Aquí: amor que no muere con la muerte
Fuego que en el corazón de los que escuchan prevalece
Fernando Carrera
Amanecía ya cuando Lot entró en Soar. Entonces Yavé hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y fuego proveniente de Yavé de los cielos. Y así destruyó ciudades, con toda la llanura, con sus habitantes y vegetación
Génesis 19:25
Fuego a voluntad, de Fernando Carrera, libro ganador del Premo Nacional de Poesía Horacio Zúñiga, de los v Juegos Florales Nacionales de Toluca 2017, es una obra que problematiza la escritura poética, la vida de los hombres desde su sombra jungiana, así como al amor y la música como gran esperanza del estar aquí. Los poemas de este libro trascurren como una serie de oraciones dictadas al tiempo; se trata de textos que recuerdan, por momentos, los textos bíblicos, así como los pasajes de Dante. Libro con una clara naturaleza no figurativa, pero a la vez, paradójica y ferozmente normativa. En este sentido, algunos de sus textos se asemejan a los demoniacos, sensuales y delirantes cuadros del Bosco.
Carrera se pregunta por el sentido de la escritura poética, indaga las múltiples respuestas, intuye su destino en medio de una gran urbe, se vislumbra como poeta perenne que gatilla «un lenguaje de transfiguraciones / más allá de mí». Intuitivamente, quiero decir, el propio canto poético define la creación como «fugaz fuga hacia la verdad / del abismo». En su poema «Destruiré el templo», Carrera se muestra preocupado por la verdad, pero al no poder asirla intenta, contraataca, con un discurso irónico que subvierte el discurso poético de lo divino institucionalizado, de lo divino como ideología; con lo cual asemeja una risa contenida que intenta vaciar el contenido de lo sagrado recolocando lo sagrado en las coordenadas carnales del hombre y sus deseos: «Desde entonces / soy / el hijo del hambre /el alimento —esta carne / amadísima— que el hombre desea / Al fin comprendí a Eva / el ave / nacida en su deseo: abierto vuelo / desde el pubis donde toda búsqueda / termina y recomienza / Entrega por la cual se renuncia a todo / paraíso».
En varios momentos de su escritura poética el silencio se configura como la zona perfecta de la reflexión poética; esto por dos caminos, la enunciada explícitamente por el poema («Creo / en el silencio / sólo allí / puede ser / la nota»), y la otra a través su forma: como sutil caligrama de espacios como silencios. El silencio es el alumbramiento del sentido («Se trata de lo que no se nombra»); aquí se está muy cercano a la máxima de Valerio Magrelli, el «escribir es ocultar». Así, en un tono casi místico, en los poemas de Carrera toda consumación (del fuego) es nacimiento; misterio, entonces, el silencio, porque es un anunciamiento de un nuevo nacimiento: «rojo que nombra lo que en la quemadura nace».
Fernando admira el árbol («soy árbol / potencia / de lo que despierta / si / labios o raíces / suben al suelo para besar el barro / al hombre-mujer / que en el umbral del aliento entuma / las palabras»). También es agua, pues, nos dice, «Por árbol soy / marino / ave de agua / en el cuerpo que navego». Es decir, Carrera se define como poeta de lo terrenal, como madera, y de la madera los instrumentos que hacen música; como agua que fluye y corre y alivia la sed de los otros hombres, manantial —recordar que el agua puede ser vapor, líquido o frío sólido, quizá aquí otra definición de la palabra como trasfiguración del tiempo. Finalmente él es ceniza, porque ya ardió en el fuego del tiempo, en el encuentro de los cuerpos, en el mismo canto poético y su fuerza musical que permanece como árbol, en ese Fuego a voluntad que no es más que la afirmación moderna de la afirmación de la individualidad que sustenta la agencia y todo sentido de unidad (Durkheim): «¿Qué es de mí / entonces?: / un puñado / de ceniza blanca».
En la sección denominada «Certeza de la devastación» realiza una exploración de la precariedad de la condición humana que el poeta asume como conciencia de la realidad, azoro y extraña verdad: tremendo escepticismo («Ni ladrillos ni palabras / nada / dura / y sin embargo»; «o somos el cadáver que se pudre / alimento y nada / más»). Carrera encuentra una precariedad de la condición humana inherente en la conducta homínida que representa en la imagen de los primeros hombres alrededor del fuego:
Erguidos
nos miramos alrededor del fuego
Conocemos el tacto, en el olor
sentimos la presencia del otro
El hambre nos acecha y conduce
[…]
Con sangre y heces nos comunicamos:
ocre la carne, la muerte siempre roja
el carbón es noche entre las manos
Grasa o resinas aglutinan lo que
sentimos —tanto
vagar nuestra debilidad por tierra
Sin lugar a dudas, estos poemas no son una alabanza a lo humano, sino una reflexión de su zona obscura («Somos la voz que cruza el llanto»).
Hay un hilo conductor en el libro, una dialéctica que explica en parte el nombre del poemario: la belleza como efímera y la belleza como devastación, en la que el fuego es un símbolo de poder, de ese fluido caliente que quema, que consume, que achicharra, pero a la vez transfigura la materia en otra. Al final de cuentas todos nos consumimos en el tiempo; tal vez ésta sea la «Certeza de la devastación».
Se trata de prender la maleza: se siente en las lenguas que surge con violencia la palabra de un nuevo sentido. Mira cómo las llamas toman posesión de la casa, ¿distingues la belleza en el avance irreversible? Certeza de la devastación: su rostro te mira de frente y pregunta si puedes sostener la mirada, cuánto. Categoriza el fuego que se mueve, encierra el incendio, defínelo, mi amigo, ánimo: sé que las categorías y las definiciones son tu deleite, encontrar una metáfora que exprese lo que es. Para mí, la imagen que mejor lo diga será la mano chamuscada, tu humanidad disolviéndose en inconfundible tufo.
En la sección «Las piedras de la noche» continúa una reflexión sobre lo humano; en este caso sobresalen los sentimientos de pérdida («descender»), el abismo, el abandono, la soberbia, y finalmente, aparece el infierno como símbolo de la maldad humana:
Sólo en la oscuridad tus demonios pueden nombrarse al nombrarte; te hablan en la lengua humana pues son en ti uno y el mismo; comparten, pues, tu pobreza en las formas de dialogar con lo divino
En estos poemas, que constituyen la columna dorsal del poemario, el poeta se adentra en la zona jungiana de la sombra, es decir, la maldad de la divinidad que no es más que nuestra propia maldad. Como hemos dicho, para Carrera la divinidad no es más que el anverso del bien, con lo cual el poeta no cree en el bien como un don fácil, pues éste depende de una condición nuda que es la necesidad física de los cuerpos: el hambre: «Los intestinos no mienten, te han dicho: el hambre es siempre una señal, lunar de nacimiento del siguiente paso, desnuda siempre como un deseo».
El libro cierra con poemas de largo aliento dedicados a dos grandes de la música; al cantaor gitano Camarón de la Isla (1950-1992), uno de los grandes del flamenco en España, y otro a Serguéi Vasilievich Rachmaninoff (1873-1943), en este caso dedicado al Concierto para piano y orquesta núm. 3, interpretado por el también gran pianista ruso-ucraniano Vladímir Samóilovich Hórowitz (1903-1989); concierto grandilocuente lleno de hermosos pasajes románticos, a la vez que de intrincados momentos para el pianista. En este último poema destaca la figura de «las manos»: las manos del pianista Serguéi, que son «el fuego» de la creación, «son la luz», son «Todo el poder prometido»; aquí el gozo de la música llega a lo sublime y el arte es lo único eterno y que puede permanecer por su poder divino: «Aquí: / amor que no muere con la muerte / Fuego que / en el corazón de los que escuchan / prevalece».
Recomiendo la lectura de Fuego a voluntad del poeta tapatío Fernando Carrera, libro que nos ofrece un recorrido por un pensamiento poético descreído de la bondad del hombre y que, en una soberbia fundada en la unilateralidad del arte, sublima el contenido de la sombra de la psique humana hacia la gracia divina del amor y el arte verdadero que es la música, recordándonos, tal vez, que ante la eminente devastación por el fuego que merecen Sodoma y Gomorra, sólo nos quedan la música y la poesía como hálito de la divinidad, es decir, como osada soberbia de lo humano.
Fuego a voluntad, de Fernando Carrera. Ediciones del H. Ayuntamiento de Toluca, Toluca, 2018.