Hacer Coca / Jaime Muñoz Vargas

para Alonso Licerio

Por un pitazo supe de aquel viejo. El Tibu me llamó desde su casa para decirme conocí a un ruquito muy simpático en Trincheras, el barrio de Gómez; sirve para que vayas a sonsacarle un artículo de los tuyos. ¿Y qué tiene de especial?, le pregunté al Tibu. El muy cabrón sabe la fórmula secreta de la Coca-Cola, güey, me respondió el maldito Tibu, como si eso fuera serio. ¿Cómo se te ocurre decir tamaña babosada?, le reviré al Tibu. Y entonces comenzó a darme una explicación pendeja, dijo que andaba arreglando un bóiler en Trincheras y en una de ésas pasó un anciano insignificante que le dijo ei, amigo, no gusta un refresquito. El Tibu se le quedó mirando con desconfianza, pero como la sed estaba demasiado perra venga para acá la soda, mi ruco. Y al primer trago dijo el Tibu ah caray, qué es esto, sabe idéntico a la Coca o tal vez mejor. No, mejor no: idéntico. Ni mejor ni peor, idéntico. Y entonces el Tibu le preguntó al viejito qué es, y el viejito es Gómez-Cola, una bebida inventada por él y despachada en su triciclo. Y el Tibu que pensó en mí y rápido se interesó por el anciano y le pidió su nombre; Elías Bermejo, servidor, don Elías para sus próximos, y dónde vive, mi don, y don Elías aquí a tres cuadras, en el callejón Pascual Orozco, la casa número 4, y entonces al Tibu que le brillan los ojitos y de volada piensa en mí para ver qué publico en El Regional sobre don Elías el vendedor de Gómez-Cola.
    Y es que el Tibu conoce mi necesidad de encontrar siempre buenas noticias. Yo le decía Tibu porque de chiquito tenía dientes picudos y filosos, como de tiburón el méndigo. Ambos llegamos hasta la secundaria y ya no pudimos estudiar por falta de billete. Ahora es mi compadre. Somos del mismo barrio, pero cuando a él se le cerró la oportunidad de estudiar —quería ser ingeniero mecánico—, se fue por un oficio manual, la plomería, y a mí me dio por llenar una solicitud Printaform y pedir cancha en El Regional; comencé de mandadero y luego —cuando vieron una vez que no era malo para la ortografía sólo porque sí sabía poner acentos— de corrector, y luego, cuando faltó un compa que cubría deportes, pues me desempeñé como reportero de esa sección y allí me fui quedando; he pasado por todas las fuentes, por policiacas, educativas, agrícolas, oficiales y algunas dos o tres suplencias en espectáculos, pero la que más me gustó fue aquella que me dieron una vez y que consistía en escribir un reportaje de ocho cuartillas una vez a la semana. El asignado al reportaje se largó bastante encabronado del periódico —pidió un aumento y por supuesto le dieron puro camote— y entonces el jefe de información eh, Carlangas langas, ¿no le gustaría cubrir reportajes especiales?, ¿cómo se siente para esa responsabilidad?, y entonces yo écheme eso y le tupo, bien sabe que no le tengo miedo y todo lo aprendo sobre la marcha, usted póngame las ratas y yo las mato. Así me dieron aquella chamba y me gustó porque ya no andaba correteando a la gente para entregar ocho notas diarias y la mayoría sólo de maldito relleno. Acá en reportajes la cosa andaba más calmada pero era necesario tener ganas de superarse como periodista, ponerle coco y güevos, echarle caché, investigar un tema hasta los huesos, sacarle su jugo, entrevistar, ir y venir como detective pero del periodismo y no de la delincuencia. Lo primero era seleccionar el asunto, aunque eso casi no me lo permitían, pues entre los jefes de información y redacción se ponían de acuerdo y luego Carlangas langas venga para acá, ya le tenemos su temita. Y yo los escuchaba un rato y al final de la conversación empezaba mi cuenta regresiva de ocho días para entregar el reportaje lo más chingón que se pudiera.
    Eso me gustó. Investigar el asunto de la inseguridad en las gaseras, por ejemplo, fue un hitazo. Otro que me felicitaron fue aquel de la poda inmoderada, o aquel otro de los indios que llegan a Torreón y en los cruceros van haciendo su vida hasta que deciden emigrar de nuevo a otras miserias. Y qué decir sobre el que cociné sobre las salas de masaje donde las culeras lenonas metían de putas a chavitas de quince años. Eso me gustó. Investigar, preguntar, ordenar la información y al final ver una página entera encabezada con mi nombre. Claro que me gustó, pues yo siempre tenía ganas de superarme. Y entre lo que fui leyendo me encontré en un manual de periodismo el reportero cueste lo que cueste debe ser capaz de encontrar por iniciativa propia los asuntos de interés público, y con esas palabras como ley divina me animé a plantear delante de mis jefes los asuntos que más le interesaban a mi olfato de investigador. Pero ellos apenas me escucharon y sólo me permitieron una vez elegir tema y lo que salió fue un reportaje sobre los escritores de La Laguna. Me encantó, pero no tanto a mis jefes y entonces ellos siguieron eligiendo y entonces vendedores ambulantes, taxistas pirata, barrios donde venden contrabando, insalubridad en el rastro municipal. Así fueron saliendo, como chorizo uno tras otro y poco a poco me ubicaban los lectores ah, usted es el que escribió sobre las gaseras; ah, usted fue el que se aventó la historia de las prostitutas de quince años; ah, usted es el que se metió al submundo de la fayuca. Puras felicitaciones, y eso me tenía retozando en el orgullo.
    El Tibu, mi compadre, me dio el pitazo y no le di largas a la búsqueda de don Elías Bermejo. Yo sabía que era tiempo perdido, pero no estaba de más echarse la asomada para ver si sí o si no. Llegué a Trincheras y muy pronto di con la casa del anciano. Toqué varias veces y nadie abrió la puerta. Una vecina —señora prieta y ventruda y tal vez madre de cien hijos— me dijo a gritos que don Elías andaba vendiendo y que más o menos llegaba hasta la noche. Si quiere échese la vuelta cuando se meta el sol. Bueno, le dije a la señora, yo regreso. Entonces dejé pasar dos semanas pues me tuve que aventar un par de reportajes en los ranchos de Torreón, uno sobre los problemas del arsénico en el agua y otro sobre el empobrecido éxodo de jóvenes trabajadores hacia los Estados Unidos. Cuando volví a Trincheras esperé a que se metiera el sol, como me recomendó la vecina de don vendedor. Llegué a las nueve de la noche y en el callejón oscuro le di unos golpes a la puerta de lámina sólo pintada con fondo anticorrosivo color sepia. Una silueta medio encorvada por la edad se recortó en el marco iluminado de la puerta. La luz era pobre, todo era pobre. ¿Dígame? ¿Don Elías Bermejo? Sí, yo soy. Vengo de El Regional, soy reportero y me enteré que usted prepara una bebida muy especial; ¿me permite platicar un segundo con usted? Don Elías no era de mucha averiguata, pero me dijo sí, pásele, y entré a la salita presidida por un apesadumbrado foco de 25 watts. Todo allí era humilde y caótico. En la pared principal me asombró el almanaque de la veterinaria Los 3 López que en el cromo exhibía la imagen de un marrano espléndidamente alimentado, lindo el maldito puerco. En la mesa de centro había un carnaval de botes, clavos, pinzas, trapos, guantes, periódicos, latas, ligas, platos, lápices mochos, un cenicero gigante repleto de colillas y todo lo que la imaginación guste cooperar. Y bien, ¿para qué soy bueno?, dijo don Elías y me sacó del embrujo descriptivo. Le expliqué cuál era mi propósito. Haré el reportaje siempre y cuando usted así lo quiera y siempre y cuando me deje probar de su producto. Pa’ pronto es tarde, dijo el viejo, se puso de pie ya con cierta dificultad, quejándose un poco, jadeando con un silbido incrustado en sus pulmones, y fue a la cocina separada de la sala nada más por un cortinaje cochambroso y decorado con flamingos. Al rato volvió con un vaso de peltre en la mano.     Tenga, a ver qué le parece. Tomé el recipiente azul y descascarado. Lo olí primero. Olía a Coca, a Coca-Cola. Sentí la frialdad metálica en mi palma, lo pensé un poco y va para adentro el primer traguito. Lo que debe hacer un reportero de especiales para conseguir sus temas. Quién sabe si el vaso estaba lavado. Quién sabe si el brebaje había sido preparado con sustancias inocuas. El caso es que le di un segundo trago y sentí el sabor entre dulzón, ácido y gaseoso de una genuina Coca. Vi las burbujitas alineadas en las paredes interiores del vaso, la brillante negritud del contenido. Era Coca, en efecto. ¿En qué trabaja usted?, le dije. En todo y en nada, respondió, siempre con la voz agobiada. Soy inventor. He inventado más de cincuenta mugres. La historia comenzaba a darme datos interesantes. ¿Un inventor? ¿Un inventor empobrecido y viejo en medio de tanta pobreza? Era un loco, un loco gracioso. Me quería engañar con el cuento de la Coca, pero obviamente él se escondía en su cocina para servirla desde una botella comprada de antemano con el fin de hacer pasar el líquido como parte de su producción doméstica. ¿Le pido un favor? ¿Podría mostrarme el lugar o la máquina donde prepara su bebida? Sin dudarlo, el viejo me hizo seña de que lo siguiera al otro lado de la cortina impregnada de aterrado sebo. Entramos a una cocinita de tres por tres, de techo bajísimo. Hedía a pura pobreza. Vi una estufa de tractolina, de las que ya habían dejado de usar hasta los pobres entre los más pobres cuando se popularizaron las de gas. Caramba, don Elías, una estufa de las que ya no hay. Sí, pero ésta yo la mejoré. Es de tractolina, pero le puse encendido de chispa, mire. Maravillosamente, dio la vuelta a una perilla, se escuchó un chispazo y encendió una llama pesada y muy azul. Ve, no necesito cerillos para que prenda. El refri era un Westinghouse blanco, raspado, de la segunda guerra mundial. ¿También a éste le hizo una mejora?, pregunté. ¿Cómo lo sabe?, dijo el viejo con los ojos intrigados. No sé, lo sospecho. Pues sí, este refri fue adaptado en 1965. Ábralo. Lo abrí, pero no noté nada, salvo dos o tres productos, dos o tres verduras y una botella con medio litro de leche. ¿Qué tiene de peculiar? Todos los refrigeradores tienen dos niveles de enfriamiento: uno congelante y otro normal. El mío tiene cuatro. Meta la mano al nivel de más abajo. La metí y noté en mi palma apenas un fresco húmedo. En ese nivel meto los productos de mayor consumo, las tortillas, por ejemplo. Cuando las saco debo calentarlas un poco para que agarren su temperatura normal, y no como en otros refrigeradores, donde salen casi congeladas y no se pueden separar.     Cada cosa requiere su temperatura, por eso decidí inventar el reme, refrigerador eléctrico de múltiple enfriamiento, como lo bauticé. El viejo estaba más loco de lo previsible. Decía que inventaba y mejoraba cosas pero en todas sus afirmaciones no dejaba de aflorar un tufo como de burla, de tomadura de pelo. ¿Y esto qué es, don Elías? Ah, ese aparato es muy interesante. Permítame. Ya inventaron el horno de microondas —a mí se me ocurrió algo similar, pero se me adelantaron y ya no le seguí por ahí—, pero no el eidel, enfriador inmediato de líquidos, como lo bauticé. Mire. Llenó un vaso con agua de la llave, lo metió a su artefacto, subió una palanca con una graduación numérica pintada a mano, y en diez segundos sacó el recipiente. Mire, un hielo. Todavía no lo he perfeccionado y congela demasiado rápido. Debo hacer que por lo menos se tarde treinta segundos en transformar un líquido en un sólido; es sólo un detallito. La miseria y el caos de la cocina eran evidentes, pero también había allí un arsenal de maravillas caseras. ¿Y esto? Es un abto, abrelatas total, como lo bauticé. Mire. Sacó una lata de chiles jalapeños, la colocó en una base, luego bajó un brazo de palanca y listo, la lata había perdido de un jalón, con un corte limpio, toda su tapa. Le puse un imán para que después del corte la tapa se quedara en la navaja de la palanca y no fuera difícil retirarla. Lo único malo es que no se pueden destapar latas muy grandes ni muy chicas; mi máquina sólo abre un tamaño más o menos estándar. El viejo parecía bastante receptivo a mi convocatoria, le gustaba enseñar sus novedades. Me dio la impresión de que yo era el primero al que se las mostraba. En un rincón de la cocina, al lado de la tarja repleta de platos cerdos, varias botellas de Coca-Cola, todas vacías, me confirmaron la sospecha de que vaciaba ese producto en otro recipiente y lo vendía como propio. ¿Me puede regalar más Coca-Cola? Don Elías no se inmutó. Pasamos a otra habitación igualmente revuelta y allí estaba un pequeño aparato con apariencia de extractor eléctrico similar al que usan los jugueros del mercado. Vea esto. Le vació medio litro de agua y del otro lado colocó mi vaso de peltre. Un chorro negro y espumoso salió del extractor. Lo probé. Era Coca, Coca helada y muy gaseosa, el viejo no me estaba engañando. Pensé que era un milagro: un inventor de genio metido en un muladar. ¿Y qué ha hecho con tantos inventos, don Elías? Nada, entretenerme nomás. Hace muchos años quise patentar alguno, pero tuve muchas dificultades, luego el tiempo se fue pasando y ya ve, todo lo que no hacemos un día, más después nunca lo hacemos. ¿Cuáles dificultades, don Elías? Mandé mis cosas a una oficina de la capital, pero de retache no recibí más que silencio. Me da la impresión que alguien me las robó por allá, y eso se lo digo porque algunos años después supe de varios inventos míos en las tiendas. Se pusieron a venderlos, no sé si les fue bien. El reportaje ya estaba concebido: «Genio desconocido: ha creado más de cincuenta inventos». Yo vislumbraba ya el balazo y la cabeza cuando le dio al viejo un ataque de tos que lo dobló. Tuve que ayudarlo a que se sentara en una silla destartalada, sin respaldo, que estaba por allí, extraviada en aquel apeñuscado caos. Cuando pudo hablar me dijo que sus pulmones estaban hechos un trochil. Fumo desde niño y nunca logré abandonar esa cosa, dijo y apuntó con su barbilla hacia un mesón donde daban testimonio de aquel vicio varios paquetes de cigarros Delicados. Hice el cálculo alguna vez y en sesenta años pude haber despachado, de a veinte cigarros por día, unos 438 mil tabacos o tal vez un poco más, eso si pensamos que durante varios años me fumé más de un paquete diario. Ya no me quedan pulmones, dijo y lanzó otra ráfaga de ciclónicos tosidos. Tuvo que doblarse un poco para detenerse el estómago, pues los golpes de aire y flema que le venían del pecho zarandeaban todo su deteriorado esqueleto. Cuando concluyó el concierto me pidió perdón, luego hizo una larga pausa mientras con un paliacate se limpiaba las babas, y entonces prosiguió. Tengo muchos inventos, joven, pero se necesitan varios días para explicárselos. ¿Por qué no se deja venir mañana? La verdad estoy cayéndome de sueño. Acepté seguro de que en torno a don Elías estaba un reportaje marca Pulitzer, pero primero debería armar la propuesta y ofrecerla a los jefes. Salí de aquella casa mareado por el asco y la sorpresa. ¿Era Coca? ¿Era de verdad un inventor o un pobre charlatán enloquecido con la idea de ser un Edison vernáculo? Eso lo vería después, cuando me aceptaran la elaboración del reportaje.

*

Lo sentimos, Carlangas langas, eso no es serio. ¿Un inventor? La gente se va a reír de nuestra selección. Todos van a tomar a chunga ese trabajo. Además, ¿creador de una bebida idéntica a la Coca? ¿Está bien de la cabeza aquel señor? Así, atropelladamente, sin darse aliento, el jefe de información me vapuleó con su oposición al tema del viejito. No haga eso, Carlangas, se va a quemar si saca esos disparates. Lleva una buena carrera, la gente le empieza a reconocer su calidad de reportero, así que si publica ese bodrio sobre el inventor estoy seguro que pierde admiradores. No, nada de investigar sobre ese asunto. Además, es muy riesgoso. La Coca es una empresa que nos compra mucha publicidad y se puede enojar con esa broma de mal gusto. ¿Un viejito que inventó su propia Coca-Cola? ¡Bah! Dicho esto meneó la cabeza y sacudió una risa en sus facciones. A mí me seguía pareciendo un excelente tema y traté de defenderlo. ¿Cómo desaprovechar a un personaje con esas características? ¿Cómo? El viejito era toda una excepción, un sujeto sensacional, una noticia de pe a pa. No, Carlangas, déjese de tonterías, ¿qué no entiende? No podemos publicar nada que pueda ofender a nuestros principales anunciantes. Ya una vez, hace como cinco años, metimos una queja insignificante de dos cajeras despedidas injustamente por La Faraona, ¿y qué pasó? Fácil: nos tumbaron un contrato millonario de publicidad. No podemos arriesgarnos con la Coca. Además, ¿es serio lo que dice, Carlangas? ¿Quiere de veras entrevistar a ese ruco delirante? ¿Bromea, verdad? No, señor, hablo en serio. Yo probé el producto, vi cómo salía de su máquina tras haberle echado sólo agua. ¿No me cree? ¿Quiere ir a verlo usted? El jefe de información levantó sus lentes con una mano y con la otra se talló los ojos, fastidiado con mi asedio. Bueno: imaginemos que voy y compruebo que en efecto ese señor produce Coca auténtica con su maquinita de oro. ¿Y? ¿Podríamos publicar un reportaje con ese asunto? ¿No se da cuenta que puede ser un asqueroso truco? ¿Quiere que nos suicidemos? ¿Usted cree que la Coca se quedaría aplaudiéndonos? No, Carlos, eso es un disparate, basta. Hay un tremendo desmadre con los fraccionadores irregulares, cubra eso y se acabó la discusión. Yo era terco y le supliqué al jefe que no cerrara el asunto por completo. Luego vemos, Carlos, luego, y vaya a ver ahora mismo el desmadre de los fraccionadores.

*

Luego de los fraccionadores y sus triquiñuelas, siguió el tema de la reforestación en el bosque y enseguida uno más sobre el tránsito por nuestra ciudad de centroamericanos que viajan como indocumentados hacia los Estados Unidos. Casi olvidé el tema de don Elías, pero una tarde me encontré con el Tibu y él me lo recordó. ¿Qué pasó con el artículo —a todo le decía artículo— del ruco que inventó la Coca? Nada, no me dejaron escribirlo, compadre. Ah, cabrón, ¿y por qué? Según esto representa un peligro. Es imposible sacar en el periódico algo que pueda ofender a los patrocinadores de peso completo, nos podemos quedar sin publicidad. Mis jefes no quieren arriesgarse. El Tibu no había estudiado nada pero era, como casi todos los mexicanos, una lumbrera sin libros. ¿Y una compañía como la Coca le va a temer al pobre viejo aquel? ¿Tus jefes son pendejos o nomás se hacen? Ya ves, mi querido Tibu, para ser tan meco no se necesita mucho esfuerzo. Don Elías da el ancho para ser una figura de la comunidad, es un inventor de los que no existen. ¿Te platico lo que me mostró? No podía ser posible que el Tibu tuviera más cabeza
que mi jefe de información: se quedó alelado con la narración de mi visita a la madriguera de don Elías. Lo que más le apantalló fue la estufa de tractolina con encendido automático de chispa; aquello era como inventar un dinosaurio con dirección hidráulica. Nos reímos, pero en el subsuelo de la risa latía nuestra admiración hacia aquel anciano loco y ninguneado. ¿De dónde había salido? ¿Cuál útero lo parió? Era un genio en este país, un genio sin oportunidades, sin presente ni futuro, un genio en el tacho de los desperdicios. Si el cabrón viejo fuera japonés ya sería famoso en toda la canica terrestre. El Tibu se reía, pero era inteligente y yo sé que debajo de su liviana sangre habitaba un ser noble y muy creativo, un plomero que con las uñas era capaz de arreglar la cuarteadura de una presa y con el corazón hacer favores a cualquier amigo. Uno más, pensé, uno más que en México se ha podrido por falta de oportunidades.

*

Mi don, ¿y esto qué es? Es un aparatito muy sencillo, me dijo. Se me ocurrió cuando vi a una mujer de la zona esperando clientes. Se sentaba en su sillita afuera del cuarto, cruzaba la pierna, chasqueba el chicle a todo vapor y nunca dejaba de limarse las uñas. Entonces se me ocurrió: voy a inventar un lijador de uñas con baterías para ayudar a estas pobres mujeres. Desarrollé esa tecnología hace veinte años, y todavía sirve. El viejo comenzó a operarlo. El artefacto parecía un sacapuntas eléctrico de donde afloraba una lengüeta, la lija de palo. Don Elías oprimió un botón y listo, la lija comenzó a entrar y salir con ritmo zumbante. Me lo acercó, puse mi uña del dedo gordo y sentí una leve abrasión que de inmediato me dejó algo de tamo sobre la cutícula. Excelente, don Elías. Lo que darían las modelos de Nueva York por este invento. Las modelos de Nueva York darían hasta las nalgas, me respondió, pero los empresarios mexicanos no son capaces de dar ni un quinto; este aparato ya ni siquiera lo promoví. Me conformé con inventarlo. Recorrimos nueve inventos más, todos espléndidos. Estaban construidos con piezas de desecho, con carcasas de otros aparatos desconocidos, con alambres y engranes localizados en el basurero, con imaginación, con harta imaginación. De todas sus piezas, la que más me atraía era la fábrica portátil de Coca-Cola. Le comenté al viejo que estaba negociando en el periódico la salida de su historia. Le mentí: hay muchos reportajes en la lista de espera, pero pronto publicaré el suyo, don Elías. El anciano asentía sin decir palabra, como escéptico. Quién sabe qué tanto había toreado y ya no se dejaba ir al primer capotazo. Era nulo su entusiasmo por el texto que le prometí, pero parecía agradarle conversar sobre sus hallazgos con quien se interesara. De vez en cuando lo doblaba un acceso de tos. Tomaba asiento en la primera silla que encontraba y dejaba pasar unos cuatro o cinco minutos, como búfalo agotado, antes de volver a la actividad. Y dígame, don Elías, ¿cómo diseñó su máquina productora de Coca? Muy sencillo. En este invento también entra la química. La Coca basa su sabor en un jarabe secreto y en el gas. Ésos son los dos ingredientes básicos. Con el jarabe batallé diez años, hasta que di con el sabor. Lo saqué de una yerba que venden a centavo la tonelada en el mercado Juárez. No le digo cuál es. De allí hay que sacar, por calentamiento, la infusión extractada. Lo difícil es atinarle a la cantidad, dado que el jarabe base de la Coca original es muy preciso. Yo hice como tres mil intentos, hasta que me salió. Lo demás fue diseñar el aparato eléctrico. Tiene un sistema de enfriamiento muy potente y una pequeña bomba suministradora de gas. Eso es todo, lo demás es agua. Hagamos una prueba. Abrió un pequeño armario y sacó la botellita mágica. Era como chapopote. Vació dos lentas gotas en un depósito del aparato, introdujo agua en otro punto y de la pipeta dispensadora brotó, en unos segundos, el equivalente al mismo vaso, pero lleno ahora de Coca-Cola. Este aparato es bastante bueno, dijo. En su casa la gente podría tener casi gratis toda la Coca que quisiera. Sólo hay que hacer una módica inversión inicial, lo demás es fácil de conseguir y muy barato. Le di un trago. Era Coca. Una vez más era Coca, auténtica y fidedigna y cabrona Coca-Cola. No lo pude creer. Esta demostración fue abrumadora. Ver en vivo la preparación de mi bebida favorita era casi un shock. Yo debía sacar ese reportaje costara lo que costara. Para entonces había tomado varias notas, pero la intención era ponerle la grabadora a don Elías y dejarlo hablar libremente sobre su vocación creativa. Este aparato podría revolucionar la dieta del mundo, don Elías, le dije. Él aceptó mi comentario con un leve gruñido y con dos afirmaciones no muy convencidas. Estamos a punto de armar el reportaje, no se me vaya a desesperar. Nos fumamos otro Delicados mientras me narraba más en confianza que había nacido en Sombrerete, Zacatecas, en 1931. El párroco le prestó libros, vidas de santos, novelas de Payno y de Altamirano, poemas de Sor Juana y esas cosas. Pero los que más le gustaron fueron los de ingeniería. Había muchos libros de ese asunto porque la minería fue desde siempre un negocio bueno en Zacatecas, y no faltaron ingenieros mineros que al emigrar dejaron sus libros en la parroquia. Eran viejos tratados, algunos muy elementales, pero le sirvieron a don Elías para comenzar a conocer el mundo de la materia y su engranaje en el universo. Cuando llegó a La Laguna, esto más o menos en el 56, encontró unas librerías de segunda donde halló volúmenes de álgebra, de física, de hidráulica, de química, de cálculo. En la soledad de sus años juveniles —nunca se casó, aunque tuvo un par de novias que al final lo abandonaron— leyó aquellos libros hasta dominarlos.     Era fácil, pues su mente aceptaba los conocimientos con gran docilidad. Pronto descubrió que lo importante para él no era saber, sino descubrir, inventar. ¿Ha visto los filtros para purificar el agua en las casas?, me dijo. Pues mi primer invento fue algo muy parecido. Lo hice con desperdicios encontrados en un yonke. Me quedó muy bien, pero desde ese momento supe también que lo mío era la invención, no la patente. Una vez trató de localizar a alguien en la Ciudad de México. Le mandó un proyecto con el diseño de una máquina capaz de podar un jardín con apenas medio litro de tractolina. Nunca recibió respuesta. Otra vez vino a Torreón un famoso ingeniero gringo de la Ford. Vi en el periódico que estaba en el hotel Elvira, y lo busqué. Los mexicanos que lo atendían impidieron la entrevista y adiós oportunidad de hacer propuestas. Desde entonces, nunca más volvió a luchar para que sus criaturas alcanzaran multiplicación y fama. Siguió inventando, era un vicio, una enfermedad, y la vejez caminó hacia él cada vez con más prisa y mucho humo. Nunca había vuelto a Sombrerete, pero estaba seguro de que debía regresar, pues allá estaban enterrados sus remotos padres y al final debía volver a ellos. Bueno, don Elías. Vengo pronto, no lo dude.

*

Muy fácil se la pongo, Carlos, dijo el jefe de información. Si sacamos esa mierda lo van a despedir a usted y el director también me va a botar a mí. Así que por enésima vez se lo remarco: no, no escriba sobre ese mentado anciano. Por enésima vez insistí: es un genio, se lo aseguro. No fue a la escuela pero sabe más que los ingenieros de la universidad. Es una joya que merece reconocimiento. Si lo entrevisto será un hitazo del periódico, estoy seguro. Fueron tantas las insistencias que al final el jefe bajó un poco los guantes. Bueno, yo le permitiría hacer esa nota siempre y cuando no saque lo de la Coca-Cola, que simplemente diga «refresco de cola» o «soda», pero nunca Coca-Cola. Otra vez la polémica: ¿pero si ése es su mejor descubrimiento? En su destartalado laboratorio casero dio con la fórmula exacta de la Coca-Cola, ni más ni menos, y bien fría. ¿Cómo voy a eliminar ese dato? El reportaje perdería su chiste. Pues si quiere, dijo el jefe, si no ya sabe: hay mil temas pendientes para el reportaje especial. El laberinto parecía carecer de puertas, y no acepté. Le dije muy molesto que el periódico no me estaba dando la oportunidad de trabajar, y que eso era muy grave. ¿De qué sirve querer hacer bien las cosas?, le pregunté. No haga nada hasta nuevo aviso, me atajó. Por lo pronto, ¿cómo va con la investigación sobre los desempleados de las maquiladoras?
    Dos días después fui citado en la oficina del jefe de información. Tenía para mí una noticia. Me emocioné. Platiqué en la mañana con el director, le conté sobre sus inquietudes, Carlos, y llegamos a la conclusión de que si no se ajusta a nuestras órdenes la puerta del periódico es muy ancha y puede salir cuando guste. Fue una bofetada. Era hora de ser radical. Me voy, señor Morales, me voy a la chingada y gracias por la oportunidad, ironicé.
    Enojado, esa misma tarde busqué a mi compadre. El Tibu también le hacía a lo eléctrico y estaba rebobinando un motor en su casa. Le narré la conclusión del reportaje a don Elías. Mira nada más en lo que terminó la idea. El Tibu era plomero, pero sabía más de periodismo que mi ex jefe de información. Si no hacen periodismo no son un periódico, sino un catálogo de anuncios. Reímos. Mañana yo iría por la liquidación que me tocaba por cuatro años de trabajo. Mientras tanto decidimos salir a buscar unas cervezas. Nos metimos a una bar llamado Polo Sur. Íbamos en el séptimo bote cuando se me ocurrió visitar al anciano para darle la mala noticia. Pagamos. En la camionetita de mi compadre fuimos a Trincheras y llegamos al callejón donde vivía el inventor. Tocamos a su puerta dos minutos y no abrió. La vecina, con un niño prieto y desnutrido en los brazos, gritó desde su ventana don Elías ya no está, hace tres días sacó sus mugres, las dejó en la calle para que se las llevara la basura y se fue dizque a Zacatecas. Dispense, ¿usted es el periodista? Le respondí que sí. Me dejó una cosa rara para usted. La señora se perdió un momento en la lobreguez de su casa; al rato regresó con el aparato y el frasquito con la esencia mágica. Dijo que a usted le gustó mucho y que se lo regala. ¿Para qué sirve, eh? El Tibu y yo, medio borrachos, no lo podíamos creer. Tomé la fábrica portátil de Coca-Cola y nos fuimos. Alelada por la pesantez de la cerveza, mi mente imaginó una última esperanza antes de que todo se hundiera en el olvido. El Tibu no lo sabía, pero un reportero tiene que buscar sus temas cueste lo que cueste y pronto, con la pequeña liquidación del periódico, en mi programa de reportero independiente figuraba un desesperado viaje a Sombrerete, Zacatecas. No hacerlo significaba comenzar a pudrirme, como casi todos en la jodida patria, por falta de una oportunidad, una maldita oportunidad. Una sola.

 

 

Comparte este texto: