GANADORA Luvinaria-Cuento / Agallas /

Imelda Lizette Ledezma Carbajal

CATEGORÍA LUVINARIA

Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH

Todos los martes bajo por la Vicente Guerrero, una calle larga que me lleva a la casa de mi abuela. Siempre caminando con los audífonos, cargada con la despensa para María y esperando no encontrarme con personas a las que tenga que saludar. Pienso en esta mañana, mamá y yo preparábamos el desayuno cuando sonó el timbre muy temprano, era un mensajero, dejó una caja, ella firmó de recibido, en la caja había un frasco con lechugas y un caracol de esos de jardín. El paquete era para mi abuela María pero desde la desaparición de Clarita, ella no sale de su casa, pero ni siquiera pienso que sea por culpa, siempre tiene esa misma expresión de indiferencia.

Todo lo que necesite María, se lo tengo que llevar cada martes sin falta, alimentos, papel de baño, jabón, pasta dental y ahora, este paquete medio extraño que ni siquiera se me ocurre cómo fue que lo encargó, se supone que la anciana está incomunicada. No me gusta ir a verla, sé que lo de Clarita fue un accidente, que la vieja estaba tan metida en sus propios pensamientos que no se dio cuenta cuando la niña no aparecía por ningún lado de su casa mugrienta, llena de enredaderas que cuelgan de las paredes húmedas, pero me da coraje, ella fue tan insistente en cuidar a mi hermana, yo siempre pensé que Clara ya tenía la edad suficiente para quedarse sola en casa, pero mi madre es muy insegura y le dio la satisfacción a mi abuela, estoy segura que mi hermana no hubiera desaparecido si le hubiéramos dado la confianza, si se escapó de la casa de María fue por el olor a algo podrido y el calor incesante, incluso en invierno, que hay en ese lugar, probablemente Clara solo buscaba regresar a nuestro hogar, la actitud de la abuela es insoportable, pero al no saber andar sola en la calle, lo más seguro es que se perdió. Me duele ver a la abuela, quisiera perdonarla, pero siento tanta rabia acumulada que me gustaría no llevarle nada, dejarla morirse de hambre, que viva en agonía y cada que quiera cerrar los ojos vea el rostro de Clarita. Pero me faltan agallas, toda mi vida me han faltado.

Veo el jardín de niños en la esquina y me doy cuenta que ya es hora de dar vuelta y trato de poner mi mejor cara, de ser gentil con la abuela, de ignorar el nudo en mi garganta para que no se sienta mal, pobre de ella, como si en realidad se sintiera devastada por sus descuidos. Me sería más sencillo volverla a querer si tan siquiera notara un poco de culpa o remordimiento en sus ojos, pero no, solo hay un espacio vacío en su mirada. No entiendo el sentido de este paquete, las lechugas en conservas tienen una textura gelatinosa, de un color verdoso y estoy casi segura que han de oler muy mal. El caracol es más baboso de lo normal, deja un rastro apestoso por toda la caja, me mira con unos ojos de angustia, las nubes bajan cada vez más, se acercan a la tierra tan negras y cargadas. El viento que me silba en la nuca y los ojos del caracol me hacen pensar en la posibilidad de dejar morir a la abuela.

Pero no puedo, abro la puerta de lámina oxidada, las luces están apagadas, la casa huele muy fuerte a humedad, siempre tiene ese olor pero hoy es más insoportable que otros días porque además está mezclado con un hedor a animal muerto. En la estufa de cuatro hornillas, hay una olla grande como para pozole cocinando algo a fuego lento. No veo a María en la sala ni en la cocina, lo más seguro es que esté en su cuarto, durmiendo o viendo la televisión, grito su nombre pero nadie me responde. Salgo al patio y en el rincón, hay un estante lleno de otras verduras en conservas, todas igual de asquerosas que las lechugas que le traigo, además tiene insectos y animales pequeños en frascos, desde caracoles hasta gusanos. Lo único que puedo pensar es lo rara que es esta vieja, digo, todos tenemos pasatiempos y coleccionamos cosas, pero este no es el interés más convencional. Mi curiosidad me orilla a seguir observando lo que se encuentra dentro de los frascos, entonces es cuando me arrepiento, es en ese momento que entiendo la mirada de la abuela, su sonrisa torcida y sus palabras rebuscadas por fin tienen un sentido más allá de lo bizarro. En uno de los frascos se encuentran unos mechones de cabello rizado, uñas con rastros de barniz amarillo y un par de muelas picadas. En la tapa del frasco hay un pedazo de cinta con la letra C.

Pienso, pero no, no puede ser eso. Digo, la anciana es extraña, pero no, incluso ella ha de tener sus propios límites, Clarita es su nieta, algo debe de significar ese lazo para ella, ¿no? Clarita es el límite en sí, no se atrevería a hacerle daño, ¿verdad? ¿O solo me estoy tratando de convencer? Clarita es mi hermana, María es mi abuela, y por más desconocida que sea para mí, no tendría las agallas para hacernos algo, pero no, la falta de agallas soy yo, no María. María nunca ha demostrado compasión, ¿qué significa la familia para ella sino es para su beneficio propio? ¿Y la olla? No puede ser posible. ¡María, María, sal! ¿Qué le has hecho? Respóndeme vieja inútil, respóndeme estúpida.

-No te va a responder, se la están comiendo los gusanos.

Es ella, es su voz ronca. Clarita sale del cuarto, huele muy mal, la mugre cubre cada parte de su cuerpo infantil, su cabello ni siquiera tiene forma ya. Está descalza y en la mano izquierda tiene una concha de caracol vacía y llena de sangre. Clarita es zurda.

-Nunca me gustó el sabor de las babosas, pero la abuela decía que me darían un mejor sabor a mí. Perdóname, Lourdes, no quería hacerle daño a la abuela, pero no sabía qué más hacer.

Pienso que en cualquier momento se soltará la lluvia, pero en su lugar, el agua que hay dentro de la olla empieza a hervir al punto que se chorrea en la estufa. Le digo a Clarita que tome un baño, apago el fuego y después de un rato, salimos de la casa de María. La tormenta profundizará el olor a humedad, así nadie podrá identificar el olor a animal muerto, a bestia herida y decadencia humana. Por primera vez no pienso más en posibilidades, sino en hechos, llegando a casa nuestra madre negará todo, pero no importa, tal vez comeremos caldo por el frío que acompaña a la temporada de lluvias, nadie piensa que en los martes ocurren muertes y por fin tengo las agallas suficientes.

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