El son de flauta para los pies desnudos
Que pisaban tu sueño en otro tiempo, tiempo devorado.
1
VOLVER A EMPEZAR: si lo dices en serio, sal a hacer jogging al parque; seis kilómetros reglamentarios a las seis de la mañana, a dos grados, tres años antes de cumplir 40, 12 kilos después de la última carrera, por primera vez de nuevo. A los diez minutos el oxígeno es una roca volcánica; sobre esa roca danza la memoria de tu piel. A los 15 minutos, algo se arrastra hacia arriba desde los dedos de tus pies: es la sospecha de que antes de adelgazar 300 gramos podrías morir, entre dolor y fastidio y una frívola desesperanza, aquí mero en el parque, pretendiendo ser quien nunca fuiste. Algo casi tan ruin como sufrir una embolia entre las piernas de una puta o ser abaleado en la letrina de un western. A los 20 o 25 minutos, sin embargo, cesa el malestar: el aire se serena. Pasan dos mujeres en lycras apretadas. Gordas y, de algún obsceno modo, deliciosas. Después sale una morena flaca aislada en un traje de buzo: goggles y walkman. Circula un hombre muy sólido bajo una chaqueta gris paseando a un perro de hermosa pelambre negra. Primero la envidia, luego la suplantación: tú eres ese perro, tú eres ese cuerpo bajo la chaqueta. No es posible de golpe endurecer los músculos del vientre. El pene sí: lo rozas levemente con el muslo hasta sentir en él la sangre tensa. Paideia y lujuria: paideia y lujuria. Danzas tu danza espartana sobre la porosa roca de la isla de ser, de la isla desierta que eres casi a los 40.
Así: al menos seis kilómetros.
2
MIS VIEJOS me regalaron con un organismo hecho para la guerra: sólidos huesos, pulmones profundos, carne que se regenera habilidosamente, un metabolismo que aún a esta edad me permite subir y bajar de peso sin apenas esfuerzo, un muy lejano portón en la zona de misterio que los doctores llaman «el umbral del dolor». Nací, para mi desgracia, con un control remoto en el lugar del revólver. Usé el Santo Sepulcro que era mi cuerpo como un establo musulmán: alcohol y drogas, internet, popcorn frente a la tele. Soy un soldado que recolecta flores en su cabello mientras los señores de la guerra de(con)struyen al mundo en consolitas Wii y conferencias vía satélite. Soy el francotirador de mis sueños.
3
JUGABA BASQUETBOL cuando era adolescente. Lo hacía con torpeza, pero sudé la camiseta lo bastante como para fingir algún grado de belleza. Mi profesor de redacción me dijo un día, en los pasillos de la prepa, que quería fotografiarme así:
—Recién salido del sauna de la cancha. Pero desnudo y mostrándome la verga.
La maestra Eloísa me invitó a tomar té en su casa y me hizo escuchar por primera vez las Gymnopedies de Satie. Me preguntó si sabía lo que significaba «concupiscente» (no: no lo sabía). Me pidió que la dejara olfatearme un poco la cabeza, el cuello y los sobacos. Me sugirió que lamiera el sudor entre sus pechos un poco más abajo del escote, a la altura del broche del brassier. Nos besamos por horas, pero no me permitió palpar zonas más profundas:
—Lo que hacemos lo harías con cualquier otra amiga. Lo demás no es posible, no soy una corruptora.
Yo entonces no tenía novia ni amigas con quienes hacer lo que hacía con la maestra Eloísa y mi única experiencia sexual había sido a los 14, con la Taranga, la esposa del taquero que tenía su puesto al lado de mi casa (él tendría 60 años; la mujer quizá 20): había venido a visitarme por caridad porque estaba yo enfermo de fiebre y mi mamá cumplía doble turno en la laminadora en frío de AHMSA. La Taranga (a estas alturas, en mi recuerdo, se ha vuelto fea pero sigue siendo joven) terminó usándome para desquitar cuentas pendientes que quizá tenía con su marido. Duró pocos minutos. Fue culpa mía, por supuesto. Recuerdo aún esa primera sensación dolorosa de que las emociones físicas acaban enseguida a pesar de que uno pensará en ellas para siempre.
Pero en la época en que la maestra Eloísa me pedía que lamiera entre sus pechos, un poco más abajo del escote, no acababa aún de asimilar esta desgracia simple que ha sido el eje de mi vida: el cuerpo en movimiento. Me sentía triste porque ninguna muchacha me quería; me alborozaba porque los viejos (en realidad eran personas más o menos de la edad que tengo yo ahora) deseaban tocarme; me concentraba, por encima de todo, en hacer pasar la pelota por el aro.
Inútilmente: siempre tuve el peor récord en tiros libres desde la línea.
4
NACHO Y YO ASISTIMOS al último partido del play off de la zona norte: los odiados Sultanes de Monterrey visitan a nuestros Saraperos. En la puerta del Parque Madero hay hermosas modelos de Carta Blanca, Coca-Cola y Telcel. Inevitablemente mencionamos a Karla, la ex edecán cuyo novio subió a youporn.com un video grabado con un celular donde ella le chupa el pito y exhibe un culo completamente abierto ante el espejo de lo que parece la habitación de un motel. Seguimos hablando de pornografía mientras adquirimos cuatro caguamas en vaso de plástico y rodeamos el patio exterior del Madero y compramos varias bolsitas de semillas e ingresamos a la zona de nuestros asientos, en preferente, cerca de la primera base. Antes nos sentábamos exactamente al otro lado del parque para insultar al Houston Jiménez, que además de ser coach del equipo cubría la antesala; pero desde que Derek Bryant llegó a los Saraperos, preferimos mudarnos más cerca del dugout (para ver si podemos insultar también a Derek).
Más de medio partido (llegamos a la segunda y ya estamos cerrando la quinta) transcurre tímidamente. Dos sustos sultanes: cohetes que Eduardo alcanzó a apagar con su guante en el jardín derecho; un robo nuestro de la intermedia a cargo de José de Jesús Muñoz; pocos hits, mucha base caminada, tres o cuatro chocolates: lo habitual en un juego mediocre. Nos entretenemos bebiendo Carta Blanca y masticando semillas de calabaza y viendo en la pantalla gigante del estadio los rostros, pechos y traseros femeninos que los camarógrafos captan entre el público cada vez que el juego se pone aburrido —o sea, todo el tiempo.
En un plano abstracto, idealista, de absoluto esplendor moral, me siento sinceramente ofendido. Estos hombres, los dueños del estadio, son más viles que el novio de Karla, la ex edecán de Telcel: traicionan a mujeres que pagaron su boleto para venir a contemplar a los héroes; las ofrecen como sucedáneos pornográficos a nosotros, los hijos de puta endomingados de angustia que en un arranque de lucidez podríamos incendiarles el parque de pelota. Y lo hacen sin el menor goce: exclusivamente por ganar dinero.
(En un plano más realista, menos puro, cuchicheo con Nacho acerca de cuál nos ha parecido la más guapa del catálogo, si alguna se parece a Karla o a Naomi Watts o a cualquier otra mujer que previamente hayamos imaginado o visto desnuda. Nos referimos a ellas como si fueran perras o yeguas de una raza linda en peligro de extinción).
Hasta que (en la sexta) Christian Presichi da un tablazo que nos deja sin habla y (en la séptima) salimos al patio a comprar margaritas y el infaltable chicharrón de pescado y (en la octava) estamos de vuelta, tan ebrios que dejamos de entender lo que el otro está diciendo o lo que sucede en el campo e incluso nos resulta difícil discernir las esbeltas figuras que la pantalla sigue recreando contra el fondo de la noche. Todo es turba, turba y gritos, cuerpos que a veces rozan el tuyo al pasar entre hileras de butacas, bats esgrimidos como cimitarras, porras, torsos, torsos y cantos que sobre sí mismos se curvan: como si fuéramos bárbaros muertos y estuviéramos, en un trance de zombis, saqueando la ciudad.
5
SUPE QUE HABÍA DEJADO de ser joven gracias a Jeny Winterhagen, una deportista amateur alemana. Ella tenía 16 años, yo 33. La conocí de un modo parecido al que suele describirse en las novelas del Crack (salvo que mi historia no requiere de escenarios euroexóticos, sino que transcurre en una fea y amarilla ciudad mexicana): en los altos de un café con pretensiones intelectuales, traduciendo al alimón a Bertolt Brecht mientras escuchábamos canciones de Los Tigres del Norte.
Era pelirroja y tenía la piel tan blanca y leve que podías apreciar, entramada en los hilitos de las venas, la perfección de su esqueleto. Era alta. Me dijo que le gustaba el café turco. Me confesó que tenía un lunar muy grande, en realidad una mancha, en la parte más alta del interior de uno de sus muslos. Me explicó que había decidido dormir conmigo aquella noche.
Más tarde noté que nos tenía tomada la medida: había hecho lo mismo, en el transcurso de los últimos meses, con cuatro o cinco señores que fingían, igual que yo, ser aún jóvenes. Lo hacía porque eso le garantizaba su hospedaje y alimentación, además de haberle costeado un viaje a Real de Catorce donde comió cierto peyote que al parecer no logró impresionarla demasiado. Lo hacía porque era más fuerte que nosotros. Supe todo esto porque ella me lo dijo. Agregó al final:
—Me dan gracia. Los mexicanos tan cachondos.
No le vi caso a explicarle que la nación que nos separaba era la edad.
(Principalmente porque, si esta frase suena cursi aquí escrita, imagínense lo que podría significar para una adolescente que se había decepcionado del peyote y tenía un lunar muy grande en la cara interior del muslo).
Jeny La Pirata había llegado hasta aquí como capitana de un equipo de volibol. Formaba parte del intercambio deportivo entre el Tec de Monterrey y sabrá Dios qué escuela pública de Jena, en la provincia ex oriental de Alemania. Se había enamorado de México como quien se enamora frente a los aparadores de una tienda departamental: asomándose al paisaje desde ventanales de autobuses que llevaban a un montón de chicas lésbicas y sucias de una ciudad a otra, haciendo clínicas deportivas en los distintos campus del Tec y jugando cáscaras de voli en las que invariablemente despedazaban a sus chaparras adversarias —para luego tirarse a los estúpidos novios de sus chaparras adversarias en sanitarios erigidos con dinero que, de algún concupiscente modo, hace mucho tiempo perteneció a don Eugenio Garza Sada.
Cuando notó que la gira estaba a punto de acabar, se fugó. Así, siguió recorriendo este país mientras aprendía a besar en boca de quienes más saben de eso —quizá por tratarse de una cultura cuyas mujeres son de una beatería tan extravagante que deviene oralidad hardcore (dicho todo esto en boca de Jeny, claro).
Se desnudaba fácilmente porque tenía la piel muy seca. Por las noches me pedía que la untara íntegramente de cold cream. Macerada de este modo, me permitía practicarle un tierno estupro que, más que de tacto, estaba hecho de gusto (un gusto a plástico salado por la presencia de la cold cream). Se excitaba muy poco: lo justo para que su orgullo no la tildara de frígida y su buena educación de campesina marxista-luterana no le imputara descortesía para conmigo. Luego de hora y media o algo así, decía:
—Me encuentro algo fatigada— con su español de novela de Juan García Ponce aprendido en una prepa de ultramar.
La dejaba dormir.
Aunque sintiera yo todo el cuerpo inflamado como una pústula.
Un par de semanas más tarde se fue: se enamoró de una joven pareja de novios que recorría en jeep los desiertos del norte de México. Al despedirnos, junto a la puerta de mi casa, la tomé con ambas manos por el mentón y el cuello y, apretándola contra el muro, le susurré que la amaba. Ella sonrió. Entendió lo que estaba tratando de decirle:
«Te deseo tanto que te mataría. Pero no voy a hacerlo porque esa sería una forma de poseerte. Y no hay deseo más puro que el no correspondido».
6
SEIS KILÓMETROS. La próxima vez no olvides traer tu bote de agua. Necesitas también unos goggles y un walkman: no es saludable correr entre los muertos sin alguna escafandra …