Gonzalo Rojas: el oscuro y el alumbrado / Eugenio Montejo

Aunque la vocación poética de Gonzalo Rojas se hizo presente desde una edad bastante temprana, al considerar la suma de su obra puede decirse que se trata esencialmente de un poeta de la madurez, como fue el caso del poeta griego Constantino Cavafis. En Rojas se cumple desde el inicio una perspicaz y segura vigilancia de cuanto se publica en su entorno, aunque decida espaciar las publicaciones de sus dos libros iniciales y resumir en ellos el fruto de su trabajo durante décadas.

Al encarar el estudio de su obra hay que considerar el hecho, pues, de que a los 60 años, no obstante ser conocido fuera de su país gracias a varias antologías, sólo había publicado La miseria del hombre (1948) y Contra la muerte (1964), este último un poemario editado a los 46 años.

Añadamos asimismo que esta segunda y determinante etapa de la obra de Rojas va a cumplirse también principalmente en tiempos en que el autor se ve forzado al exilio, por lo que al rasgo de poeta de la madurez se ha de añadir el de poeta del destierro, puesto que la experiencia del destierro, aunque no sea la única, va a coincidir con el vigor que se apodera de su trabajo a partir de la publicación del libro Oscuro. En este poemario, capital en la tentativa poética de Rojas, va a concentrarse el efecto de una centella, mediante la cual, de un solo y como esperado fogonazo, algo en su poesía se cancela, otra buena parte de lo ya hecho se confirma, y ciertamente es mucho lo que se inaugura.

Y no se trata sólo de que Rojas, durante las dos siguientes décadas, se dé a publicar una serie de libros. En verdad, de poco habría valido la persistencia si tales títulos no se abonaran a un nuevo modo de decir poético, a un novedoso desempeño de tonos y procedimientos que añaden luces inéditas a la escritura del poema en nuestra lengua. Lo sugestivo de su evolución a partir de Oscuro será la búsqueda de una palabra que procura sintonizar la sensibilidad entremilénica, capaz de dar expresión al vértigo y las peculiaridades de este tiempo. Una sensibilidad que me atrevería a definir como deltaica, pues en su represamiento se confunden muchas de las preocupaciones, imágenes y visiones de los diez siglos precedentes a la hora de desembocar en el vasto océano de un nuevo milenio. A esa sensibilidad deltaica, que se acumula en tensos remansos antes de desencadenarse en inusitados torrentes, corresponde esta poesía.

Sólo en la siguiente década da a la imprenta cinco libros. Progresivamente el poeta parece adueñarse de una nueva sintaxis mediante un empleo tan singular del ritmo como pocos creadores de la segunda mitad del siglo xx pueden acreditarse. «Mi sintaxis de niño contra el maleficio», dice el poeta. Vista en el plano formal, no es ésta una conquista que venga de la nada. Gonzalo Rojas tiene bien aprendidos sus clásicos, algo de su nervio proviene de Quevedo y de la relectura de Quevedo que se cumple en la voz de César Vallejo. Ha reconocido su deuda con Huidobro y su afecto por Gabriela Mistral, y ha descifrado con atención los códigos vanguardistas de los iniciales años de la pasada centuria, si bien ese conocimiento ha sido transcrito en la partitura de una música veloz, música del relámpago, cercana al vértigo, que se halla en peculiar sintonía con la sensibilidad que prevalece en nuestro tiempo.

El núcleo de la fuerza mágica que recorre la poesía de Rojas arraiga, pues, principalmente en el ritmo. Dentro del tratamiento rítmico a que me refiero se distingue en la poesía de Gonzalo Rojas una línea de entonación que suele apoyarse en giros del habla coloquial, al mismo tiempo que es perceptible a veces cierto tono cortado, al cual alude Jorge Rodríguez Padrón cuando habla de «un espacio imaginario entre respiración y asfixia». De igual modo es frecuente la oposición o reiteración de las vocales, así como los acentos acumulados que insinúan la velocidad expresiva, este último uno de sus distingos más visibles.

Más de cinco lustros han corrido desde la edición caraqueña de Oscuro. Entre aquellas y esta fecha, la obra de Gonzalo Rojas no ha cesado de crecer hasta convertirse, por propio mérito, en una de las más decisivas de nuestra lengua en los actuales días. He escrito decisiva porque creo que su poesía se cuenta entre las que concretan, además de innegables aciertos verbales, algo parecido al dibujo de esa nueva sensibilidad a que aludí al comienzo de estas páginas. Aparte, pues, del goce estético que siempre proporciona una palabra cuando está en su lugar, hemos de tomar en cuenta en este caso los nuevos modos de sentir que ella fomenta. Releamos una vez más las palabras que nos dicen de dónde ha venido el poeta: «Es como si yo dejara que escribiera el lenguaje por mí. Parece descuido, y es el desvelo mayor. Estoy dejando que las aguas hablen, que suban las aguas, y que ellas mismas hablen».

 

La versión íntegra de este ensayo se publicó originalmente en el núm. 35 de Luvina(verano de 2004).

 

 

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