Fuera de la norma / Lakshmi Nandan Bora

Para comenzar quiero presentarme brevemente y así facilitar la comprensión de lo que quiero decir. Soy un plebeyo. Esta ciudad se ha convertido en un desorden gracias a una población de casi dos millones, está llena, con miles de mortales ordinarios como yo. Esta gente que al igual que yo también se esfuerza, no en el sentido de alcanzar alguna meta noble, sino por tener una existencia en la que pueda llevarse algo a la boca. Quizás su existencia, al igual que la mía, sea la preocupación de cubrir las necesidades básicas, es decir, comida, techo y esas cosas. Yo no hubiera ni soñado en mis tempranos veinte que mi vida se iba a reducir a este tipo de monotonía. Me dediqué a mis estudios siempre teniendo la mente iluminada con multitud de sueños, cuidando mi salud física y mental. Incluso ahora creo firmemente que mente y cuerpo están íntimamente relacionados y sólo una buena salud puede asegurar un buen estado mental. Nadie tiene la clave para que la mente esté en un contenedor bueno, pero hay formas de conservar una buena salud y que al menos el cuerpo pueda hacerse cargo para mantener satisfecha la mente. Éstas no son mis palabras, sino las de mi maestro, Ambuj Bhattacharya. Mi físico ha sido atractivo incluso desde antes que de que me metiera a la calistenia y la ejercitación general. Yo mismo he tenido esa noción también. Quizá no será pecado de arrogancia de mi parte si digo que con el pasar de los años el ejercicio ayudó al subsecuente embellecimiento de mi físico. Muchos están al corriente de mi auge como pugilista. Después aprendí karate y pasé en ese arte de los puntajes de aficionado. Enseñé karate a algunos de los actuales militantes más dedicados antes de que desaparecieran en la jungla de los pasados años. Algunos que llegaron a ser considerados revolucionarios fueron estudiantes en mi club de karate. Aunque disfruté mi época como instructor de este arte marcial, la preocupación no me daba seguridad en el sentido de tener estabilidad en el futuro. Fue entonces que comenzó mi búsqueda de un trabajo en forma. Atendí cuatro entrevistas laborales sin éxito, no por mi incompetencia; los puestos de gobierno, de hecho, están a la venta en este sistema corrupto gracias a los intereses de las autoridades. Hasta los de cuarto nivel. Algunos trabajos se negocian por varios lakhs (1) de rupias. Yo había escuchado de este tipo de cosas en el pasado y resultaron ser verdad durante una época en la que me paralizaba el agotamiento, yendo de acá para allá en busca de un empleo. El resultado no es una agonía leve. Mi mente y mis sentimientos se rebelaban contra la sociedad. A veces me preguntaba: ¿debería unirme al Frente Unido de Liberación de Assam, como mis amigos de la infancia, Rajendra, Hariprasad y Maqbool? Casi estaba por decidirme a hacerlo cuando me llamaron a una entrevista para el puesto de delegado superintendente de la policía. «Bien» pensé, «le haré frente a la última entrevista de mi vida». ¡Y qué increíblemente cambió mi fortuna! El triunfo estuvo a mi favor. Tal vez el buen juicio imperó en los miembros del consejo de entrevistas, quienes debieron pensar que sería una auténtica injusticia privarme de este puesto. Tal vez su decisión no se basó en mi formación académica, con cincuenta y seis por ciento de calificación en mi mejor materia; fue por algo más. De seguro por el impacto de mi personalidad con características sumamente masculinas, además de mis logros en boxeo y karate. Sin embargo, después de asumir esa tarea de ensueño, volví a hundirme en la frustración. El sueldo era suficiente, sin duda, pero para alguien como yo, que no había podido renunciar ni un poco a la honestidad y a la integridad, la satisfacción del trabajo era dolorosamente fútil. Si hubiera comenzado a llenar mi vida de crueldad y malas prácticas, ¡habría terminado siendo el peor miserable de todos! ¿Pueden acaso el dinero y la opulencia asegurarme la paz? He de contar algo, y si eso desencadena la ira de alguno, que así sea. El meollo del asunto es que el mundillo criminal se encuentra protegido por la misma policía. Si fueran policías de verdad, la gente de Assam podría salir de sus casas dejando las puertas sin llave, como en Gujarat; no habría lugar para rufianes en la política, el vandalismo de aquellos que no encajan en la sociedad ya se habría acabado, y la opresión abierta de los escandalosos contratistas, los mafiosos de mar y tierra y otros más ni siquiera habrían aparecido en escena.

      Estos temas no tienen fin. Una vez que uno abre la boca no hay manera de parar, como si fuera una reacción en cadena. Ey, ven acá, déjalo en paz. El verdadero problema fue que, como yo era diferente a los demás, les causaba demasiados problemas. Cuando presenté un reporte post mortem verídico, de una persona víctima de asesinato premeditado, mis supervisores se mostraron descontentos. Comenzaron a presionarme con fuerza para cumplir sus objetivos. Se me pidió, en tono de amenaza, que alterara mi reporte. Dado que yo no pude simplemente apagar mi conciencia, renuncié. Escuché que muchos de mis compañeros y amigos habían expresado su desaprobación: ¿Será posible que todavía existan ese tipo de ingenuos idiotas? ¡Seguro se ha vuelto loco, o algo así!
      Había vuelto al desempleo. No obstante, la fortuna me volvió a sonreír de repente. Un escritor amigo mío me ayudó a ocupar un cubículo en las oficinas de un periódico de renombre. Los periodistas ahí no habían caído en las garras del amarillismo ni la extorsión. El lugar tenía prestigio y también era próspero. Mi salario como lector de pruebas me permitía llevar un estilo de vida modesto.
      No, éste no es el fin de mi presentación. Soy soltero todavía, pero eso no significa que haya hecho votos para ser célibe toda la vida. Apenas voy a dar el brinco a los treinta (tengo veintinueve años y dos meses exactos). Mi familia es de las más antiguas de Guwahati, así que, en lugar de rentar, tengo mi propio espacio en la casa de cuatro cuartos de mi madre; también están mi hermana menor y mi hermano. Además, rentamos una cabaña. Desde la muerte de mi padre, mi madre ha recibido mensualmente una pensión familiar.
      Con esto doy por terminada completamente mi presentación. Como se dice en la industria del cine, «el personaje ya está definido».
      Ahora sí, ya puedo comenzar mi historia.
      Entre la rutina habitual y la apatía, la insensibilidad y la monotonía, todo mi ser ha sido empalado.
      Mi madre y mi hermana me preparan el desayuno a las nueve de la mañana. Mientras desayuno solo, mi madre aprovecha para despertar mis inquietudes con ciertos asuntos prácticos, como la factura mensual de la electricidad, que ha sido anormalmente alta; en cuanto a mi hermana Sunita, por su edad ya no podemos esperar mucho para que llegue el momento de casarla, y yo debo acelerar mi búsqueda; dos láminas del techo están demasiado oxidadas y debemos cambiarlas por nuevas; cuánto tiempo más una mujer epiléptica podría seguir haciéndose cargo de la casa, etcétera. Cada día, mi madre plantea más y más problemas. ¡Por Dios! ¿Así es esto de dirigir una casa? Quienes llevan a cabo la administración del país parecen poder arreglar las cosas de una manera u otra. Es así que la verborrea de mi madre me entra por un oído y me sale por el otro; todas esas quejas y problemas se están gastando mientras más los repite, y chirrían como un disco de gramófono viejo.
      Luego está mi oficina. El fastidioso trabajo de corregir errores por descuido: tachar unas tes y ponerle el punto a las íes, además cambiar por la forma correcta las palabras, como «salón» por «saloon», «memento» por «momento», «pivote» por «piloto», etcétera. Los programas de autoedición contribuyen a nuestra desgracia de formas sorprendentes: a veces un pequeño error hace que toda la frase sea incomprensible.
      A una hora específica, una taza de té se posa en mi escritorio junto a una rebanada de pastel. Las ingiero con la misma displicencia. Las pruebas de textos con las que tengo que trabajar ciertamente no pertenecen a los temas típicos todo el tiempo, pero la prioridad que doy y la atención que pongo a la corrección ortográfica y de estilo no me dan la sensación de placer que podría tener por el contenido. Tal vez ésta sea la razón por la que la vida de los lectores de pruebas como yo son insípidas y monótonas, tanto física como mentalmente. Físicamente porque la concentración en encontrar posibles errores causa tensión y la postura sentado hace que la columna casi nunca se encuentre cómoda.
      He encontrado una manera de mantener el equilibrio en cuerpo y mente como alivio de esta malsana rutina de una vida común e irritante. Es fácil revelar mi descubrimiento, pero su aplicación práctica requiere tener la posibilidad de gastar un poco. Mis ingresos mensuales me permiten hacerlo, por suerte. Lo que yo hago es tomarme ocasionalmente un día enteramente para mí y usarlo para lo que se me dé la gana. Este descubrimiento no es totalmente mío, sino de dos afamados escritores, Dale Carnegie y Deepak Chopra, quienes escribieron Cómo dejar de preocuparse y comenzar a vivir y Rejuvenezca y viva más tiempo, respectivamente.
      He andado por las nubes ya en tres ocasiones en los últimos meses, pasándomela lo mejor que puedo. Hoy no necesito ir a la oficina, tengo el día libre. Pretendo usar esas horas en otro de mis más preciados días.
      Normalmente me levanto temprano. Para hacer algo diferente, la noche anterior me desvelé viendo una vieja película hindi por la televisión hasta entrada la noche, para alterar mi horario normal. Disfruté bastante el filme, con sus canciones fuera del tiempo que tocaron los más profundos resquicios de mi mente. Esas elevadas melodías son completamente opuestas a los espectáculos malhechos y apresurados que saca Bollywood hoy en día. Las heroínas tenían una linda personalidad que acariciaba el corazón, con sus atuendos y maquillaje decentes. Qué diferencia con lo que uno ve ahora, ¡lo poco que llevan puesto grita lujuria! Disfruté anoche reflexionando acerca del cambio abismal que ha ocurrido en apenas tres décadas.
      Así que hoy me ha dado muchísima satisfacción esta maravillosa mañana, sumido en sopor y percibiendo la singularidad del letargo. Sí, las palabras no pueden expresar lo singular y único que puede llegar a ser el letargo. Me preparé una taza de té, como les dije que haría yo mismo a mi madre y mi hermana. Para acompañar el té no iba a tener esas aburridas galletas, sino tres hot-cakes hechos en casa. Uno se habitúa a evacuar el vientre a una hora específica del día, siguiendo la acción cronometrada de las ondas peristálticas causadas por la contracción y relajación de los músculos intestinales. Hoy se me pasó esa hora. Sin embargo, dos vasos de agua tibia con sal me regresaron las ganas de limpiar mi intestino y quitaron el impedimento de mi alivio a cambio de una sensación como de ablución. La evacuación normal está relacionada con el placer. Por lo tanto, obtuve mi fuente de placer igual que otros días. Hoy no me apetece demasiado tener las típicas chapattis secas con la misma mescolanza de papa y lentejas. Le pedí a mi hermana que me hiciera de forma especial cuatro idlis acompañadas con chutney de coco y sambar relleno de vegetales, dos dahi vadas bañadas en cuajada y una taza de café aromático. Estaba inmensamente satisfecho con un buen desayuno típico del sur de la India.
      Normalmente, cuando tengo un día libre, me lleno la panza a la hora de la comida con un plato grande de arroz y pollo local hasta eructar y terminar roncando gloriosamente hasta las tres de la tarde. Hoy el plan ha tenido un cambio. Todos en la familia hemos decidido darnos el lujo de ir al restaurante Mujulir Exaj, que está en la carretera Radhagovinda Baruah. La comida de este local revive antiguos recuerdos de nuestro pueblo natal o, como dicen ahora, nos sumerge en la nostalgia. Aquí sirven pescado goroi a las brasas y arroz fermentados con chiles secos, fríen melón amargo que cortan en tiras, papaya preparada en alkali, tartas de arroz con frijoles, pollo al curri, grandes trozos de pescado preparado con hierbas y papas, etcétera. Por supuesto, tienen gran variedad de chutneys, como menta molida o Kahudi-Karoli. El banquete termina con nueces de areca y hojas de tabaco muy dulces.
      Como otros días, no pude tomar una siesta. Les pedí a mi mamá y mi hermana que volvieran a casa, yo me subí a un autobús local y salí para Abadari. Una extraña idea vino a mí. Decidí que tomaría cualquier autobús que pasara por donde yo me encontraba y me iría al lugar donde tuviera su terminal. Me subí a un autobús y hasta encontré un pequeño lugar para sentarme. El chofer, mientras cobraba los pasajes, me preguntó: «¿A dónde?». Yo sentí ganas de decirle: «Al horizonte, donde la arenosa esperanza se esparce, donde siguen brillando las crestas de la miel del deseo». ¡Qué poético! Si le hubiera externado mis sentimientos, él me habría tomado por un loco. El resto de los pasajeros también se habrían reído nerviosamente. Regresé de mi mundo de fantasía y le dije: «A donde sea que termine esta ruta», y le di tres billetes de diez rupias. El chofer quizá estaba experimentado el momento más extraño de sus años de servicio. Toda molestia desapareció del sarcástico rostro del muchacho de veinte años. Una sonrisilla amistosa apareció en su cara desnutrida, dándole muchísima belleza y brillo. Con una risa contenida me dijo: «Usted tiene una manera maravillosa de expresarse, en una forma compleja», y me dio dos rupias de cambio.
       El autobús avanzaba entre el parloteo de los pasajeros y el rechinido de los vehículos que iban pasando. Cruzamos el puente Saraighat y, en lugar de ir rumbo a Baihata, nos dirigimos hacia Hajo. Tuve que considerar la situación por un rato. Esto aún no se había convertido en una osada aventura. El autobús de seguro llegaría hasta Nalbari, vía Hajo. Esta conjetura resultó ser cierta, según me lo confirmó un pasajero asintiendo: «Sí, está en lo correcto». Desgraciadamente, ¡otra vez tenía que pasar algo! ¿Qué haría yo si en Nalbari iba a casa de Pehi? ¿Qué razones le daría para haber llegado así? Quizá podría contarle la situación real, pero eso no cambiaría nada. Pehi comenzaría a presumir a sus niños con adjetivos nefastos a media oración y, en algún punto, a platicar sobre sus deprimentes episodios. Todos en esa casa me tratarían con la misma calidez y la misma afinidad. La presencia de un huésped requiere matar unos cuantos pichones. Yogurt después de cada comida. ¡Melaza licuada de yogurt!… Todo como siempre, repetición de las mismas tradiciones. Me bajé del autobús antes de Hajo. Los pasajeros y el chofer se me quedaron viendo con sorpresa. Quizás se hayan preguntado: «¿Qué tan loco está este tipo, que de repente se bajó así sin más? ¡No hay ni un alma en kilómetros!». Cuando me bajé, me di cuenta de que el sitio era un extenso páramo deshabitado de salvaje verdor en el que el tiempo parecía detenerse, donde el corazón se desplomaba en silencio, la flora y la fauna se mezclaban en la intimidad. ¡Qué maravilla! Para alguien como, yo que sobrevive, quién sabe cómo, entre el clamor ajetreado de Guwahati, esto era un gozo total. Traté de abandonar mi conciencia y fundirme con el entorno. Mis ojos saciaron su sed ante este regalo de la naturaleza. ¡Exuberantes campos verdes, los bosques tupidos a lo lejos, el Brahmaputra en toda su gloria bañado por el sol, el coro de ambrosía de los pájaros y los insectos sobre las ramas de los árboles y el infinito azul del cielo más allá de todas las cosas!
      De repente, un sonido mecánico se acentuó en el profundo silencio y la soledad de la tarde. Me incorporé. Era el palpitante sonido de un autorickshaw (2) que esperaba, y el conductor sacó su cabeza como una grúa y me preguntó:
      —¿Viene?
      La pregunta idónea a la hora indicada. Sí, debía ir a algún lado.
      ―¿Hay algo interesante que ver por allá? —le pregunté.
      El chofer contestó:
      —¿Qué quiere saber? Todos conocen bien por aquí.
      —No me diga.
      —Bonmou, junto al Brahmaputra. Es un sitio turístico fantástico —contestó.
      Parece que entendió mi respuesta cuando me subí al vehículo sin decir nada.
      En veinte minutos llegamos a Bonmou. Hice que el auto esperara. El chofer se merecía mi agradecimiento y los dos nos beneficiamos de que no se regresara con el asiento vacío hasta Guwahati. Sin duda éste era un sitio maravilloso. Un cauce de agua vaporosa delante, a través de una amplia explanada; un pequeño bosque embellecido por la naturaleza; filas de árboles de Devdaru y cocoteros, una pesquería, caminos color bermellón por todos lados, el enorme Brahmaputra al norte, maravillosos adornos en las bancas reclinables para turistas, sitios para comer y cabañas, etcétera. Me sentía un poco tonto por no conocer desde antes este hermoso lugar tan cercano a Guwahati. Tenía la impresión de ser como una ola centelleante del Brahmaputra, un beatífico pájaro multicolor entre los árboles, y ahora contemplaba el ensoñador flujo de conciencia en el zigzag del cauce.
      La brisa fresca del Brahmaputra, la línea plateada del río fusionándose con el horizonte, ese verde exuberante más allá de la voz primaveral del bosque. Me instalé en una banca redonda y cavilé: ¡qué maravilloso sería si me pudiera quedar ahí como un sabio absorto en las profundidades de la tranquilidad! ¡Qué robusto y sano el ayuno en un estómago vacío! Tenía hambre. El atardecer se acercaba. Había un lugar amplio con un restaurante rodeado de tecas y cocoteros. Ahí encontré el menú típico de cualquier restaurante: bebidas frías como Coca-Cola y Thums Up; quizá vendían algo con alcohol también; variedad de comida rápida, pollo masala, pollo tendoori, dedos de pescado, arroz Jeera, biryani y cosas así. Nada extraordinario. Por eso el mesero se sorprendió cuando le pedí agua de coco, también la carnita que hay adentro, sopa de tomate y rebanadas de pan con germinado de frijol mungo. El restaurante sorprendentemente me pudo servir todo eso, menos lo último. Comí hasta quedar contento y luego me fui a desplomar sobre una alfombra de pasto que encontré alejada de ahí, totalmente solo. Me senté con las piernas cruzadas en posición de yogasana. La savia que recorría mis venas, el plateado Brahmaputra, estaba justo frente a mis ojos. Atrás el glorioso verde y la quietud de la profunda noche, una vivacidad única y muda.
      Estuve fuera de mi ser por un momento, una persona diferente en ese instante. Vi cara a cara a la vida, sus realidades. Como si estuviera buscando la verdad superior. Mi alma parecía elevarse. ¡Maravilloso! Esa resonancia silenciosa puede llevar al hombre más allá de su insignificante cotidianidad y transportarlo a un Elíseo indescriptible. Me regocijé contemplando lo que los sabios de los Upanishads le han concedido a la tierra con la luz de su sabiduría, obtenida gracias a la meditación en este tipo de ambientes. ¡Qué extraño! ¿Cómo pude yo reflexionar sobre estos altos pensamientos siendo un ordinario mortal? ¿Me habré vuelto creativo como algún famoso novelista? Las horas se fueron revoloteando y perdí por completo el sentido del tiempo. Sí, el tiempo es un flujo constante de transitoriedad y transformación.
      Pero ¿qué pasaba? Me dolieron los tímpanos. Un montón de vehículos habían atiborrado el lugar. El clamor de la gente y los ruidos se mezclaban contaminando el sonido. Bonmou se llenó de visitantes y turistas. Varios tipos de gente con ropas distintas, hombres y mujeres con diferentes perspectivas, sus niños y sirvientas. Un montón de automóviles lujosos se habían estacionado apenas a unos cuantos metros. Honda Citys, Opel Astras, Mitsubishi Lancers, Toyota Corollas y más de ese estilo. Alcancé a ver hasta un Mercedes Benz. El caminar y los ademanes de muchos produjeron un espectáculo aparente de afluencia y aristocracia. De repente me sentí inmerso en un arranque de frustración. ¡Qué abrupta transformación había caído sobre el paradisiaco Bonmou! Qué recurrencia de ambiente vulgar lo había vuelto como cualquier resort turístico. Se desvaneció el encanto y no sentí ganas de permanecer ahí. Perdí toda la euforia.
      El auto que había alquilado me esperaba, contrastando fuertemente por sus rasgos, detrás de un Verna reluciente. Me senté atrás del asiento del conductor y le di a entender que acelerara.
      Después de más o menos una hora ya estaba en mi nada añorado Guwahati. Las luces de la ciudad brillaban como estrellas en la oscuridad de la noche. Las luces mecánicas de los automóviles hacían de las calles ríos con la fluidez de sus faros. Los letreros luminosos de los hoteles, restaurantes, tiendas departamentales y otros establecimientos le daban cierta elegancia al normalmente desagradable Guwahati de día.
      Ahora era un ser inexistente, un insensible al que le habían esquilado todo rastro de identidad, el estado más ordinario posible, una minúscula mancha entre muchas más. ¡Oh, qué agonía! Era imposible avanzar por la acera. ¡El correr de los transeúntes, la peste del sudor y los cosméticos mezclándose, actividades y conmoción sin sentido!
      En verdad era anticlimático. Como si me hubieran desterrado de las dichosas regiones del Mediterráneo a los estériles páramos del desierto. Mi desasosiego, mi frustración y mi agonía aumentaron. No porque se acabara el día que viví de acuerdo a mis deseos, sino por la imposibilidad de encontrar alguna manera de dedicarme a algo distinto.
      Entré a una tienda de ropa con la intención de comprar una playera Reebok con diseños florales, como los de algunos saris (3). El dependiente me mostró varias playeras, una por una. Yo seguía meneando la cabeza en señal de desaprobación. Así continuamos mientras intentaba decidirme entre quince o más playeras. Dirigí mi mirada al dependiente. Me sorprendió que él aún no se hubiera desesperado conmigo. Su sonrisa profesional seguía fija en su rostro. ¡Eso es, chico, así son las ventas! Era de la comunidad marwari. Nuestros vendedores asameses deberían aprender de él. Algunos dependientes asameses parecen estar molestos por la llegada de clientes, como si en lugar de comerciantes fueran guardias de valores.
      Se dice que los pensamientos llegan sin previo aviso. Así es como suenan algunos tonos en los oídos de los músicos, algunas historias llegan a la mente de los escritores y las emociones se reavivan en un poeta. De esa forma llegó un pensamiento a mi mente. Si estuviera en casa en ese momento, estaría viendo televisión y dando deliciosos traguitos de vez en cuando a mi taza de té. Claro, muchos tienen el mismo pasatiempo a esta hora. Pero hoy debía hacer algo distinto, algo nuevo. En lugar de ese té rutinario, ¿por qué no pasar un buen rato en un bar y andar por las nubes irritando mi garganta con algo de whisky? Para muchos, dos whiskies después del atardecer son una actividad cotidiana. Pero se tiene que ser un joven entusiasta por la salud como yo, criado en la santificada atmósfera de la clase media, para ver este ritual como algo inusual. Como fuera, ya no estaba como para que este mundo de restricciones me mantuviera atado, quiero decir, ni siquiera antes me contenía de tomar unos cuantos tragos de alcohol ocasionalmente.
      Me acerqué al bullicioso Ganeshguri, la atareada zona comercial colindante con el complejo capital de Dispur. El lugar tiene un buen número de bares, además de los que están dentro de los altos edificios de hoteles. Más aún, a cada paso uno se encuentra tiendas de vinos. La situación ahí puede hacer pensar al visitante o turista que llega a la ciudad que Ganeshguri vive sumergida en alcohol. La conjetura podría no ser del todo superficial si se toma en cuenta el número de accidentes de tráfico producto de manejar en estado de ebriedad.
      El negocio de los licores ha transformado las vidas de muchos don nadie en vidas de príncipes. Puedo mencionar algunos casos; por ejemplo, mis conocidos Akshay Saikia, Jadumoni Das, Aniruddha Purkayastha, Adhar Tamuly y otros. Cada uno de ellos es dueño de un bar o una licorería. Las licencias para tener uno de estos establecimientos las da el Ministerio de Impuestos. No es de sorprender que la obtención de estos permisos sea bastante costosa. ¿Quién no conoce la afluencia e influencia de mi antiguo compañero de clases, Akshay Saikia? El hijo de un poderoso burócrata que casi no estaba interesado en los estudios, de alguna manera se las arregló para apenas pasar los exámenes de la secundaria. Aunque después intentó continuar con la universidad, nunca llegó a graduarse. Sin mejor alternativa, su padre le abrió un locutorio. Cuando la empresa fracasó, su padre le ayudó con una agencia de viajes. Ésta tampoco tuvo éxito. No obstante, se las ingenió para obtener el consentimiento del gobierno y abrir un bar. Desde entonces ya no necesitó ver hacia atrás. Dirigió una discoteca no autorizada junto a un casino. Comenzó a irle bien haciendo dinero a manos llenas. Se hizo de dos pubs y dos tiendas de licores en poco tiempo. Su forma de andar y moverse cambió, se hizo más suave y solemne, se desplazaba en automóviles elegantes a la vez que satisfacía sus necesidades en la oscuridad de los callejones. Su ser interior (¡carácter!) iba en descenso. Sin contar el hombre en el que se había convertido, mi relación con él siguió siendo la misma de antes. Ocasionalmente me invitaba a verlo, quizás para demostrar sus logros y su gloria.
      Con estos pensamientos circunnavegando mi mente llegué a Moonlight, el bar de Akshay Saikia, sólo para encontrar que el lugar que pudo haber aplacado mi necesidad de humectar mi garganta con un par de tragos había dejado caer la persiana. Al lado había un local de venta y reparación de relojes, aparatos electrónicos y refacciones. Un chico estaba enfrascado en reparar un teléfono celular. Mi irrupción de seguro lo incomodó. Como a un yogi que pierde la postura. Levantó sus ojos con resentimiento y me preguntó:
      —¿Qué necesitas?
      —Nada, sólo quería saber por qué este bar, el Moonlight bar, está cerrado esta noche.
      La exasperación del chico no había disminuido. Me contestó con tono enfadado:
      —¿Acaso no eres de Guwahati? ¿No ves las noticias?
      —Disculpe, no sé de qué me habla.
      —Oh, ya veo. Has de haber estado muy ocupado quién sabe dónde. La corte ha ordenado que clausuren todos los bares y licorerías que estén en las cercanías de escuelas y edificios religiosos. Como sea, dada, échale un ojo a este equipo de Nokia, no necesitas apretar ningún botón, sólo toca la pantalla…
      Tomé el celular en mis manos y examiné sus funciones y modo de operación. Por lo menos así pude darle al chico un poco de satisfacción. Otra cosa más, aunque Akshay Saikia prosperó con sus negocios turbios, nuestra antigua cercanía permitió que la amistad no se rompiera por completo; pues mi corazón también es comprensivo con mi viejo amigo que ha sido empujado a una situación incómoda por el veredicto de la corte. ¡Una comprensión ilegal, quizás!
      Me reproché que ese olvido de la clausura de bares ordenada por la corte y tiendas de alcohol me hubiera tomado por sorpresa, ha sido noticia para todo el mundo. Quizá mi desinterés sobre el tema fue la causa de mi olvido. La inusual inclinación a humedecer mis labios y garganta con alcohol chocó con el recuerdo de esa información y reaccionó en mi mente.
      Llegué a casa de Akshay. Él estaba más estupefacto que exaltado por verme. Me tomó en sus brazos. Admití:
      —Debí haber venido antes. ¡La orden de la corte te debe de haber causado muchos problemas y pérdidas!
      Miré su cara mientras terminaba de hablar. No había ni el mínimo rastro de depresión, decepción o abatimiento en el rostro de un hombre que había perdido dos pubs y dos tiendas de licores. Era la antigua versión de él, hablando con su característico tono alto, repleto de entusiasmo.
      —¿No has sufrido pérdidas?
      —Sí, pero no.
      —¿A qué te refieres?
      —Las ganancias siguen igual. Siempre hay un acuerdo, y ¿por qué no iba a haber una alternativa? ¡Algunas personas, e incluso nuestros jueces, están muy equivocadas si creen que la gente se va a volver abstemia de la noche a la mañana con cada uno de ellos convirtiéndose en un Morarji Desai!
       Sentí curiosidad por saber más acerca de los medios alternativos de Akshay para hacer dinero con tan imperturbable tranquilidad. Después de tomar té y bocadillos en su casa, lo acompañé en su carro a ver sus negocios. No tenía ni idea de adónde me llevaba, siempre pierdo la orientación por completo en Guwahati durante la noche.
      La zona a la que entramos me pareció bastante suburbana. Akshay comenzó a explicarme:
      —Hay gente que llega por botellas desde cualquier lugar que se te ocurra: pequeños minoristas, estanqueros, vendedores de té y otros. Como sea, los clientes están enfrentándose a varios tipos de inconvenientes. Los precios se han duplicado. La situación es igual en Manipur y Mizoram. ¿Me entiendes?
      Al final me llevó a una agradable casa de campo. Desde afuera el ambiente parecía tranquilo y solitario, pero un zumbido suave impregnaba su interior. Varios automóviles lujosos estaban estacionados a los lados de la casa.
      Mesas y sillas bonitas. Este montaje ilegal estaba mucho mejor que los bares autorizados. Akshay dijo:
      —Tengo otros dos establecimientos similares. ¿Te das cuenta de lo maravilloso que nos va? Así como un padre tiene a su padre y un maestro tiene otro maestro arriba, el gobierno también tiene un segundo gobierno que lo rige. ¡De seguro no tienes ni idea de qué gobierno se trata!
      ¿Por qué no iba a tener sentimientos simultáneos de ira, rencor y hostilidad contra este hombre? Después de todo, ¡no soy Mahatma Gandhi, Vinoba Bhave o Jayprakash Narayan! Un par de chicas estaban apuradas llenando vasos vacíos con su característico encanto. Tal vez no eran exactamente del tipo que encaja en la categoría de bellezas, pero tampoco podían despedirlas, sería como despojarse por completo de atracción.
      Una visión casi hizo que me salieran chispas por los ojos. El delegado superintendente de la policía, Khargeswar Deka, a unos metros, bebiendo sin siquiera tomarse la molestia de quitarse el uniforme oficial. Sus acompañantes eran quizás subordinados. Perdí la paciencia por completo. ¡Estos protectores convertidos en sanguijuelas son la mayor causa de desastre del país! He sido instructor de karate. La reacción de un hombre armado no podía ni compararse con la rapidez de mis manos desnudas.
      No le di a Khargeswar la oportunidad de defenderse ni siquiera de mi asalto verbal. Mi corazón estaba feliz de darle puñetazos de hierro en la cara. Llené cada parte de su cuerpo con la amplia variedad de patadas de karate que tenía en mi repertorio. Sus piernas flácidas ya no podían con el peso de su carcasa. Le escurría sangre de la nariz mientras caía con el rostro desfigurado. Sus acompañantes también estaban abrumados por mi ataque relámpago y no hicieron el intento de acercárseme. Miré de reojo a todo el mundo y con asco fijamente a Akshay, quien se pavoneaba hacia la salida sin miedo alguno.
      Me subí a una autorickshaw después de darle mi destino. Entre el bullicio del motor me quedé contemplativo. ¡Verdaderamente qué día! Tuve lo mejor de todo lo que buscaba mientras avanzaba de un momento a otro. Mañana, Khargeswar, con su cara destrozada, no podría decirle a nadie que un civil ordinario como yo le había dado semejante paliza… Por cierto, ¿me huelen las manos como si hubiera matado a una rata almizclera? No, para nada, es sólo una manifestación simbólica de mi resentimiento y mi perdida de fe en el orden social que está totalmente desprovisto de consciencia… .

Traducción de Carlos Ponce, a partir de la traducción del asamés
      al inglés de Krishna Dulal Barua.

1   Unidad de medida del sur de Asia, equivale a cien mil. (Todas las notas son del traductor).

2   Transporte típico del sur de Asia, también llamados tuk-tuk. Son triciclos motorizados con espacio para dos pasajeros detrás del asiento del piloto.

3    Vestimenta tradicional de la India, usada por mujeres.

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