Madrid, 1985. Su libro más reciente es Ellos y el tiempo (Egales, 2024).
Marbella. Siempre me ha fascinado ese nombre, tanto por su evocación como por su invocación, aunque con el paso de los años he de reconocer que se ha ido mancillando con sus apariciones en la prensa. Todo estallaba en 1999, bajo el titular «Las recalificaciones de Marbella», recogido en El País. Y tras el fallido «efecto 2000», el siglo se estrenaba con una serie de escándalos políticos, muy sensacionalistas, que se airearon públicamente en los tapetes rosas de las calurosas noches televisivas de los viernes. Pero si uno bucea en la hemeroteca, hay un dato que no hallará, uno de carácter personal que cambió mi vida, irremediablemente: en mayo de 2001 me enamoré por primera vez.
Ahora, veintitrés años después, cercano a la cuarentena, regreso al sur subido en un autobús, lleno de dudas y ahogado por tus interrogantes. Nuestra historia, sí, la «nuestra», es demasiado vieja para los tiempos que corren. Somos como los dinosaurios, dos almas viejóvenes condenadas a la extinción. Las cartas y las páginas de contactos han pasado de moda, y así fue como nos conocimos.
Si te soy sincero, no recuerdo quién escribió primero a quién. Pero ¿acaso importa? Aquellas líneas las redactaba a escondidas, por las tardes, fingiendo hacer los deberes. Puede que la primera correspondencia llegara a finales de tercero o arrancado el cuarto curso de la ESO. Por alguna razón, no nos gustamos al principio, y decidimos ser sólo amigos, puede que por la distancia entre nuestros domicilios. En alguno de esos sobres intercambiamos fotografías. Creo que en la mía llevaba camisa, chaleco y corbata, y se veía detrás el árbol de Navidad, con esas luces igníferas, y parte del balcón de la casa de mis padres. Si tuviera que elegir ahora una foto, pegaría de nuevo en el álbum familiar la que te envié; y en su lugar elegiría una instantánea tomada en el norte, en la playa: una foto más casual y con menos ropa.
Era bonito leer lo que sentía otra persona como yo, gay, a los catorce o quince años. Si bien eso de ser «gay» era algo desconocido, cuasialienígena. Era un vocablo más que en el Colegio Agustiniano utilizaban para amedrentarme. Marica. Maricón. Ese pierde aceite… Y con el estreno del nuevo magazine de tarde de Terelu Campos, Con T de Tarde, escuché aquel sutil anglicismo. Sin yo desearlo, el compañero de delante, Fernando Sánchez, decidió rebautizarlo y otorgarme a mí el papel de presentadora. Empezaba así la edición escolar de Con G de Gayme, que continuaría con renovado éxito y vigor unas cuantas temporadas más, hasta que llegaron las optativas y los cambios de clase.
Sé que esta anécdota te arrancará una sonrisa y alguna que otra lágrima, tal y como a mí me sucede. La mente tiene esa mágica capacidad: hace uso del humor para huir del hecho dramático. Pero por muchos poderes que tenga, no sé qué habría hecho yo ante tu ausencia, ante tu silencio. Jamás llegué a contestar tu última carta, y ha tenido que esperar escondida en el baúl de los juguetes más de dieciocho años.
Olvidé tus apellidos y casi tu existencia: tu cara era como un riachuelo de montaña, dulce y frío. El tacto de tus labios contra los míos era, por el contrario, cálido y reconfortante, y tu acento, muy característico.
—¿Jaime Sempere Roy?—me preguntaste cuando logré dar contigo en las redes al teclear el remitente que tú habías garabateado a principios de siglo—. Claro que me acuerdo de ti, cómo no hacerlo, y de la pensión Aduar donde te quedaste en Marbella.
Las viejas rutinas regresaron, esta vez a través de las pantallas de nuestros teléfonos móviles.
—Estás muy parecido a como eras —dijiste tras ver a mi yo adulto—. Yo he cambiado mucho… Antes era delgado y joven.
Yo lo único que veía eran tus ojos inconfundibles y tu sonrisa llena de vida, de la que bebí plenamente en el pasado. Quedamos en intercambiar nuestros teléfonos, si bien yo fui el único que lo hice. En esa ocasión fuiste tú el que decidió callar durante otro año.
El autobús acelera ligeramente al abandonar la estación de servicio y reincorporarse a la autopista. No te había dicho cómo iba a llegar a tu ciudad; revisé mi cuadrante, señalé un día en el calendario y te mandé una postal avisando de mi llegada. Trago saliva y respiro: aún sigo mareándome en los viajes largos por carretera. No quise darte oportunidad de respuesta, y no te facilité mis señas. Saco la bolsa de la mochila y la coloco en posición, algo bueno ha de tener la experiencia que da la vida, y hombre precavido vale por dos. Quería rememorar esa misma ruta, y parece que lo estoy consiguiendo. La duda que me atormenta es si tú me estarás esperando al final de este viaje, como lo hiciste entonces.
Marbella acoge al visitante como si estuviera llegando a Los Ángeles, con esas letras que te cubren al entrar por la A-7. Es un parque Griffith de asfalto, coronado por el emblemático arco, fruto de aquellas eras de megalomanía y corrupción. La terminal de autobuses no queda lejos, y la casa de tus padres tampoco. No te he pedido que vengas a buscarme, pero aun así, pego el rostro a la ventanilla esperando verte, cerca de la dársena. El transcurso del tiempo es inclemente y, sin embargo, muy preciso; de haber recibido mi mensaje, sabrías que el encuentro iba a ser en un par de horas, en este mismo lugar. Mi esperanza es en vano, aunque me aferro a ella.
De nuevo el mes de mayo, de nuevo esa ansiedad pueril que nunca he vuelto a sentir. Cubro mis ojos con las gafas de sol y echo a andar con la mochila a la espalda, ligero de equipaje. Noto el olor del mar, tan peculiar, y el sabor de tu piel. Rumbo a la pensión, descubro nuevos parques por los que no transitamos en aquellos tres días. Podría haber escogido otro lugar para dormir, pero no sería lo mismo. «Pensión Aduar, pensión con habitaciones sencillas», se anunciaba en su página web. Al menos en esta ocasión no os robaría a tu hermana y a ti la paga ahorrada durante tantos meses. Fue tan dulce y duró tan poco.
«El marbellí». Puede que no te guste el gentilicio y que prefieras «marbellero», si bien pensar en ti implica vincularte con mi padre, con la forma de remarcar cada una de esas sílabas, de manera despectiva. Marbellí. Invertido. Mi hijo no es un sarasa. Alguna extraña asociación como esta se le pasaría con la cabeza. Si te fijas, yo nunca me puse al teléfono; no porque no quisiera, sino porque no podía. Y aquello te llenó de pesar. Regresaron las cartas y el miedo hizo que no las respondiera. Miedo a estar solo y ser infeliz el resto de mi vida. El mantra que repetía mi madre, poseída por Pitia, parecía haber calado en mí.
El centro de las ciudades luce, por lo general, el mismo encanto. Calles angostas y en sombra de tiempos medievales. Te imagino detrás de una celosía pronunciando mi nombre, y el eco de tu voz del pasado me alcanza súbitamente. El establecimiento hotelero parece haberse renovado y sus azulejos destellan nada más entrar. El dueño continúa siendo dicharachero, y me da la bienvenida.
—Su habitación está en la planta baja, pero es muy tranquila.
—Disculpe, pero había reservado la habitación de la galería, la que queda al final, próxima al aseo.
—Entiendo —resolvió con una misteriosa sonrisa—. Otro caballero también había mostrado interés en ella. Tenga, esta es la llave. No olvide devolverla si va a salir a dar un paseo.
—Gracias —murmuré, más para mí que para él. No soporto a los fisgones.
El patio me devuelve de inmediato a la adolescencia, sigue conservando esa magia decadente, por mucho que el propietario haya cambiado mesas y sillas. Ya no hay rastro de los canarios ni de sus cantos y, en su lugar, entre la vegetación se esconden diversas lámparas de vidrio. Por alguna razón, la fuente de agua está vacía y en silencio. Aquí leí esa lectura obligatoria e hice mis esquemas. Tú estabas en clase y sólo deseaba ir a tu encuentro. Bendito y maldito san Isidro.
Al subir las escaleras, te veo posar para la cámara con inocencia. Era pronto por la mañana y tus mejillas estaban encendidas: rubores de lo que estaba por llegar. Me agarro al pasamanos y avanzo por la galería, sin apenas mirar ese recuerdo: no tiene sentido soñar con lo que podría haber sido. La llave vuelve a dar problemas, pero insisto. Tú eras el especialista en hacer fácil lo difícil. La llave cede y la puerta se abre muy lentamente. El sol ilumina aquella estancia rectangular que había pisado en otra vida, aquel cuarto que nos había visto besar a escondidas. La cama parece guiñarme un ojo con picardía: ella nos acunó en primavera, momentos antes de que supiera lo que significa ser mayor.
Me dejo caer sobre la única silla del cuarto, de cara a la ventana enrejada. Los geranios rojos están en flor y una abeja zumba en su ir y venir, entre las flores. Al lado del lavabo hay un juego de toallas deliciosamente atado y una pieza de jabón. Parte de la gracia espartana de la pensión es el hecho de que los pocos visitantes tengan que compartir el baño. Yo solía ir nada más levantarme, pues enseguida se formaba una pequeña cola de rostros durmientes que compartían los buenos días.
Queda menos de una hora para nuestro reencuentro y, con pereza, me quito los zapatos, dejando los pies al aire. Al refrescarme con el agua, el espejo me devuelve la mirada. «Años son años y gracias son gracias», me sonrío a mí mismo al peinar mis canas. Deposito mis escasas pertenencias sobre la silla y rebusco entre ellas; al final me decanto por un moderno look playero. Mi madre me diría que la camiseta me queda pequeña, pero no puede ser de otro modo, ya me quedaba ajustada cuando era más joven.
Salgo con el tiempo suficiente como para ir paseando, sin prisas. Me desvío para comprobar si tu instituto sigue ahí. Los edificios son simplemente eso, edificios. Sólo se diferencian entre sí por lo que a uno se le despierta por dentro. Con tu socarronería lograste que el conserje me dejara entrar al recreo y que conociera a tus amigas. Ellas eran bastante agradables, si bien sabes que soy un desastre con los nombres. Tú te estabas reponiendo de tu relación con el profesor de teatro y ellas preferían que conocieras a alguien de tu edad. Si antes interpretabas un papel aprendido en un escenario, lo que no sabías era que te iba a tocar improvisar una tragedia sobre tu propio destino, una guerra entre Capuletos y Montescos.
Anochece y dejo la sombra del centro escolar, sin alma, vacío sin ti. Escucho el runrún de los vehículos, deslizándose por una de las carreteras de circunvalación. Los faros iluminan el asfalto, ráfagas de instantáneas que se apagan casi de inmediato, pinceladas impresionistas al atardecer. La ciudad no duerme, al igual que el pasado. Otro autocar enciende sus luces al abrir las puertas: el punto de encuentro no podía ser otro que la estación.
—¿Quieres que te lleve, guapo? —pregunta una voz a mi lado. Al girarme, te veo, dentro de un descapotable, muy arreglado.
—No estaba seguro de que fueras a venir.
—Yo tampoco. Anda, sube.
Arrancas sin que haya cerrado del todo la puerta y nos escurrimos en medio de la vorágine de coches. Me sorprende ver una foto de un chico joven junto al salpicadero, sonriéndome.
—Ese es mi hijo —señalas—. No seas malpensado.
—Se parece mucho a ti.
—Se llama Jaime. A mi marido le encantó el nombre cuando se lo sugerí.
Las ruedas rugen conforme pisas el acelerador. Guardo silencio, no sé qué responder y me centro en las líneas amarillas discontinuas, en mi particular retorno a Oz. Tú también callas, aunque sé que me miras de reojo.
—Llevamos un tiempo separados, no sabemos si queremos arreglarlo o no. Seguimos compartiendo casa, pero no la misma cama. Yo no lo tengo tan claro como él. Y luego llegó tu postal. —Te muerdes el labio con nerviosismo—. La vida es eso al final, una suma de decisiones.
—Mi matrimonio también fue un desastre.
—Tranquilo, no hace falta que hables de ese bastardo. Sólo si tú quieres. Siento que hayas tenido que pasar por eso. Ten en cuenta que tú eres muy fuerte; que estés aquí es una buena prueba de ello.
Tu mano derecha me acaricia la mejilla, entorno los ojos y tú lo aprovechas.
—No los abras—me pides.
No puedo evitar echarme a reír, esa risa tonta y contagiosa de la adolescencia. No obstante, obedezco, divertido. Escucho el intermitente y, a continuación, el coche gira y disminuye la velocidad, hasta que, al final, se detiene por completo.
—¿Qué van a tomar? —grita una mujer en tono enlatado.
—Dos menús infantiles, uno sin pepinillo y mostaza. De postre, dos helados sabor Lacasitos.
—Serán ocho euros, por favor. ¿Efectivo o tarjeta?
—Con tarjeta.
A nuestros dieciséis, después de pagar tu hermana y tú el hostal y yo los billetes del bus, no nos quedaba mucho dinero. Pensábamos que podríamos mantenernos a base de amor y de algún que otro menú de comida rápida. Se ve que el recuerdo no se ha perdido y sigue siendo compartido.
—Siempre tan misterioso y tan idiota —digo en cuanto se apaga el altavoz.
—¿Acaso esperabas que cambiara?
—No, supongo que no. Para mí sólo hemos cambiado por fuera.
Pones de nuevo en marcha el motor y este ahoga tu posible respuesta. A no mucho tardar oigo el rumor del agua.
—¿Sabes dónde estamos? —Noto el aliento en mi oreja.
—Tan cerca, solamente puede ser un sitio…
—Entonces, abre los ojos.
La cercanía de tu rostro me sorprende y permanezco quieto, expectante. Y como hiciera a principios de siglo, el parque de los Enamorados nos ve besarnos, al abrigo de las palmeras y el calor de las farolas, que empiezan a encenderse. Nada de esto es casual, y ahora sé que has sido tú el que te has interesado por nuestra habitación: mapa de anhelos y heridas que hemos decidido reabrir y recorrer.
La noche cae sobre Marbella y el mar en calma refleja el brillo de la ciudad. De las hamburguesas y las patatas quedan los envoltorios, metidos en las coloridas cajas de la cadena de restaurantes. Apenas decimos nada, y cualquiera que pasara cerca del banco podría habernos confundido con otro grupo escultórico. Saboreo la última cucharada del helado intensamente, tratando de apaciguar el calor que tengo por dentro.
—Cuando te pusiste en contacto —arrancas precipitándote—, yo no recordaba con exactitud la fecha en que nos conocimos y conservaba una vaga sombra de tu cara. Y es verdad, ha llovido mucho, Jaime. Bueno, creo que sólo nos vimos en aquella ocasión que viniste a Marbella. En realidad, no subí nunca a Madrid a verte…
—Yo no pude… El teléfono sonaba… Sabía que eras tú… ¡Lo lamento tanto!
—No tienes que pedir perdón por nada. Han pasado veintitrés años.
—Aun así.
—Lo que pasa es que estás bajo de ánimos, y es normal. Yo no sé cómo estaría en tu situación… —Nuestras miradas se cruzan. Lees el dolor, el miedo y la inseguridad por el futuro—. Lo que hay que hacer es remontar, porque nunca lo vas a olvidar. Hay un único camino, y es mirar hacia adelante.
—¿Lo dices por ti o por mí?
Touché. Ambos reímos, cómplices.
—Me acuerdo de los momentos vividos en la pensión Aduar, y también de lo que hicimos. Eres la segunda persona en mi vida con la que he tenido una relación sexual…
Un perro ladrando nos indica que hay alguien en las proximidades, y ambos nos sentimos incómodos. Pertenecemos a esa generación vergonzosa a la que todavía le cuesta hablar en público de sexo. Un tema tabú, prohibido. Nos retiramos a la intimidad del coche, pero algo se ha torcido. Cuando arrancas, la brisa de la noche nos despeina. Sin preguntar nada, me acercas al casco antiguo y te detienes en la puerta. Con la cabeza te indico que me sigas: ambos sabemos lo que queremos.
Mientras pido la llave en recepción, esperas impaciente en el patio, donde acaban de regar. Las bombillas están encendidas y tu rostro adquiere un aura de misterio. Te debates entre el sí y el no, entre la vida que tienes o la vida que pudo ser. Y cuando te agarro de la mano, tiemblas. Me besas con ansias, salvajemente. Todo tú estás excitado.
—Sube, madrileño —me ordenas, arrebatándome la llave y agarrando mis glúteos con deseo.
—Sí, mi marbellí.
La puerta no se te resiste y la empujas, dejándola bien abierta. Con tu mano sobre mi cinturón, tiras de mí. La habitación nos recibe con la humedad de la costa y el olor embriagador del geranio. Aunque apenas nos vemos, no tardamos en desprendernos de nuestras camisetas y pantalones. Me encanta la curva de tu tripa y la hombría peluda de tu pecho. Tu olor corporal no ha cambiado, en absoluto.
Gruñes como un oso conforme me empujas a la cama. Tus brazos sujetan mis muñecas y tus labios recorren mis orejas, mi cuello, mis labios. Tu lengua juega primero sobre mi pecho y luego sobre mi ombligo. Te detienes brevemente para ver mi cara, y sin pedir permiso retiras mi slip rojo y te adentras en mi follaje.
—Me gusta hacerte disfrutar.
Mi voz es apenas un susurro, un gemido de placer. Tu boca demuestra la pericia que te han proporcionado otros cuerpos, y me conduces casi hasta el desenlace.
—Hay algo que no hicimos entonces —sonríes pícaramente al detenerte.
Entiendes mi silencio como un clásico sí. Giras mi cuerpo hasta que queda boca abajo y jugueteas con tus dedos mientras que rompes con los dientes el envoltorio del preservativo. Te has hecho con el control de la situación y no llamas a la puerta. Mi espalda se arquea ligeramente al primer contacto, aunque tus besos y tu aliento sobre mi nuca me relajan. Nuestros cuerpos se acoplan como notas de una melodía olvidada, como dos viajeros sin mapa que conocen la dirección de destino.
Cambiamos de postura y cabalgamos juntos, al unísono, al ritmo del ahora. Nuestra respiración se hace una al mantener el contacto visual, y disfrutamos. Justo antes del último jadeo un brillo de luna se cuela entre los barrotes, alumbrando tu rostro. Veo tu adolescencia y tu candor, las ilusiones y los sueños, el amor y el deseo. Todos esos sentimientos en un fugaz instante que nos regala la noche, uno tan breve que la retina es incapaz de atrapar.
Tu fuego se apaga, aunque optas por seguir dentro. Me buscas besándome con ternura, temiendo que el hechizo termine, y nos abrazamos.
—¿Lo has visto?
—¿El qué? —digo asustado.
—Al pájaro.
—No, no he visto nada.
Sin embargo, un canto lejano nos acerca el gorjeo jovial de un canario.
—Me he de marchar ya.
—¿Tan pronto?
—Mi marido me estará esperando.
—Entiendo.
Volvemos a ser unos extraños y las palabras escapan a nuestro control. Todo es efímero y caduco, fruto de la excitación. Ese es el polvo de hadas del colectivo: todo va bien mientras no se llegue el orgasmo.
Te vistes sin apenas mirarme. Sé que dudas entre darme un beso o largarte. Optas por esta última opción.
—Puede que te llame luego. Ha estado muy bien.
Cuando la puerta se cierra y tus pasos se alejan, de nuestro amor sólo queda una goma anudada que has dejado en el lavabo, única señal de que este encuentro ha existido. Estiro las sábanas con las manos y me acurruco en la cama. Por alguna razón sólo consigo tranquilizarme al observar el condón, que brilla con la luz que se cuela del patio. Yo sigo igual de perdido.
El sol de la mañana me sorprende mirando la pantalla del teléfono, que no trae nada nuevo. Un amigo me pregunta cómo ha ido la noche, aunque prefiero no contestar, y dos desconocidos en busca de sexo me saludan por Telegram. Apenas me quedan unas horas en la ciudad. Decido salir cuanto antes de la pensión, y me dirijo hacia el sur, donde está la playa y el puerto. Allí paseamos y nos hicimos promesas imposibles que sólo escuchó el aire y guardó el mar.
Las olas acuden a mi encuentro, saben que somos viejos conocidos. Al descalzarme, noto la arena de la playa húmeda bajo mis pies.
ERNESTO. Hola, tío. Veo que estás en línea y
muy cerca. ¿Dónde estás? Me pones mucho.
El agua no está tan fría como pudiera parecer; de hecho, es agradable.
ERNESTO. Estoy muy caliente. ¿Qué te mola?
Dejo el teléfono resguardado en una pequeña duna antes de adentrarme y sentir la ropa empapada sobre mi piel. El mar lava mis heridas y se lleva el deseo de Ernesto. Al llegarme el agua al cuello, me sumerjo y tu recuerdo viene al rescate. Tus labios vuelven a besarme y casi creo notar aquel coscorrón. Aguanto la respiración cuanto puedo, y entonces subo de nuevo. En el fragor de la lucha entre el presente y el pasado veo tu reflejo a mi lado. Marbella, por mucho que yo quiera, siempre serás tú, siempre contará nuestra historia.
JAIME. Me gustaría que me follaras bien fuerte,
hasta hacerme olvidar.
ERNESTO. Mmmm, te voy a comer el culo y
te voy a hacer gritar de placer cuando te preñe.
Envíame tu ubicación.
Soy Jaime, y soy gay. No importarán los besos ni los Ernestos, Diegos o Migueles que recorran mi cama. Ya no volverá el encanto de la adolescencia y de la pérdida de la inocencia. Es así de simple y así de sencillo. Porque al final todo vuelve al principio, a aquella habitación de la pensión Aduar, donde conformamos aquel singular trío. Solos Marbella, tú y yo.