha pasado de los treinta y tantos, no la ha experimentado?
«Las voces comienzan a alejarse, como en el restaurante con los cuatro viejos. Las voces cada vez más lejanas. Pura decepción, pura angustia, pura vergüenza. Qué día. ¿Por qué? La gente a su alrededor con sus sonrisas estúpidas, que espera quién sabe qué, pero que siempre espera. ¿Será que tú esperas algo ahora? Mundo miserable. Ernesto sigue platicando entusiasmado con ese desconocido, de pie, haciéndolo sentir cada vez más pequeño, más insignificante, como si lo estuviera pisando… Juan se levanta… Una hormiga camina junto a su mano, la mira un segundo; luego observa a los dos muchachos, sonrientes, y deja caer su dedo sobre el insecto, con mucha rabia, con mucho coraje.
—Me disculpo — dice en un perfecto francés —, tengo que abandonar a los señores.
—General, un placer haber platicado con usted. Recuerde lo que le dije, lea la carta. Usted tiene que regresar a México como un héroe. El pueblo se lo demanda.
El pueblo me lo demanda, niño pendejo».
¿Quién escribe la Historia? ¿Quién escribe nuestra pequeña biografía personal? ¿Quién escribe a Almonte? ¿Quién nos escribe y por qué nos escribe como personas obsesionadas en mirar atrás? La ambigüedad, el miedo y el deseo del Juan Nepomuceno creado por Mario Heredia nos abarcan también a nosotros, ya que el libro que ha escrito no es la historia de un traidor, sino una reflexión sobre la naturaleza humana: ¿somos lo que recordamos, lo que otros recuerdan de nosotros, lo que aún añoramos, la idea fugaz, el hartazgo, la apariencia y la risa ligera, nuestra correspondencia o lo que las sombras de quienes vinieron antes proyectaron sobre nosotros?
«Una mañana, al salir del palacio, el general me dijo que estaba muy cansado, que le gustaría dedicarse a un oficio sencillo. Algo como una pequeña granja, me dijo. Yo sonreí pensando que quizá se vería muy bien vestido de campesino. ¿Sabe usted que en el lugar donde nací la tierra es muy pródiga? Mi padre, el cura Morelos, también sembraba. Aunque su abuelo lo enseñó a leer más que a sembrar, y su papá era carpintero […] Y mientras caminábamos en Hyde Park me dijo que el joven que sabe manejar la ambición será feliz. Yo nunca lo he sido, fallé; quizá si me hubiera quedado en mi pueblo, si mi padre no me hubiera llevado a luchar, habría sido alguien feliz…»
Hijo de tigre, editada por Grijalbo apenas el año pasado, es una novela histórica que, más que centrarse en los datos biográficos y recrear los hechos que constituyeron la vida de Juan Nepomuceno, recrea las preguntas que se hace un hombre del siglo xix, preguntas que, a su vez, nos cuestionan sobre el papel que jugamos dentro de la historia de nuestras vidas, quizás más pequeñas y ausentes que la del narrador.