Una línea que ciertos políticos trazaron a mediados del siglo XIX, después de una guerra que la convirtió en cicatriz y que, como la escritura, resulta un signo tan convencional, tan preciso y legible que ni se necesita saber inglés o español, matemáticas o geografía, historia o sociología para entenderlo.
La frontera es una línea sinuosa, sí, pero también, en palabras e imágenes de Pablo López Luz, es una herida sin cicatrizar, una abertura que no termina de sangrar: terregosa, mojada, montañosa, desértica, urbana, verde, ocre y gris. La marca que nos quedó tras perder una guerra ya casi olvidada, pero que no obstante amputó a nuestra nación la mitad de su territorio y trajo el norte un poco más cerca de las zonas pobladas de México.
Incomunicados, sin esperanza de apoyos del gobierno central, sin escuelas, instituciones y casi sin iglesias, adquiriendo los mismos rasgos del paisaje que los rodeaba, los individuos de estas zonas formaron con el paso de los años —entre escasez, peligros y fuerza de voluntad— el peculiar carácter de una región. Un carácter tosco como las cadenas montañosas, parco como la vegetación, transparente como el aire del desierto, pero capaz de levantar tolvaneras ardientes y violentas.
La frontera, el norte, al igual que sus pobladores, tienden al exterior más que al interior. Son abiertos y francos. En esta división política, el imaginario no se satisface con lo fantástico o con lo intimista; es, al contrario, cruel, certero y realista. La peculiaridad de su ambiente natural refleja también una actitud práctica ineludible: la de la supervivencia.
El lugar, el espacio de la frontera, es un signo convencional con lenguaje propio, léxico y modismos que se mimetizan con el paisaje, con sus historias. En estas latitudes no parece ser el hombre quien define el entorno. Es la frontera quien define al hombre.
Eduardo Antonio Parra
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