Godizilla monogatari / Saúl Hernández

El 3 de diciembre de 2005, mi automóvil fue escena de dos crímenes: los dos, robos; realizados con doce horas de diferencia.

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Y realizados, también, con muchas diferencias entre ellos.

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El primer ladrón trabajó con cautela, fue limpio. Cuidadosamente extrajo las cámaras, guardadas en las mochilas detrás del asiento del copiloto; las acomodó, entonces salió y cerró la puerta.

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El segundo, por el contrario, fue sucio. Descuidado. Dejó la puerta abierta, huellas; evidencias de la vulgaridad de su ejercicio.

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Me gusta imaginar que ambos robos fueron realizados por el primero, por aquel ladrón de manos educadas.

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Del primer robo es del único que tengo pruebas, si es que el acta que levantamos en el Ministerio Público puede ser llamada de esa forma. Lo que sí es el acta, sin lugar a dudas, es un buen ejemplo de oficio literario: apenas unos signos de puntuación para imprimir un ritmo particular a lo narrado, la creación de un personaje traductor japonés/español y viceversa, y acentos en la palabra tres, probablemente, para enfatizar que fueron trés cámaras las que sustrajeron de trés mochilas la madrugada del trés de diciembre de 2005.

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Si bien es cierto que el acta es un buen ejemplo de oficio literario, ésta tiene un error. «En donde dice "con placas de circulación 669-nbh", debe decir: "con placas de circulación 669-mbh, del D.F"».

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En aquellos días, los crímenes me cubrían con su sombra. El día en que levantamos el acta, Ángela, amiga mía, y más tarde autora de un relato a propósito de estos robos, se encontraba proyectando El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante. Al finalizar la proyección se detuvo a charlar un poco sobre el papel de los libros en la filmografía de Peter Greenaway. En algunos casos, como en la historia de la hermosa Georgina, Michael, el cocinero y el despreciable Albert, los libros sirven como instrumento para cometer un crimen.

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Del segundo robo no conservo más evidencia que el trauma provocado por aquellas manos que cavaron un hueco en mi memoria. Además de los discos que la resguardaban, tomaron una chamarra que perteneció a mi padre, la bolsa cuadradita que compré en el centro de Tokio, y con ella, la libreta que a la vez fue sucursal de mi estudio y mi compañera de viaje.

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Lo doloroso no es que todo haya sucedido en menos de doce horas, ni mucho menos que todo haya sucedido en el interior de mi auto. Lo doloroso es que los dos ladrones se volcaron sobre mi memoria fotográfica: uno, el primero, cortó la posibilidad de seguir alimentándola, mientras que el segundo husmeó y saqueó aquellos trozos de vida guardados en discos compactos.

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He llegado a pensar que el o la responsable del segundo hurto padecía de amnesia. Sí, como el protagonista de Memento, de Christopher Nolan. Alguien que olvidó prácticamente todo de sí mismo y que, de alguna forma, necesitaba recuperar la memoria que había dejado desperdigada en quién sabe dónde.

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Las fotografías contenidas en los discos, si mal no recuerdo, se dividían en cuatro grupos:
El primer grupo era pequeño, misceláneo, estaba contenido en un disco de color azul con no más de tres decenas de fotografías, tomadas o antologadas por una italiana a la que yo cortejaba en el sentido tradicional del término. La mayoría de esas fotos eran malas.
El segundo grupo era más grande. Estaba conformado por caras de amigos (no muchos), lugares (muchos menos) y algunos de mis dibujos.
En el tercero había sólo fotografías de mi estudio.
El cuarto es el que más lamento. Creo que sería apropiado ponerle un título para no referirme a éste como el cuarto grupo.

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Yume, el cuarto grupo, estaba conformado por las fotografías que tomé en Japón el verano de 2005. En aquel viaje procuré crear un álbum más o menos nutrido de todo lo que encontré a mi paso. Fotografié con ánimo de coleccionista. Fotografié ese pedazo de la isla con el mismo rigor y cuidado con el que el primer ladrón indagó en el interior de nuestras mochilas. Es decir, fotografié con tanta devoción y cuidado como cualquier japonés fuera de su tierra.

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A propósito de Japón, de lamentos y del número cuatro, una glosa: este número, como el nueve, allí es denostado, temido, o debería decir, respetado. La pronunciación de cualquiera de estos números parece evocar la palabra muerte. En algunos hoteles y hospitales han optado por suprimir, u olvidar —entre comillas, claro—, esos pisos.

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A diferencia de mis compañeros, el resto de los artistas que se encontraban en el mismo programa de residencias, capturé a pocas personas. Yo, más bien, me dediqué a fotografiar el alumbrado público, pósteres, sillas, escaparates, comida, envases, baños, agua y fuegos artificiales.

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Mientras el primer ladrón fue cuidadoso, como saben, el segundo atacó como si se tratara de un corsario. Uno despreciable. No le importó llevarse todo, sin dejar, siquiera, un momento para volver a ver y reconocer y ordenar aquellas imágenes. Me abruma pensar que mi afán de coleccionista sea etiquetado de aficionado. Un buen coleccionista es un personaje riguroso, obsesivo, ordenado.

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La única fotografía de Japón que guardo impresa es aquella en donde aparece un reloj gigante, empotrado en una pared del business centerde la capital japonesa. En esta fotografía aparecen cinco amigos. Sólo sus sombras.

F

Hace no mucho tiempo decidí recrear las fotografías robadas el trés de diciembre de 2005. Aquellas del cuarto grupo. El que más lamento. Con ayuda de mi memoria, mala y ahora lastimada, recreé algunos escenarios; principalmente, escenarios nocturnos.
Tomé la decisión de recrear algunas fotografías, pues, como suele suceder en estos casos, llegué a no distinguir entre la realidad y la ficción de mis recuerdos. Nunca vi, por ejemplo, una máquina que dispensara tangas usadas, pero lo he escuchado ya tantas veces que estoy seguro de haberme topado con una de esas maquinitas en el segundo piso del centro comercial que se encontraba camino al departamento, en la ciudad de Nagoya.

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Lo que sí vi, y muchos, fueron sumos. Y aunque los vi entrenar en más de una ocasión, sólo los recuerdo andando en bicicleta.

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Las imágenes que recreé, por cierto, eran malas. Mejor ni me detengo en ellas.

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Recuerdo palabras, muchas de ellas préstamos del inglés y frases de uso corriente: passpoto,pasaporte; ajó, tonto; ojayó, hola o buenos días; mataashta, hasta mañana; migui, izquierda (o quizá derecha); mazugu, derecho; monogatari, historia; yume, sueños; watashi wa mequishcoyín des, soy mexicano; biru kudazai, cerveza, por favor; y hashimemashite, mucho gusto.

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Apenas tengo recuerdos memorables. Nunca un suicidio en las vías del metro. Nunca un gángster local, o para decirlo con propiedad, un yakuza.Nunca una prostituta en Tokio. Nunca un eremita japonés aficionado a los cómics y a los videojuegos, es decir, un otaku. Nunca un temblor de ésos en que se puede pensar que la isla se hundirá, como si se tratara de un barco repleto de agujeros.

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Entre los memorables, recuerdo una de las primeras noches. Mis cinco compañeros de departamento y yo conocimos a un par de japoneses, estudiantes de la universidad que gestionaba el programa de residencias. Los invitamos a nuestro apartamento. Uno de ellos —amable, como casi todos los nativos— preguntó si queríamos tomar algo. Preguntó en japonés, pero el otro chico hablaba español y «lo hacía» con paciencia y pericia literaria. Respondimos que sí: una cerveza. Éste —servicial, como casi todos los nativos— salió y al cabo de unos minutos regresó a casa. Ahí estábamos, los seis compañeros de viaje, más los dos japoneses y una, literalmente una sola cerveza en el centro de la mesa.

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Y me recuerdo un par de meses antes de abordar el avión —de la Ciudad de México a Narita, y de Narita a Nagoya— estudiando inglés, y pensando que el inglés me sacaría a flote. Y nunca, debo reconocerlo, pensé que los japoneses preferirían hablar en japonés, y poco, más bien nada, en inglés, en la lengua materna de quienes bombardearon Hiroshima y Nagasaki.

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Me gustaría tener un recuerdo tan memorable como esta imagen: Perdidos en Tokio,de Sofia Coppola. Con Scarlett Johansson, pero en lugar de Bill Murray, quien aquí escribe.

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Aunque han transcurrido poco más de cuatro años, el doble robo me sigue molestando. Hay momentos en que reelaboro lo sucedido y saco conclusiones absurdas. Pocas objetivas, algunas cientificistas y otras metafísicas.

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Una de las características del trauma es, precisamente, la imposibilidad de contarlo linealmente, sin paradas ni concesiones.

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Actualmente, sin embargo, pienso en dos cosas: que tengo muy mala suerte, y que ya podría asumir que soy víctima de una maldición japonesa, de la furia de un dios inclemente, lejano al pop star ybenévolo Dios judeocristiano.

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Si los hurtos sucedieron en México, en la frágil privacidad de mi vocho, en el vocho que perteneció a mi abuela, sería más sensato pensar que la maldición no fue importada, sino heredada. Eso ya no importa. Sólo me importa culpar a alguien y, para no perder la costumbre, evadir así la parte de responsabilidad que me corresponde.

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Hace poco, mientras ordenaba mi cuarto-estudio, encontré, en uno de los cajones, una cámara fotográfica desechable que compré la última noche que dormí en Japón. La compré en un combini(un minisúper) colindante con la estación Nakaotai, de la línea roja del metro de Nagoya. Decidí comprar aquella cámara justo cuando recordé que mi cámara digital, la ahora desaparecida, estaba guardada, reposando en el interior de la mochila, escondida en aquella orografía compuesta por playeras, pantalones, calcetines y calzones. La cámara desechable se convirtió en la esperanza de recuperar un trozo, pequeño e inconexo, de mi memoria perdida. La cámara era, también, uno de los pocos síntomas de Oriente que sentí en aquellos momentos: esta cámara, a diferencia de las cámaras desechables y rollos occidentales que conozco, no tenía veinticuatro ni treinta y seis exposiciones, sino treinta y nueve. Nones orientales contra pares occidentales.

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El mismo día que encontré esa cámara la llevé a revelar, y en menos de una hora estuvo el resultado: nada. Por eso, por mi mala fortuna, por la carencia de la comodidad del recuerdo fotográfico, por la incapacidad de recordar de pe a pa y de memoria, y por lo romántico que parezca, quiero seguir pensando que los ladrones del trés de diciembre de 2005 fueron mensajeros de un Godzilla redivivo, travestido de un dios malhumorado y justiciero.

 

 

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