Ganke

Eduardo Padilla

Vancouver, Canadá, 1976. Su libro más reciente es Zwicky (Cinosargo, 2021). 

Mientras leía la lista de muertos del nuevo accidente ferroviario, Ganke se cortaba las uñas. «Si hay más hombres que mujeres», dijo en voz alta, «desayuno huevos. Si hay más mujeres, cereal». Ganke perdió la cuenta y tomó una manzana de la alacena. A la tercera mordida comenzó a programar las tareas del día por orden de urgencia. Tendría que verificar documentos y redactar varias cartas, luego elegir la mejor forma de convencer a su supervisor de que un grave error y un retraso eran culpa de una compañera que, según el mensaje privado de un cotrabajador de confianza, había hablado mal del supervisor en una reunión informal la semana pasada. Si lograba hacer esto antes de las doce incluso tendría algo de tiempo para avanzar con los cientos de horas de pornografía que recién había comenzado a catalogar.

Tiró el resto de la manzana por la ventana y regresó a su escritorio. Entre los muertos había personas de diversas clases y oficios y nombres que sugerían distintas nacionalidades. Esto le pareció inusual. Aquel tren no provenía de una ciudad importante ni se dirigía a un destino turístico. El amplio espectro de variables humanas que la información proyectaba sugería un tren salido de alguna metrópolis y no uno que viajara entre provincias sin nombre. 

Caro B. Heno. Estudiante de Ciencia Política, MIT.  

¿Qué hacía Caro tan lejos de Cambridge a mitad del semestre? Decidió Ganke que ese era un buen punto de entrada y comenzó a escribir. «C. B. Heno pide una semana de ausencia bajo pretexto falso y toma un vuelo a la capital de un pequeño país a miles de millas de distancia. Está enganchada en una relación con un estudiante de medicina que nunca ha visto en persona. Caro toma un tren de la capital a una región montañosa donde tendrá lugar la reunión. El hombre que espera la llegada de Caro en la estación ruinosa no es la persona que ella espera».

Apenas terminó de escribir aquel párrafo cuando una explosión lejana sacudió los cristales de su condominio. 

De pie frente a la ventana observó una columna de humo trepar por el cielo detrás de un bloque de oficinas. Aguzó el oído pero sólo escuchó el chapoteo de la cafetera. Ganke intentó detectar en sí mismo algún rastro de emoción pero no encontró nada. «¿Ni siquiera vértigo, Matías?». Ganke ya no sentía vergüenza o temor a ser escuchado por los vecinos al hablar consigo mismo. Se puso de puntillas y recargó su frente contra el cristal. Miró hacia abajo. Luego disfrutó de su pequeño vértigo y regresó tambaleando a la estación de trabajo.

A media mañana una nueva explosión levantó a Ganke de su escritorio. Una segunda columna de humo subía reptando por el cielo descolorido. La primera columna seguía ahí, detrás del bloque de oficinas. Era más oscura que antes y parecía haberse ensanchado. Y ahora la segunda columna se alzaba sobre la ciudad como una torre hecha de cáncer negro y errores.

Ganke pegó el oído al cristal. A esa altura la ciudad se percibía siempre como detrás de un velo de morfina. «Pero deberían ya de sonar las sirenas», se dijo.

Inútilmente intentó continuar componiendo la carta acusatoria que de ser bien ejecutada arruinaría la vida de aquella mujer que Ganke sólo conocía como un fantasma en una pantalla y por quien no sentía deseo o desprecio, ni siquiera rencor. Pero haría lo posible por arruinarla. Ganke era un buen empleado, pensaba Ganke, y Gloria, una fuente de problemas.

«No se puede trabajar así».

Rompería su rutina entonces, Ganke, al salir de su condominio un martes. Pero no era un martes cualquiera. Y ningún noticiero cargaba con la noticia. 

«Debería ya de estar en todas partes».  

Se puso un par de pantalones y en los bolsillos metió un teléfono, una cartera, una navaja, un aerosol de pimienta. Se puso un par de zapatos y se detuvo en el umbral de la puerta.

Sería prudente masturbarse, pensó Ganke en silencio. Salir a la calle ya es bastante difícil. Mejor masturbarse. 

Ganke procedió a masturbarse con el aire ausente de un hombre que se lava los dientes.  

«Buenos días, señor Janque», dijo el portero, tocándose la punta del sombrero en un gesto descolorido. Ganke dio los buenos días hablando entre dientes y salió a la calle cubriendo sus ojos del sol con el dorso de la mano. Afuera todo parecía normal. Desorden disfrazado de orden, diría Ganke, si estuviera solo en su condominio.

Claro que el taxista no sabía nada sobre ninguna explosión. ¿Y sobre las columnas de humo al Norte y al Noreste? «Será obra del gobierno. Algo estarán haciendo. Remodelaciones. Hay que gastarse el presupuesto». Ganke bajó del taxi a unas cuadras del siniestro. El taxista se rehusaba a llevarlo más allá. «Yo ahí no voy, a ninguna hora».

Las cuadras cercanas al siniestro estaban perfectamente vacías. Era una sensación muy especial. De niño su madre lo había llevado (sin saberlo, usando mal el mapa) a un pueblo en el desierto al sur de la Península. Era un pueblo nuevo en todo sentido, un pueblo hecho desde cero junto al mar en un estado deshabitado. El pueblo entero había sido construido en un solo año, dijo el guardia. Cada casa era distinta; algunas palaciales, otras modestas, cada una singular y memorable. Y todas ellas estaban vacías. El pueblo estaba en venta pero aún no había compradores porque nadie sabía de su existencia. Sin embargo todo estaba listo, todo ya funcionaba. Los semáforos oficiaban para calles vacías. Las fuentes gorgoteaban para ningún caminante. Y los árboles fluían en un viento sin utilidad alguna. Aquel pueblo inmaculado fue una revelación para Ganke y todos los eventos que vendrían después en su vida adulta serían una degradación y una burla a la memoria de ese lugar.

Ahora, caminando hacia el siniestro, Ganke pensaba en aquel pueblo y lo comparaba con la pobreza y decrepitud del vecindario donde se alzaba la columna de humo que ya más bien parecía una montaña, una nube atómica. El lenguaje críptico de la podredumbre estaba escrito en cada ladrillo pero la sensación de vacío indoloro y de estar afuera del mundo, por fin, por error, por error de mapa, por error de infancia, la sensación era igual. 

«Me gustaría comprar una casa en esta comunidad», dijo Ganke como si practicara una frase frente al espejo antes de salir a una reunión de trabajo. Repitió la frase y añadió: «Me gustaría mucho… comprar una casa en esta comunidad. Tengo dinero. Tengo un buen empleo. Soy un buen lector de patrones. Hago millones para la empresa».

«Es bueno que tengas dinero pero debo informarte que aquí no aceptamos a cualquiera», dijo el viejo vagabundo que sin hacer ningún ruido se había unido a la incursión de Ganke por el vecindario en ruinas.  

 Ganke miró al hombre con más horror que sorpresa y metió en un acto reflejo su mano en el bolsillo.

«No soy ningún anciano», dijo el hombre. «Yo elegí esta apariencia». El vagabundo metió su mano en un bolsillo y sacó un puñado de estiércol negro. 

«¿Quieres ser parte de la comunidad?». El anciano tomó un poco del estiércol con sus dedos y se lo untó en la frente. Luego acercó el montón de mierda a la cara de Ganke y lo sostuvo ahí, invitándolo a unirse.

 Ganke vació el gas pimienta en la cara del anciano y comenzó a correr. Esperó hasta dejar atrás los edificios descompuestos para detenerse y vomitar la manzana.

Poco antes del atardecer Ganke llegó al vecindario industrial donde la segunda columna de humo se alzaba como una maravilla de grafeno, un elevador para salir del mundo.

Sabía qué esperar de esa zona pues él mismo había documentado la historia de la gradual desintegración de aquel dédalo de fábricas y bodegas. Su supervisor le había expresado una profunda satisfacción. Sabía qué esperar y sin embargo, conforme avanzaba hacia el siniestro, no tuvo más opción que admitir que la noción que tenía de aquellos edificios abandonados y encostrados de graffiti era falsa. Ya que, casi sin esfuerzo, casi sin desear verlo, pudo verlo, ver aquella nueva noción, donde detrás de cada agujero, detrás de cada muro colapsado, se alzaban, brillantes, las fachadas de nuevos edificios, edificios sin utilidad alguna, algunos imperiales, otros humildes, cada uno memorable.

Nuevamente Ganke sintió más horror que sorpresa. 

«Eres un perro malagradecido», dijo el viejo vagabundo, que una vez más se había incorporado en silencio a la incursión de Ganke por el vecindario.  Encostrado, cubierto de ruinas, el hombre metió una mano en su bolsillo. Del bolsillo la mano sacó una manzana verde y brillosa. «Pero no te tengo rencor. ¿Qué tal si empezamos de nuevo?».

Ganke sacó la navaja.

El anciano sacudió la cabeza y miró a Ganke como si mirara a un niño obstinado. 

Ganke apuñaló al vagabundo. El metal entró debajo de una costilla. Ganke sintió a la navaja raspar con el hueso al sacarla. La manzana cayó al suelo. El anciano miró a Ganke con severidad. 

«¿Tienes idea de lo aburrido que es tejer mi ropa… cada vez que alguien le hace un agujero?».

Ganke dio media vuelta y sin decir nada comenzó a caminar en dirección al condominio.

De vuelta en casa se desplomó en su escritorio. 

Había perdido el día entero y ahora, por primera vez en mucho tiempo, su mente estaba en blanco. No lograba visualizar la ruta para ponerse al corriente. Ni siquiera podía visualizar a Gloria en el momento de su despido. 

Sin desearlo vio de nuevo la lista de los muertos. Sin tener sed tomó un trago de agua. Sólo había comido una manzana en todo el día pero no tenía hambre. No deseaba nada, pero sentía un total cansancio. Un cansancio atroz, una sensación nueva de vejez absoluta. Se sentía más viejo que el mundo.

Sus ojos deambularon hacia el párrafo que había improvisado sobre la estudiante de Cambridge. «¿Por qué?», dijo Ganke con la voz en ruinas, «¿Por qué una persona viajaría tantos kilómetros sólo para ser destruida? ¿No sería mejor quedarse en casa? ¿No sería mejor ser destruido en casa?».

«¿No sería mejor ser destruido en casa?», repitió Ganke en voz alta.

«¿No sería mejor ser destruido en casa?», repitió Ganke en voz alta.

Una explosión a la distancia hizo temblar los cristales del condominio.

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