Hacia la inutilidad poética / Carolina Depetris

Poesía útil o inútil es, dentro de tantas dicotomías que recorren la obra de Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972), una de las más persistentes. La «utilidad» de hacer buenos poemas, de trabajarlos esmeradamente para comunicarlos y ser poeta, la importancia de ese esfuerzo y de tener compromiso y proyecto poéticos choca, en los escritos íntimos de Pizarnik, con la inconformidad, la incomodidad y la continua tentación de abandono. En sus poemas percibimos convencimiento y trabajo poético consciente y dedicado hasta su último poemario pero, en un momento que yo ubico en 1968, después de la publicación de Extracción de la piedra de locura, a mi juicio algo cambia: la inutilidad poética se vuelve el horizonte para alcanzar la poesía más pura. Para poder explicar esto hay que tener en cuenta una serie de textos que Pizarnik escribe entre 1968 y 1972, textos absurdos, obscenos, sumamente aliterados y de ritmo frenético. Los más conocidos: Los poseídos entre lilas y La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa. Del primero escribe Pizarnik en su diario en 1969: «Fragmentos de Los…, primera pieza teatral de A. P., quien cree que esos fragmentos, además de serlo, son poemas o, mejor, aproximaciones a la poesía más profunda que el resto del librito». ¿Cómo sostener esta afirmación cuando en estos escritos prima el desquiciamiento poético? Un ejemplo extraído de La bucanera: «Coja que medra no mierda —jactóse la jacto—. Jicorar con un buen coro, humoro; pero jibir bajo un jibarita, es divinox. Moraleja: en caja de coja, carcaj al carajo». Si tenemos en el horizonte un poemario como Árbol de Diana, se torna patente que el cuidado compositivo, la búsqueda de la palabra exacta, del poema preciso, todas máximas poiéticas de Pizarnik en sus libros anteriores, carecen ahora de fundamento. Y esto, según la misma Pizarnik declara, la conduce a la poesía «más profunda». Pareciera, entonces, que para la Pizarnik de los últimos años, escribir «mal» era la clave para «escribir bien». ¿Cómo comprender este giro? Creo que la respuesta la da la misma Pizarnik a través de tres nociones extraídas de tres autores referenciales para ella: Antonin Artaud, Simone Weil y Georges Bataille. Estas nociones son la de «crueldad», la de «atención» y la de «gasto».

La crueldad poética
Abriendo La bucanera, lo primero que salta al lector es que la escritura discurre con signos lingüísticos que han quebrado el vínculo entre significado y significante. El texto se teje a través de signos desacoplados que hipervaloran la carga formal que los compone: conforman una lengua a base de significantes, estética strictu sensu, donde un fonema convoca a otro similar descomponiendo en cada caso el concepto que cierra el signo y generando una ilusión de autonomía: nadie parece dirigir el proceso de comunicación que conlleva la lengua. En una carta dirigida a Silvina Ocampo en 1970, dice: «el domingo pasado (se) escribí(ó) un diálogo entre marionetas […] (se me) escribe/ escribo». Fuera del control del poeta, una forma cae en la siguiente y ésta en la que sigue, aniquilando el factum semiótico de que emisor y receptor usan la lengua para comunicar algo y que esa comunicación se desarrolla en el tiempo. De hecho, el lector es reiteradamente maltratado: «Lectoto o lecteta: mi desasimiento de tu aprobamierda te hará leerme a todo vapor»; «Pedrito se caga en los lectores. Pedrito quiere lo mejor para Pedrito y para Pizarnik. ¿El resto? A la mierda el resto». Comunicar, en síntesis, no importa: no parece haber emisor, se desprecia al receptor, los signos juegan a una deriva autónoma para que los textos escapen a toda coherencia conceptual y continuidad referencial.
      La escritura que Pizarnik ensaya en estos textos es síntoma de que, por un lado, el proceso semántico es altamente equívoco porque, al descomponer cada vez el nexo significado/significante, los signos señalan siempre algo distinto de lo que habitualmente señalan y, por otro, esta manera de escribir confunde forma y contenido porque los significantes devienen significados y viceversa, y esto no ocurre en una línea de tiempo como demanda cualquier sintagma, sino en un juego instantáneo de presencia y ausencia de signos. Esta lengua, discreta en su rapidísima secuencia de tiempo presente, encuentra en Lautréamont un antecedente fundamental. El universo poético de Ducasse en Les chants de Maldoror, universo animista y animal, está configurado por una serie de mutaciones rápidas y violentas de formas, y esto se consigue por medio de lo que Bachelard llama, en su estudio sobre este autor, «lengua instantánea», una lengua poética que sustrae a las cosas de lo que son para crear nuevas formas que, en el instante en que nacen, ya señalan su desaparición en otra cosa. Lo que me interesa destacar acá es que este manejo semiótico de la relación signo/referente es asimilado por Bachelard a un primitivismo poético: «La poesía primitiva que debe crear su lenguaje, que siempre debe ser contemporánea de la creación de un lenguaje, puede verse entorpecida por el lenguaje ya aprendido […] Uno debe desembarazarse de los libros y de los maestros para encontrar la primitividad poética». Este primitivismo es una de las vías caras a la tradición de la poesía moderna para el imposible cometido de restar memoria semántica a las palabras y volver a una instancia primera del lenguaje, y sabemos que Pizarnik, muy de la mano de Octavio Paz, se inscribe en esa tradición.
      El primitivismo poético tiene enorme incidencia en lo que voy a llamar «crueldad poética», práctica que Pizarnik asume del «teatro de la crueldad» de Artaud y que, creo, ofrece una explicación posible de la rutina de escritura de La bucanera. En 1965 Pizarnik publica en Sur «El verbo encarnado», artículo en donde analiza la necesidad de recomponer la condición viva del lenguaje que encierra la escritura de Artaud, y el concepto de «metafísica en actividad» como camino para conseguir la unión entre vida y logos. Tres años más tarde, Pizarnik hace referencia en su diario a la lectura de El teatro y su doble: «El teatro y su doble. Esa necesidad de una disonancia paroxística es el colmo de la belleza más intolerable». Una tercera referencia del 18 de agosto es significativa porque allí relaciona el pensamiento de Artaud con los textos «raros» que ella comienza a escribir ese año: «Importante la anotación del 15/viii. Se aproxima a lo que deseo escribir, si bien me gustaría, como Artaud, escribir sobre la disonancia con la mayor belleza posible […] El problema es el de siempre: ¿cómo podría yo atreverme a escribir en una lengua que no conozco? […] O, tal vez, quiero dar un visado especial a mis textos raros».
      Dos opciones de escritura enfrenta Pizarnik al final de esta cita. Artaud, en El teatro y su doble, sigue el mandato nietzscheano de una metafísica de base gramatical que es necesario demoler y por eso, con su propuesta teatral, elimina el logos de la representación. Artaud entiende que el teatro debe desprenderse de la regulación exclusiva de la palabra y volver a su condición física, gestual. Para ello confronta el teatro occidental con el oriental, concretamente con el balinés. El teatro occidental, dependiente de los diálogos y de la palabra desde, yo diría, la Poética aristotélica, ha perdido su condición de teatralidad que sí se encuentra en la expresividad gestual y material del teatro oriental. Para «orientalizar» el teatro, Artaud propone un quiebre semiótico en los signos utilizados en la puesta en escena, ruptura que es idéntica a la practicada por Pizarnik: inclinar la función semántica hacia los significantes y no hacia los significados para así reemplazar un teatro de palabras por un teatro de formas y de espacio, fuera del orden lingüístico. Esto se consigue a través de la «crueldad», crueldad para el mismo teatro que consiste en sostenerse en la acción extrema, radical de trascender la palabra: «Du point de vue de l’esprit cruauté signifie rigueur, application et décision implacable, détermination irreversible, absolue», dice Artaud. Para practicar la crueldad, el teatro acude a la poesía, una poesía entendida en la exacta misma línea en que lo hace Pizarnik: en continua búsqueda de la palabra en su punto inicial, cuando se encuentra a medio camino entre el pensamiento y el gesto, una poesía que desaprende la densa historia de los lexemas y el sentido «utilitario» del lenguaje para llegar al momento físico, primario de la lengua. Esta «poetización del teatro» que conlleva la cruauté implica, reflexivamente, una teatralización de la poesía, abandonar el aspecto lógico y discursivo de las palabras en favor de su condición física. La cuarta carta de Artaud sobre el lenguaje, fechada en 1933, es clave al respecto porque allí afirma que es necesario desaparecer el costado lógico, discursivo, gramatical del lenguaje en su aspecto físico, «respiratorio», afectivo, inmediato.
      Esta condición física del lenguaje está unida a una metafísica no del logos sino de la piel, «de la carne», a una metafísica que él denomina «en actividad» porque, sostiene, «c’est par la peau qu’on fera rentrer la métaphysique dans les esprits». La poesía para Artaud, al igual que para Pizarnik, es siempre metafísica o mejor, meta-física porque en ella la palabra está junto a, entre, después de su circunstancia orgánica (Pizarnik dice «la verdadera poesía es siempre metafísica», apropiándose de lo dicho por Artaud: «C’est que la vrai poésie, qu’on le veuille ou non, est métaphysique»). Un teatro y una poesía sometidos a la crueldad que conlleva la metafísica en actividad llegan al punto en que vida y teatro, cosa y palabra, cuerpo y espíritu no se disocian. Idéntico problema lo pone de relieve Pizarnik en «El deseo de la palabra» y lo reitera en su entrevista con Martha Isabel Moia:

M. I. M.: Por último, te pregunto si alguna vez te formulaste la pregunta que se plantea Octavio Paz en el prólogo de El arco y la lira: ¿no sería mejor transformar la vida en poesía que hacer poesía con la vida?
      A. P.: Respondo desde uno de mis últimos poemas: Ojalá pudiera vivir solamente en éxtasis, haciendo el cuerpo del poema con mi cuerpo, rescatando cada frase con mis días y con mis semanas, infundiéndole al poema mi soplo a medida que cada letra de cada palabra haya sido sacrificada en las ceremonias del vivir.
                       
 La «atención»
La bucanera y Los poseídos son textos, dice Pizarnik, que se escriben solos. La desaparición del poeta detrás de un lenguaje «autónomo» está, a mi juicio, muy ligada a un tema de orden místico: el abandono de la voluntad como forma de plenitud. Este tema es continuo en los diarios de Pizarnik y en los escritos de una de las autoras leídas por ella: Simone Weil. Conocemos este dato por su corresponcia y sus diarios. Dice Ivonne Bordelois: «Con Alejandra solíamos leer y comentar su libro Espera de Dios […]; en particular nos fascinaba el extraordinario capítulo dedicado a la atención». Es precisamente este asunto de la «atención» el que de manera estrecha se vincula a la pérdida de la propia voluntad, no sólo en Dios, como opera en la mística católica, sino esencialmente en todo lo otro que no es yo (otros hombres, otros seres, otros objetos). La atención es el ir más extremo del alma hacia lo que ella no es. Esta concentración plena de la atención en lo otro es, para Weil, lo verdadero, lo bello y lo bueno: «Los valores auténticos y puros de lo verdadero, lo bello y lo bueno en la actividad de un ser humano se originan a partir de un único y mismo acto, por una determinada aplicación de la plenitud de la atención al objeto».
      Esta aplicación «determinada» necesita de lo que Weil denomina «método» o «gimnasia de la atención», que demanda a su vez un retroceso físico, mental y espiritual, una neutralización o vaciamiento, al cabo, del yo: «Retroceder ante el objeto que se persigue. Solamente lo indirecto resulta eficaz. No se consigue nada si antes no se ha retrocedido». Retroceder es, en los términos que venimos destapando, primitivizarse. Weil asimila este retroceso a un vacío de voluntad de discurso muy similar al de Pizarnik: «hay una manera de esperar, cuando se escribe, a que la palabra justa venga por sí misma a colocarse bajo la pluma». Este retroceso, esta «descreación» abarca a un yo soy que es un yo pienso-yo digo: sin ego y sin verbo, sumido en una pasiva espera, el yo se dispone a «lo inconcebible», dice Weil, porque la atención no sólo es retroceso de ser, de saber y de hacer, sino también no proyección ni utilidad. En esta línea de reflexión, la palabra instantánea que trabaja Pizarnik en La bucanera y en Los poseídos es una palabra «atenta», descreada, sin proyecto, poéticamente inútil pero de enorme potencia estética porque concentra, al cabo, una libertad absoluta. Dice Weil: «Nada poseemos en el mundo […] salvo el poder de decir yo. Eso es lo que hay que entregar a Dios, o sea destruir. No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo».

La inutilidad poética
A la crueldad y a la atención poéticas sumo ahora la noción de «gasto». Considero que Pizarnik asimila esta noción de Bataille, quien, seguramente, la recogió a su vez de Nietzsche. Para Bataille, dépense es hacer algo guiado por un sentido positivo de la pérdida. Este concepto que resulta verdaderamente revelador si lo aplicamos a la lectura de los últimos textos de Pizarnik, fue definido por Bataille en un artículo que con el título «La noción de gasto» publicó en el número 7 de La critique sociale y posteriormente en La parte maldita. Comienza Bataille denunciando la suficiencia del principio clásico de utilidad, criticando, en concreto, la definición de qué es útil para los hombres. Socialmente, y de manera global, toda actividad humana es válida siempre y cuando se atenga a dos necesidades fundamentales: la producción y la conservación. Así, «la parte más importante de la vida se considera constituida por la condición —a veces incluso penosa— de la actividad social productiva». Esta productividad excluye, en términos «contables» (adquisición, conservación, consumo racionales), lo que Bataille denomina el «gasto improductivo». La actividad humana no es reductible, entonces, sólo a los principios de producción y conservación; existe también el consumo que puede, más allá del orden contable, tener dos caras: uno necesario para la conservación de la vida y para la continuidad de la actividad productiva; y otro improductivo, donde Bataille sitúa, entre algunas actividades, a la poesía. Estas últimas tienen una finalidad en sí mismas y están todas sujetas al principio de pérdida, es decir, al «gasto incondicional», contrario al «principio económico de contabilidad (el gasto regularmente compensado por la adquisición)». La poesía, en este sentido, es para Bataille una de las expresiones menos «degradadas» (en el sentido de «intelectualizadas») de un estado de pérdida: es, dice, un «sinónimo de gasto; significa, en efecto, de la forma más precisa, creación por medio de la pérdida». El principio de pérdida es opuesto por Bataille a una deontología burguesa, enemiga de la esterilidad y del gasto sin finalidad trascendente. La poesía, actividad paradigmática de gasto incondicional entendida como contracara del sentido utilitario burgués, es una constante en los escritos íntimos de Pizarnik y se refleja en muchas oposiciones: vida/poesía, trabajo/pérdida de tiempo, orden/desorden, día/noche, etcétera.
      El modelo para caracterizar la propiedad positiva de la pérdida lo encuentra Bataille en el potlatch, un sistema de intercambio de los indios del noreste de Estados Unidos consistente en donar riquezas de manera ostensible con el fin de «humillar, de desafiar y de obligar a un rival». Pero, y esto es lo que interesa a Bataille de este sistema, no sólo se puede desafiar al rival por medio de dones exagerados, sino también a través de «destrucciones espectaculares de riquezas». La riqueza aparece aquí como poder, tal como ocurre en el sistema mercantil, pero la diferencia estriba en que este poder está guiado por la pérdida; es, en definitiva, el «poder de perder». El ideal, en esta propiedad positiva que encierra la pérdida, estaría en un potlatch que no fuera devuelto porque ahí realmente quedaría cristalizado el principio de gasto incondicional, de puro gasto. También, señalo, el poder de perder es rasgo de soberanía: soberano es en Bataille (como lo era en Nietzsche), aquél situado siempre más allá de todos los principios de conservación, reserva y cuidado.
      Tres consecuencias son, a mi jucio, interesantes de destacar de esta trasgresión del sentido de utilidad para pensar en relación con Pizarnik: primero, el sentido positivo de la pérdida cifrado en el gasto incondicional es diametralmente opuesto al principio de cautela; segundo, dice Bataille, quien sigue este principio está «expuesto a la necesidad de pérdida desmesurada»; y tercero, sumidos en una ética del puro gasto, «las fuerzas ordenadas y ponderadas se liberan en fines que no pueden estar sujetos a nada sobre lo que sea posible hacer cálculos»; su estado es de pura excitación entendido como el rechazo de bienes útiles (materiales y morales) por medio de pulsiones ilógicas e irresistibles. Y agrega Bataille emblemáticamente: «Junto con la ruina, la gloria».
      Esta noción de gasto sugiere que, sin mensaje transmisible, sin comunicación, el exceso que recorre Los poseídos y La bucanera carece de finalidad poética útil: hacer «buenos» poemas, decir «algo», trascender en definitiva. En 1972 Pizarnik publica una suerte de ars poética, «En esta noche, en este mundo», y en la última estrofa alude a esta poética inútil: «hoy ayúdame a escribir el poema más prescindible / el que no sirva ni para / ser inservible».
      Después de 1968, Pizarnik parece escribir fuera de una economía racional de lo útil, volcada al gasto literario improductivo. En los textos que señalan esta dirección poética prima la prodigalidad, la desmesura y la excitación que asumen la forma de la dispersión, del despilfarro y del furor; y el poder de escribir perdiendo, un poder que es condición, al cabo, de una absoluta libertad creadora. Escribir mal, entonces, es el camino que sigue Pizarnik a partir de 1968 para alcanzar la poesía más pura.

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