Coatzacoalcos, Veracruz, 1965. Este capítulo pertenece al libro inédito Las claves armónicas del universo.
Para los hombres del Renacimiento la proporción, la armonía, era el fundamento de todo.
Dios algunas veces geometriza.
Platón
Entre un millón de vocablos en inglés la palabra que aparece con mayor frecuencia es the: 69,971 veces; la segunda palabra es of: 36,411 veces; la desviación de la mitad de repeticiones que hay en esta última cifra con respecto de la primera es menor a uno por ciento; la siguiente es and, que aparece 25,852 veces. La relación anterior es cierta para cualquier colección de palabras. Todos los artículos escritos en inglés, las obras de Shakespeare, Marlowe, William Blake, Jane Austen, Dickens, Mary Shelley, Poe, Bram Stoker y demás, inevitablemente la contienen. Esta progresión inversa es válida para la mayoría de los idiomas y se conoce como la ley de Zipf, por su descubridor George Kingsley Zipf, quien demostró que en la aparición de las palabras escritas o habladas hay frecuencias precisas. Siguiendo los parámetros de esta ley tenemos que la segunda palabra aparece exactamente la mitad de veces que la primera, la tercera se repite la tercera parte que la primera, y así, se da la secuencia 1, 1/2, 1/3, 1/4, 1/5, 1/6, 1/7, 1/8…
En el uso de nuestros lenguajes existen patrones matemáticos, frecuencias que están por encima de lo que pudiéramos planear.
Si trazamos un diagrama con la secuencia numérica de Zipf obtenemos como resultado una semiparábola:[1] los sonidos armónicos derivados de una nota musical forman el mismo diagrama.
Las palabras son sonidos que conducen al entendimiento y por lo tanto a la comunicación fina: cualquier sonido es una sucesión de frecuencias percusivas matemáticamente precisas o imprecisas, armónicas o inarmónicas. Estos sonidos tienen la capacidad de provocar reacciones psicológicas y fisiológicas en el ser humano.
Las palabras más frecuentes de una lengua, aunque están a la vista, son consideradas como invisibles porque pasan desapercibidas para el lector o el oyente. Lo mismo sucede con los sonidos armónicos de una nota: son satélites que existen, pero no son percibidos (escuchados) de manera consciente —sólo las personas con oído absoluto pueden detectar algunos—, sin embargo estos nos permiten acceder al «ADN» de la nota fundamental que los generó.
La palabra y la música son prueba y fundamento de nuestra vertiginosa evolución biológico-cultural, donde las palabras y sonidos «invisibles» constituyen los puntos de apoyo que soportan a las estructuras verbales, sonoras y escritas.
Cuando utilizamos las formas escritas recurrimos al archivo de la memoria y en consecuencia creamos una réplica mental de las frecuencias sonoras correspondientes: esta cualidad hizo que Beethoven pudiera continuar componiendo después de perder el sentido del oído.
La genética está asociada con la estructura de las palabras.
Los resultados obtenidos por expertos de la Universidad de Zúrich —quienes estudiaron familias de lenguas que ciertos pueblos han emleado durante más de diez mil años— dados a conocer por la revista Science Advances son reveladores. Peter Ranacher, uno de los autores, dice: «Descubrimos correlaciones significativas entre la genética y la gramática». Esta información nos lleva a la nada lejana posibilidad de que en la voz esté vibrando la historia genética, el mapa del ADN armónico de cada uno de nosotros con sus intrínsecas disonancias.
Si observamos el siguiente esquema veremos del lado izquierdo la semiparábola generada por el sonido de una nota musical —mismo diagrama que crea el uso de la voz humana—.[2] Si continuamos examinando advertiremos los círculos del lado derecho —estos muestran la aparición de los intervalos musicales—; notaremos que el resultado es muy similar a la tetraktys pitagórica.
La tetraktys estaba asociada a la armonía de los números y del sonido, era considerada la clave de todas las armonías que gobiernan el mundo. Su forma geométrica tenía sentido místico. Los números 1, 2, 3 y 4 eran generadores de todos los demás. Desde cualquiera de sus lados por este triángulo[3] se llega al primer punto: el uno, la unidad, base del conocimiento pitagórico. En un viaje por el conocimiento humano la tetraktys nos lleva al principio, al primer elemento, al principal combustible de las estrellas: el hidrógeno. El hidrógeno, de número atómico uno, tiene como símbolo químico a la letra H, la cual, a su vez, corresponde a la nota musical si.
En el ámbito humano todo es metafórico y, como bien sabemos, no existe la metáfora exacta: «Las matemáticas son una teoría de la justificación», nos dice la matemática y pianista británica Eugenia Cheng.[4]
La ancestral idea del universo como un sonido, como una letra, está en consonancia con el hecho de que, en geometría, a la altura del triángulo se le llame h, que su ortocentro sea expresado con la misma letra, y que dicha letra aparezca dos veces en el Tetragramaton:[5] en el siglo XVIII, en el fresco titulado Adoración del nombre de Dios —pintado en el techo de la Basílica de Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza, España—, en el centro del triángulo, que a su vez está en medio de un círculo, el pintor Francisco de Goya colocó el Tetragramaton.
En distintos lugares encontramos la visión pitagórica.
El método de Kochanski utiliza al triángulo equilátero para buscar, a través de la belleza geométrica, una aproximación al pi. También constructores medievales, en la iglesia gótica de Santa María la Mayor, de Valderrobres, Teruel, en España, conformaron a la tetraktys con pequeños triángulos equiláteros; y en el Panteón de Agripa, en Roma, se aprecia al triángulo confirmando en el conjunto la visión pitagórica del predominio de la armonía sobre el caos.
Dos triángulos equiláteros superpuestos conforman el «sello de Salomón» o «Escudo de David»: el concepto de la superposición de los triángulos proviene del poema bíblico Cantar de los Cantares,[6] en donde se hace referencia al vínculo de Dios con la humanidad; por tal razón un triángulo apunta hacia arriba y el otro, hacia abajo. Esta idea encuentra consonancia en el Triángulo de Kanizsa que crea la ilusión óptica de que hay otro triángulo en su figura.
La misma disposición del par de triángulos superpuestos apareció durante el proceso de fotografía de una partícula cuántica en un «estado extracorporal», realizado por científicos del Laboratorio Nacional Lawrence Berkeley de Estados Unidos.
El triángulo equilátero es el único polígono que no se deforma cuando se le aplica una fuerza, por este motivo ha sido considerado por milenios como símbolo de perfección, sabiduría y armonía; es parte de las pirámides y de nuestros procesos arquitectónicos.
Todo está en nuestros lenguajes: la letra A tiene su origen en el alfabeto fenicio y la procedencia de este pictograma se encuentra en la antigua escritura hierática egipcia de uno de los símbolos de mayor importancia en la Antigüedad, el toro o buey. Los fenicios modificaron el trazo situando la vista sobre la cabeza del animal: un día el toro en busca de conocimiento bajó la testa con la intención de embestir al universo y, al hacerlo, se transfiguró en su propio signo; ya parado sobre dos piernas, tomó finalmente la forma de un ser humano cuyo torso y cabeza quedaron en la parte superior orientada la testa hacia el «uno», hacia el infinito.
Desde entonces la letra A no deja de apuntar al cenit, palabra cuya etimología viene del árabe samt ur-ra’s «dirección de la cabeza» o «camino encima de la cabeza».
Para que el impacto escenográfico de la muerte del Cristo fuera absoluto, para que todo se convirtiera en penumbra, se necesitaba el contraste de la «hora sexta», hora que corresponde al medio día[7] —A es la nota la y el acorde de la mayor es considerado tradicionalmente como el «medio día»—. Durante esas tres horas de penumbra los testigos del acontecimiento quedaron sumergidos entre la luz y la oscuridad.
Al contravenir la segunda ley de la termodinámica que nos dice que el desorden o la entropía aumenta siempre con el tiempo, la armonía emanada del sistema humano muestra indicios de tender a lo opuesto. Así, la sucesión de sonidos —notas armónicas— transcurren progresivamente en el tiempo y el espacio sin realizar, después del primer impulso, ninguna inversión adicional de energía para que ese orden continúe avanzando: «La segunda ley de la termodinámica no es absoluta. La entropía puede decrecer, o lo que es lo mismo, el orden puede aumentar de forma natural, aunque esto es algo extremadamente improbable» (Stephen Hawking). Si en un sistema la entropía define el grado de desorden, en consecuencia la armonía define el grado y las formas del orden: el ser humano logró reflejar en las frecuencias de su voz el mismo milagro que formó el orden en el universo, un bajo nivel de entropía.
En el lenguaje, las palabras de cualquier idioma al ser pronunciadas reflejan el orden antes mencionado con la misma precisión, porque nadie —a menos que lo haga con un propósito específico o de búsqueda artística— en su sano juicio cuenta la cantidad de veces que va a repetir una palabra.
Al ser la palabra pensamiento, esta armonía, con sus disonancias permea todo el quehacer humano.
Tenemos neuronas piramidales en la corteza cerebral, la amígdala y el hipocampo; estas neuronas son las surtidoras primarias de excitación en la corteza prefrontal y el sistema piramidal de los mamíferos.
La capacidad creativa está en las frecuencias sonoras de nuestra voz, la evolución vertiginosa es producto de nuestro poder de autocreación.
Pitágoras pudo ver algo que está en nuestro ADN y en nuestro ser: la armonía del universo.
Octavio Paz, en su último libro de poemas Árbol adentro, percibe ese orden milagroso que habita en las palabras:
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo:
también soy escritura
y en este mismo instante
alguien me deletrea.
[1] El término «palabra» proviene del latín parabola.
[2] Los sonidos del lenguaje, Juana Gil Fernández.
[3] En el cristal de Wigner, conformado por electrones de dos hojas, se puede observar el triángulo equilátero.
[4] El arte de la lógica (en un mundo ilógico), Eugenia Cheng, Jara Diotima, trad., Grano de Sal, 2019.
[5] Para calcular la altura (h) de un triángulo, automáticamente se crea un ángulo alfa a partir del observador. El ortocentro es el punto donde se cortan las tres rectas que contienen a las tres alturas de un triángulo.
[6] «Yo soy de mi amado y mi amado es mío». Cantar de los Cantares, 6:3.
[7] «Cuando vino la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena», Marcos 15: 33.
