Seis horas y nueve minutos de la mañana. Graça pasa por el cuarto de la Niña Celeste, la oye roncar; la vieja no se dio cuenta de nada, aún duerme y vive, en ese orden.
(Sólo que la Niña Celeste ya no duerme. Juega con la suerte. Con la muerte).
Hay manchas rojas denunciando los pasos. Graça, al regreso tendrás que limpiarlas, qué tal si la Niña Celeste resbala y cae, se rompe la pierna; deberías empezar a darle un baño, cambiarle los pañales, una logística espantosa. Mejor pasar el trapeador, un poco de detergente en el agua, es más resbaladizo que la sangre.
Graça se da un vistazo en el espejo. Continúa joven y cansada. Menos mal.
Se sienta en la tapa de la taza del baño, cierra la puerta y abre el armario de los medicamentos a la altura de los pies que sangran, necesidad y satisfacción al mismo nivel, como no siempre están los males y las curas. Saca alcohol y algodón y caen frascos de merthiolate y agua oxigenada, tapas mal cerradas, todo botado, de prisa, está todo para apurarse. La voz de la Niña Celeste le zumba en la cabeza, Por favor, Graça, la manutención del decadente no puede quitar vigor al ímpetu de la novedad.
–Huyo de la novedad volando, herida
dice la muchacha, bajito, y el merthiolate y el agua oxigenada se esparcen sobre los pies, en la parte de arriba donde no hay heridas ni necesidad de parches, es de las plantas de los pies que la vida gotea y se mezcla con el contenido de los frascos, empapa el tapete. Mancha en los surcos entre azulejos, mapa de un laberinto.
Por lo menos ya tengo una disculpa para cancelar la cena.
Aceptar la invitación había sido la tercera cosa en la vida que hiciera de forma espontánea. Le quedaban cuatro hipótesis sin reflexionar de meterse en la boca del lobo.
Es mejor no cancelar. No lo voy a dejar colgado.
Se acuerda del padre,
Colgado.
Aparta la imagen.
Por lo menos con Gabriel sé que puedo contar.
Abre el paquete de algodón,
¿Puedo contar?
se despertó llena de fuerza: el paquete estalla y los copos flotan blancos antes de tocar los líquidos del nuevo día. Beben, ligero desayuno de campeones. Graça tiene hambre; primero hay que curar los moretones. Abre el frasco de alcohol, moja el algodón, desinfecta los pies, le arde y suelta un silbido por entre los brackets, bajito para no despertar a la Niña Celeste. Limpia las pequeñas heridas; era sólo falsa alarma, dos vendas, remiendo hecho.
Se levanta para ir a buscar el balde y el trapeador, lo desliza en las gotas de sangre que motean el corredor, siempre coloreaban a esta casa tan gris. Y cae, un golpe sordo, ningún hueso partido y la Niña Celeste aún sigue durmiendo y viva, podría ser peor. Mientras exista margen para empeorar, están las cosas bien.
En la cocina, llena el balde de agua, despacio para no hacer ruido; así va a demorar siglos para tener la cantidad suficiente. Abre un poco más el grifo, equilibrio delicado: el grifo chorrea más de la cuenta y la manguera, imitación hoja de plata y entrelazada, se escapa y escupe agua en todas direcciones, moja la cocina y a Graça. Tendrá que pasar el trapeador por otro accidente más.
Vierte detergente en el balde, sigue la medida indicada en la tapa en relación con la cantidad de agua, le parece demasiado aunque no se atreve a abrir otra vez el grifo, mientras no; está todo contra ella, es necesario dejar que se cansen los infortunios. Opta por no revolver el agua en el balde para que el detergente en exceso se quede ahí, en su lado imposiblemente redondo. Después reconsidera, es mejor no abusar de la suerte, abre el grifo y esta vez no hay ducha involuntaria. El día entrando en los ejes, Graça alegrándose con poco.
Sol de corta duración. Pasa el trapeador por el suelo de la cocina, piensa tomar un café antes de avanzar con la empresa. Abre el armario de la loza, se estira para sacar una taza de café. La agarra con tanta fuerza, para no dejarla caer, que el esfuerzo resulta contraproducente: la taza se le escapa por la mano sucia de detergente grasoso y se le hace añicos abajo. Graça aprende que, a veces, es por aferrarnos con tanta fuerza a las cosas que acabamos por perderlas y quebrarlas. A veces nos perdemos y quebramos a nosotros mismos.
Aguanta el aire en el pecho. El sonido de la porcelana al quebrarse no despertó a la Niña Celeste,
respira,
recuerda el barullo que hace la máquina de café y desiste.
No quiero despertarla, no le deseo ningún mal. La divina gloria, del tercer piso, puede venir con lengua de plata que yo no la mato.
Lleva el balde y el trapeador para el corredor. Comienza a limpiar.
En el cuarto de baño, la tarea de Graça es más complicada, aquel tapete deberá ir a la lavadora. Se acuerda de la ropa dejada en la lavadora, tendrá que extenderla o comenzará a oler.
Ventana abierta, ni un alma allí se ve a trabajar pero el trabajo va apareciendo hecho. Demoraba siglos, es verdad, ¿y entonces? La evolución de las especies tampoco se hizo sin desviaciones de calendario y presupuesto. Una ciudad en obras es como una ciudad en llamas. Ambas en transformación. En un sentido, en dirección a la ceniza. En el otro, ¿en dirección a qué? ¿El futuro?
Olvida el mañana entero. Pueden las obras nunca acabar.
Los andamios dejan poco espacio para el tendedero, Graça se arregla como puede. El azar insiste: una rebanada más fuerte y el viento le arrebata una blusa de las manos, la favorita de la Niña Celeste, vieja de décadas, tejido delicado con un patrón intrincado de colores famélicos. Tantos cuidados todos estos meses para lavarla a la temperatura correcta, para no estropearla y, ahora, mira. La vida es mágica, hace desaparecer cosas y personas.
Las próximas piezas, ya menos importantes, ya Graça las toma con firmeza, pinzas de ropa entre los dientes; una de ellas, astillada, le abre un pequeño corte en el labio y Graça vuelve a ver la sangre gotear. Dos piezas de ropa interior de regreso a la lavadora, debe ser.
Y Graça aprende que si a veces nos aferramos con tanta fuerza a las cosas sin importancia es porque ya no tenemos nada más a qué aferrarnos.
Mientras tiende la ropa, se acuerda del padre. Pasa siempre.
*
En el Barrio de las Colonias era conocido por su apellido. Azevedo, profesor de música en la primaria, dedicado a los niños, sólo a los hijos ajenos. Un hombre que maltrataba gatos en la calle, anciano prematuro, solitario incluso teniendo familia (o por tenerla), loco de soledad, salía de bata a la calle durante la noche para hacer el mal a pequeñas criaturas abandonadas, como él. ¿Qué quería de la vida? Graça nunca lo descubrió. Mucho menos el vecindario, que de él sabía el apellido y un poco más.
El padre y su varilla de fierro, robada de una de las obras de la calle, nada que se parezca a las obras de ahora. Iban alternando. O era el agua o era la electricidad o era televisión por cable. Se turnaban. Graça, en aquella época, no se preguntaba
¿Por qué no arreglan las cosas entre ellos para que no tengan que perforar constantemente la calle? ¿Por qué comprometer nuestro bienestar inmediato en función de la satisfacción a largo plazo de una necesidad que, muchas veces, ni siquiera sabemos tener?
Hoy, en retrospectiva, se halla a sí misma pensando en esto, aunque ya crea saber las necesidades que tiene.
El padre se arrodillaba en sus pantalones de pijama, las solapas de la bata se ensuciaban en charcos de aceite y colillas de cigarro que después llevaba a la cama cuando se acostaba (solo, siempre solo hasta con la mujer al lado) y con la varilla de fierro raspaba el asfalto por debajo de los pocos carros que encontraban estacionamiento por entre los escombros, las obras de agua o de electricidad o de cualquier otro recurso que suponía facilitar la vida, atajos que se hacen pagar, llamadas directas para el infierno de las buenas intenciones de los otros a nosotros, acostumbraba decir el padre de Graça. Tan caras, siempre tan caras, las buenas intenciones de los otros y las nuestras.
Raspaba el asfalto y metía la varilla adentro de los motores de los carros estacionados, en busca de un gato escondido, con miedo. Como él. Sentía tanto miedo y no sabía de qué y eso sólo lo hacía sentir aún más miedo.
Una vez, Graça tenía siete años, el padre se metió en líos con un vecino a causa de estas averías. Eran casi las cuatro de la mañana y un hombre acababa de estacionar. Llegó a su casa y Azevedo descendía por la calle. El motor estaba caliente y el gato procuraba el calor y el padre de Graça lo buscaba con la varilla. El dueño del carro volvió a salir, se olvidó del estéreo, y se topó con el individuo de bata arrodillado rebuscándole el motor con la varilla de fierro. Lo pateó y el padre cayó en uno de los hoyos de las obras, era otoño y había llovido, lodo por todos lados.
Y Azevedo, tanto ruido al entrar en casa, hasta despertó a la hija, ahora de pie y de pijama en medio del corredor, mirando los pasos de escombro que el padre había dejado en el piso,
Traje las obras de la calle para adentro de la casa.
Se acostó así como venía, lodo y todo, llevó las obras para la cama, a ver hasta dónde la mujer aguantaba, hasta dónde estaba dispuesta a llevar la retirada.
Al día siguiente, sábado, cerca de la hora del almuerzo, el padre se levantó y sin decir una palabra, sin que nadie más tuviera oportunidad de decirla,
–Detente.
abrió la puerta del balcón y se tiró del quinto piso.
El padre de Graça extendió los brazos, alas de un buitre goloso con la idea del propio cadáver y se hizo volar con dirección al suelo. O por lo menos fue así que Graça imaginó el momento decisivo, ya que, cuando el padre abrió las ventanas, una corriente de aire se apoderó de la casa, abusadora, hizo revolotear hojas de la agenda sobre el brazo del sofá, notas donde Graça, más tarde, intentaría encontrar justificación para lo que el padre hizo, ya que no la encontraba en las conversaciones que, a la fuerza, intentaría mantener con la madre sobre el asunto.
Y la atención de Graça se refugió en esa agenda, hojas que volaron leves en oposición al peso del gesto paterno y se acomodaron dulcemente sobre la alfombra sin color. La Sinfonía número 8 de Schubert, la Inconclusa, donde nunca encontró respuestas; poco notó el encanto del padre, la frustración sentida cuando se atrevía a imaginar la música faltante. ¿Cómo podría Graça, que deja todo a la mitad, comprender el peso de una obra cuyo final nunca conoció?
Levantó el rostro, vio al padre colgando en el tendedero, percibió el vacío de sí mismo. Y la madre de Graça, creyendo en lo que veía antes de que Graça se diera siquiera esa oportunidad a sí misma, no cubrió los ojos de la hija para evitársela, no le tomó la mano para llevarla al cuarto y ponerla a dormir, confiarla a una pesadilla que se volvería un alivio al despertar.
Solapas de bata sucias de lodo y aferradas a la vida, la costura de las mangas abriéndole la piel debajo de los brazos, una marioneta expuesta en el quinto piso. La calle estaba llena, a pesar de las obras: vecinos que no tenían hacia dónde ir excepto aquel barrio de escombro presente y supuestos lujos futuros. Miraron arriba y apuntaron, mira a Azevedo colgado, y se rieron mucho, un coro de burlas y viento que hizo el cuerpo de Azevedo girar y quedar de frente a la hija; ninguno bajó la mirada,
la vergüenza,
por entre las rejas del balcón, Graça encarcelada en aquella memoria y el padre colgado en el tendedero.
Llamaron a los bomberos y el vecindario siempre riendo; cuando lo quitaron del tendedero el padre de Graça respiraba. Aún habría de comer mucho y trabajar más, sólo que estaba muerto por dentro y nunca más cazó gatos ni volvió a intentar matarse. El final llegaría de manera menos aparatosa —si bien más que definitiva— años más tarde. Todos vividos en vergüenza.
Dejó así una profunda marca en la cultura del barrio, en boca del vecindario:
–Aparece ya, no seas Azevedo, no me dejes colgado.
*
Cuando Graça extiende ropa es como si abriera las heridas a la calle.
El aire está húmedo. Ha de secar. Como las lágrimas y la vida.
Traducción del portugués de Sergio Ernesto Ríos