Guerra y familia

Alfredo Sánchez Gutiérrez

Ciudad de México, 1956. Autor de La música de acá. Crónicas de la Guadalajara que suena (Universidad de Guadalajara, 2018).  

Buena parte de mi sangre viene de España: tres abuelos gachupines y una mexicana que seguramente también tenía en sus venas sangre hispana. Así que soy un indudable hijo de muchas cosas, pero sobre todo de la migración. Eso sí: he sido más bien sedentario. Viví mis primeros catorce años en la ciudad donde nací —Distrito Federal la llamaban— y luego me mudé, por decisión de mis padres, a la Guadalajara donde he permanecido. Así ha sido también con mi hermana y uno de mis hermanos, pero no con el menor, quien muy joven emigró a Estados Unidos —él, por razones profesionales— donde vive hasta hoy. 

Nuestros migrantes abuelos llegaron a México procedentes de España a principios del siglo xx. Uno, el materno, se montó en un barco a sus quince años y llegó solito desde Asturias a Veracruz. Nunca hablé con él lo suficiente, pero sospecho que lo motivaron un par de cosas: huir de un destino que parecía inevitable —con hambre incluida— y seguir el rastro aventurero de un nuevo continente. Más tarde se trasladó a Tabasco donde se casó con la única que me heredó sangre mexicana. Por cierto, esa familia tabasqueña venía de otro lugar —Chiapas— y tampoco se quedó quieta: ejerció su nomadismo migrando mayoritariamente a la Ciudad de México. 

Los paternos, en cambio, llegaron con sus propias familias que emigraron en bola: mi abuela venía de Santander y se instaló en la capital mexicana con su padre farmacéutico, su madre y su hermana. Venían a reclamar una supuesta herencia que les había dejado otro pariente que emigró antes y que resultó falsa. Mi abuelo venía con sus padres y hermanos andaluces luego de haber perdido sus bienes en circunstancias poco claras; tenían el objetivo, como tantos otros, de «hacer la América», enriquecerse en una tierra con mejores oportunidades. Lo lograron gracias al trabajo intenso y la habilidad comercial —con sus artilugios respectivos— que desarrollaron.

Todos ellos llegaron a México en una época convulsa: comenzaba la Revolución. Muchas veces me he preguntado —nunca me lo dijeron más que con cierta vaguedad— qué significado tuvo para ellos la guerra. O más bien las guerras, porque fueron muchas y muy cruentas las que les tocaron, de cerca o de lejitos, durante sus vidas: la Revolución Mexicana, la Primera Guerra Mundial, la Guerra Cristera, la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial. Es decir, durante buena parte de sus vidas hubo conflictos bélicos alrededor y, aunque no estuvieron directamente involucrados, los tocaron de muchas formas.

A mi abuela paterna, por ejemplo. Ya dije que su padre era farmacéutico. Mis indagaciones me llevan a concluir que aquel hombre decidió instalar un dispensario médico por el rumbo de Xochimilco. Pronto llegaron soldados porfiristas a atender sus heridas. Los revolucionarios no lo vieron con buenos ojos, lo acusaron de traidor y cuando hubo amenazas de muerte decidió huir. Con todo y familia se mudó a Estados Unidos, donde supuso que estaría a salvo. Allá vivieron algunos años hasta que con las aguas revolucionarias más apaciguadas, volvieron. Más adelante a los padres les entró una enorme nostalgia y decidieron regresar a España con los hijos varones que habían nacido ya en México. Las dos mayores, ya casadas —mi abuela una de ellas—, se quedaron para siempre acá. La familia emigró cuando empezaba la Guerra Civil. Mi abuela contaba que en aquella guerra fratricida mataron a sus hermanos adolescentes. Ella no lo vio pero se lo contaron: salían de misa, en el brazo izquierdo de sus camisolas traían la cruz de Santiago identificada con los franquistas, se toparon con un grupo de soldados republicanos, los apresaron, los hicieron cavar su tumba, les dispararon y los arrojaron al agujero, uno de ellos pudo salir quién sabe cómo, llegar malherido hasta su casa y tocó la puerta, salió su madre y el hijo se le murió en los brazos. Y, cierta o no, exagerada o exacta, esa historia instalada en los anales familiares produjo en mi abuela un odio irreductible contra los rojos. También tuve un tío asturiano que peleó al lado de los franquistas y relataba los furiosos enfrentamientos, contaba que había sido herido en combate cuando era un muchacho. Solía referirse con desprecio a los refugiados, aquellos que habían sido sus enemigos.

Durante mi vida he conocido a otros cuyas familias llegaron a México, a diferencia de la mía, como refugiados de la guerra. Eran republicanos y fueron acogidos por nuestro generoso país. Contaban historias como la de mi abuela pero los malos eran los otros. A diferencia de ella yo siempre preferí a los republicanos y una vez discutimos al respecto. Terminó enfurecida invocando el crimen de sus hermanos. Opté por la prudencia y no volví a tocar el tema. La reconciliación es difícil, y es claro que las guerras producen víctimas por todas partes. 

Se ha escrito con abundancia sobre la Guerra Civil Española y otras más, tanto en ficción como en no ficción. En los tiempos recientes he leído novelas donde se habla de algunos horrores de aquella: Los rojos de ultramar de Jordi Soler —que forma parte de una trilogía llamada La guerra perdida— cuenta la historia de su abuelo, catalán republicano que padeció un campo de concentración en Francia antes de llegar a Veracruz donde instaló un emporio cafetalero. Mala gente que camina de Benjamín Prado relata el terrible asunto de los bebés de republicanos robados y entregados a familias franquistas. Y claro, la celebradísima Soldados de Salamina de Javier Cercas, un riquísimo relato donde se miran los hechos desde muchas perspectivas y que va más allá de la propia Guerra Civil, como él mismo lo ha llegado a expresar: 

La novela, básicamente, habla de los héroes, de la posibilidad del heroísmo; habla de los muertos, y del hecho de que los muertos no están muertos del todo mientras haya alguien que los recuerde […] habla de la inutilidad de la virtud y de la literatura como única forma de salvación personal…

A mí no me han tocado guerras como aquellas. O eso creo. De adolescente escuché mucho sobre la de Vietnam, una extrañísima invasión provocada por la paranoia anticomunista donde los gringos enviaban a sus jóvenes a morir al otro lado del mundo sin saber por qué peleaban y de donde algunos regresaron vueltos locos. Había canciones al respecto, manifestaciones de jóvenes en California y otros lugares. Pero esa guerra era lejísimos. También hubo una, llamada Fría, que nunca estuvo claro dónde se desarrollaba y que tuvo en vilo a la humanidad durante algunos años con la amenaza de la destrucción nuclear. Y claro, he escuchado de conflictos en Oriente Medio, en Ucrania, en África, ahora mismo un genocidio brutal en Palestina. Todo parece lejos aunque nada lo esté tanto.

«Nada está tan lejos». Me detengo a pensar más en esto: yo era adolescente cuando la revuelta estudiantil de 1968, vivía en la Ciudad de México, vi tanques, granaderos, gente armada, jóvenes repartiendo volantes y gritando consignas, camiones urbanos pintarrajeados con lemas agresivos y supe de la matanza de Tlatelolco. Pero aquello no era guerra, nos decían, todo fue obra de un grupito de subversivos a quienes se aplacó a tiempo para que se pudieran hacer las olimpiadas. También supe de otros jóvenes en Guadalajara que peleaban contra el sistema, ponían bombas, asaltaban bancos, formaban grupos guerrilleros. Aquella fue guerra mucho más cercana pero se trató de ocultar, de minimizar. De los muchos muertos se hablaba poco, de nuevo eran unos poquitos subversivos, comunistas, que querían desestabilizar y provocar el caos. Pero sí: me pudo haber tocado una balacera, una explosión. Tuve un vecino poco mayor que yo que fue asesinado en esos días. Estaba en la Liga, me decían con cara de susto, lo emboscó el ejército y lo mataron junto a otros dos. Así que la afirmación de que no me ha tocado ninguna guerra es discutible. Pero no, no he oído aún las sirenas antiaéreas, ni caer las bombas, ni sentido las ráfagas de ametralladora. Tampoco las del narco, los cárteles, el crimen organizado, los grupos armados que pululan en este país. Otra guerra que está muy cerca. 

He leído en estos días una obviedad: todos venimos de la migración. El recién electo presidente estadounidense parece empeñado en negarlo al cerrar las puertas de su país a un fenómeno natural —él mismo viene de ahí, no hay que olvidarlo—: la tendencia a moverse, a desplazarse, ya sea por elección —como mis abuelos— o por imposición —como sucede en muchos lugares hoy en día—. Muchos piensan como él, tan es así que lo votaron. Quiere engrandecer de nuevo a su país a cualquier costo, dice, amenaza sin parar y nos tiene en vilo con sus ocurrencias, sus decretos, sus fanfarronadas. Algunos dicen que es puro bluf, jarabe de pico, pájaro nalgón; otros, que hay que tomarlo en serio, que puede causar un daño irreversible. Espero que los abundantes temores se aplaquen, que en efecto sea un pájaro nalgón. Que se imponga la razón y no me toque, como a mis abuelos, ver de cerca una guerra como aquellas a las que sobrevivieron. 

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