He encontrado algún alivio en no pensar en mí. [No es verdad: uno nunca deja de pensar en sí: cuando algo me duele —y siempre me duele algo—, pienso en mí; cuando sueño —y nunca dejo de soñar—, pienso en mí; cuando escribo —y siempre lo hago, aunque no redacte ni una línea—, pienso en mí. Pensar es tener pies, que duelen; o ano, que duele; o resignación, que me carcome, con una sonrisa feroz, hasta el hartazgo. Pensar es sostener este lápiz, inflexible como el yo, lacerante como el yo; mirar a mi alrededor y no percibir sino tránsito; reparar en la inevitabilidad de la piel y lo sombrío de la piel]. Tomarme unas vacaciones de mí mismo, como sugirió el psiquiatra. Ha sido un lenitivo eficaz. Quizá la sanación definitiva provenga de ayudar a los demás. Ayer lo vi enunciado —anunciado— en un cartel publicitario: «Paradójicamente [me sorprendió el uso pertinente de un adverbio que es ya un cultismo], la mejor forma de ayudarse a uno mismo es ayudar a los otros». Sigue pareciéndome una frase extraída de alguna de las flatulencias pseudomísticas, apropiadas para los débiles mentales, de Paulo Coelho, pero encierra un grano de verdad. No he llegado a él, no obstante: aún estoy varado en la conciencia, y entregarse al mundo supone renunciar a ella —o amordazarla—. La conciencia —prohijada por el pensamiento: por el maridaje bioquímico que nos hace bípedos y hablantes— es un mármol vegetal, una zona espermática en la que hormiguean divertículos y meteoros, una asamblea de huesos taciturnos, un largo sorbo de agua corrompida. La conciencia coloniza al yo, que se ofrece a la mirada como una fronda torturada por águila y fantasmas.
[No cesa el rumor del ordenador. ¿Es el ruido del yo?].
Tengo hambre. Siento la dobladura cervical: la tensión a la que me obliga el gesto de escribir. Tiendo a las ventanas, que acumulan luz como si rezumaran luz. Tiendo a los huecos que hay en mí, a las úlceras que son también claraboyas, para apresar las nubes que veo alejarse, para abandonar los párpados, los libros a los que huyo, las manos deshabitadas. Todo queda atrás. ¿Fabulo? ¿Concibo? ¿Vomito? En todo llueven los fragmentos del reloj que soy [de nuevo lo he dejado en la mesa, boca abajo: así no cedo a la tentación de mirarlo a cada momento]. Deshacerme delimita el mundo: lo vallan mis omóplatos y mi cobardía. Y lo sobrevuelo, como si todo se aplacase y, no obstante, llameara; como si deflagrase un gran depósito de nada, atravesado por bronces, limpio como un parto, sin lo escrito y sin quien escribe, abismado en la huida, erecto hacia el no, vertiginosamente otro, sin orillas, como el amor de Llull, que es un mar atribulado [versículo 228], desposeído de carne pero abrazado a la carne, enarbolando una voluntad sin psique, una voluntad de árbol y moléculas.
[Tengo la sensación de que el poema me empuja, y ya no estoy seguro de que eso sea bueno. Me empuja, aunque se resiste. Quizá le haya consentido una excesiva abstracción, o me haya abandonado a la deriva regocijada de la polisemia. Debo devolverlo a la realidad: a este despacho sembrado de pasos, a esta cápsula derramadamente sola. Es la una y veinticinco. Dentro de poco saldré a comer. Luce un sol flaco, que pinta sin esmero los tejados. ¿Es esto la realidad? ¿No lo es el poema? ¿No lo es afirmar cosas que no comprendo, aunque sepa que son ciertas? Tengo hambre].
[Me sorprende haber encadenado estos párrafos (¿son párrafos?). Creía atravesar un periodo de sequía, o de voluntario silencio, como consecuencia de un deliberado alejamiento del yo. Sea como fuere, me turbaba: escribir es mi única justificación; si no lo hago, me arrastra el vértigo de no saber, de diluirme. Pero, paradójicamente —de nuevo, el adverbio—, esta ignorancia, esta disolución, no me resultan balsámicas.
Bel me preguntó en nuestro último encuentro: ¿te sientas y fluye? (Fluye, en realidad, en el sentido contrario a la creación, porque yo no escribo: corrijo; alumbrar es una negación). Recuerdo el cuadro satírico recogido por Bioy Casares en De jardines ajenos: ¿A Ud. le brota?, le preguntó una vez cierta pundonorosa poetisa. Luego Adolfo la calificó de brotada. Un cuento que leí hace tiempo describía a un letraherido que construía su discurso con constantes citas o referencias literarias, que nunca recordaba con exactitud, ni sabía quién había formulado. (Tampoco yo recuerdo ahora quién escribió el relato, ni cómo se titulaba, ni dónde lo he leído).
Anoche Jordi, que vino a cenar a casa, me planteó la pregunta sin respuesta del fin del arte. Él, melómano, se preguntaba: tras la música atonal, ¿qué? ¿La electromúsica?, respondía, volviéndose a preguntar. Yo pensaba en la poesía fonética, la videopoesía, la holopoesía, la ciberpoesía, la polipoesía y un burbujeante etcétera de nuevas formas de desarticulación del lenguaje poético —es decir, del lenguaje, es decir, del pensamiento—. También estos poemas que escribo lo son, aunque para los más rabiosos guardianes de la actualidad acaso sólo representen una lírica declinante, una manifestación obsoleta de la eterna duda entre el sonido y el sentido. Sin embargo, dentro de no muchas décadas, también la holopoesía y la infopoesía lo serán, reemplazadas por algo hoy inimaginable].
Regreso al yo. ¿He salido alguna vez de él? ¿Salimos de él alguna vez, incluso cuando olvidamos, cuando morimos?
Experimento el fervor de la anulación. Todo fervor es intelectual. Toda angustia es luminosa.
Y la botella de agua recién abierta, manchada de discretas fluorescencias por este sol indeciso.
El poema me afirma, aunque yo quiera negarme. Para desembarazarse de la literatura hace falta la literatura, adivinó Cortázar. Aspiro a desaparecer en el silencio: a sobrevivir en él. Imitaré a esta agua que ondula a causa de las vibraciones que produce la mano que escribe.