Fredrikstadund

Gonzalo Calcedo

Palencia, Castilla y León, 1961. Su libro más reciente es Una historia de agua (Traspiés, 2022).

Cecilia era archimillonaria desde pequeña. En el colegio había fingido la riqueza de una forma tan plausible que incluso los profesores sucumbieron a su cuerno de la abundancia. Ya en el instituto, su increíble capital de acciones bancarias y patentes químicas mostró una desvergüenza propia de la edad. El inconveniente para tanta prosperidad fue que había verdaderos ricos en clase y ninguno se había rozado con ella ni su familia: no había noticias fidedignas de Cecilia en los ámbitos donde el dinero fluía como un manantial. La acusaron de mentirosa y Cecilia se inventó un principado nórdico donde la fortuna de su familia levantaba rascacielos y enarbolaba estandartes. Durante una clase de geografía no pudo señalarlo con el dedo en un mapa —tampoco escribir correctamente su complicado nombre, Fredrikstadund— y la humillación le ensombreció el rostro camino de su pupitre.

Apenas atisbó las agujas de la universidad desde un autobús y acabó de cajera de un supermercado donde, tras el saludo de rigor, no tenía la obligación de levantar la mirada de la cinta transportadora. Los baratos productos que discurrían por sus manos —era un supermercado de la periferia— le herían la piel como cuchillas de afeitar. Ni con botes y botes de crema podía evitar su aspereza. Por las noches, en la soledad de su cuarto de la pensión Esmeralda (el nombre de su aguileña propietaria), pensaba que aquellas rojeces se debían a las mentiras acumuladas y al desprecio que había sentido hacia sus padres, obviamente ignorantes y pobres.

Ellos llevaban ya un tiempo muertos cuando casualmente se alojó en el establecimiento un joven jardinero —la provisionalidad era el marchamo de muchos, un tatuaje que no podían ocultar—. Tenía la piel intrigantemente oscura, hablaba en susurros. Un espectro emparentado con las estrecheces de Cecilia. Ganaba poco dinero —su destreza con los esquejes aún no se había propagado por las mansiones de las colinas— y precisaba ahorrar; por lo visto tenía una mujer y dos hijos en algún país lejano, al otro lado del océano. Cecilia lo observaba como si fuese un juego de som-bras chinescas. En general, las estancias estaban habitadas por transeúntes nada comunicativos. Joao —ese era su nombre— acostumbraba a rezar una letanía ininteligible. Convencida de que sus oraciones eran invocaciones rituales, Cecilia tomó la costumbre de colarse en su cuarto a hurtadillas por el bien de todos. Nunca encontró nada desagradable o extraño: ni sangre de animales en cuencos tibetanos ni hediondos amuletos. Cuando en una ocasión lo sorprendió arrodillado junto a la cama, su desnudez la golpeó como un mazo. Se tapó la boca y pidió disculpas por entrar sin llamar. Era domingo y creía haberle oído marcharse muy pronto.

—Sólo quería ventilar. La señora Esmeralda apenas ventila y yo soy… soy una maniática del aire —se le ocurrió añadir, y él sonrió con la delicadeza de una flor necesitada de ese aire y asintió cubriendo su desnudez con un calzón y una camiseta descolorida.

Había preparado té en su hornillo —no solía vérsele mucho por la cocina compartida— y le ofreció a Cecilia probarlo. Ella cobijó la taza entre las manos.

—Es una taza muy bonita —le dijo para congraciarse; tazas como aquella las regalaban con el detergente—. Quiero decir que parece antigua.

—Herencia de mi abuela —recordó él descalzo; disfrutaba contándoselo a su visita—. Siempre quiso que la conservase. La llevo a todas partes envuelta en trapos.

—Son muchas molestias.

—Me sirve de homenaje. Y de talismán.

Para Cecilia, aquellos bisbiseos que escuchaba concentrada confirmaban sus sospechas: Joao era raro.

—Cada vez que la lleno con té o café, el calor le devuelve la vida a mi abuela. Así el recuerdo perdura.

—Si estuviese fría no sería lo mismo, claro.

Probó el té meditabunda.

—Me refiero a cuando en verano la uses para tomar refrescos.

—Entonces mi abuela descansa.

—Vaya, no lo había pensado.

A la Cecilia rica del pasado le habría dado un ataque de risa, pero la actual era un ser marchito, ya sin vanidad. Asintió con una facilidad pasmosa. Estaba perdiendo el tiempo con un jardinero. ¿Qué era un jardinero? ¿Un campesino? ¿Un labriego contratado por terratenientes? ¿Acaso ella no aspiraba, como mínimo, a un capataz? No había cumplido los treinta y aún fantaseaba con darse de bruces con un heredero generoso y enamorado que la sacase en volandas del supermercado.

—Tiene su lógica —añadió complaciente.

Joao tomaba el té en un vaso de la pensión —todos ambarinos y mates por los fregados—, atento a lo que Cecilia decía. Cierta comunión surgió entre ellos, fingidos los renglones que ella leía. El cuarto olía a hierba recién cortada, a estío fermentado. Había briznas de césped en la alfombra. A Cecilia se le ocurrió pedirle a Joao que echase un vistazo a su maceta como si fuese una mascota que cojea. Él asintió hospitalario.

—¿Qué le pasa?

—¿Qué le pasa? Buena pregunta. Por más que la riego no parece que ponga mucho empeño en vivir.

—Suele ser la tierra. Luego la orientación. Al sol, me refiero. No todas las plantas son iguales.

—Como las personas.

—Exactamente. El riego no siempre es generosidad por nuestra parte.

—Muerte por ahogamiento, entonces. —Ella quiso ser graciosa.

 Él recogió su taza (Cecilia tuvo la sensación de que se la arrebataba de las manos, quizás contrariado) y dijo que la lavaría después en el lavabito incrustado en una esquina azulejada, idéntico al de su alcoba; la escobilla de plástico colgaba del grifo por una rafia de liar sacos de humus. Ahora tenía cosas que hacer.

—¿Es verdad que guardas sacos de tierra en el armario? ¿Que han aparecido lombrices por ahí?

—No es verdad. —Joao quedó arrinconado contra aquel lavabo carcelario.

—Es domingo. ¿No podemos seguir charlando? —apremió ella.

—Tengo trabajo.

—¿Un domingo? —hizo hincapié. Distraída, jugaba a descubrir el estiércol que ensuciaría aquel vergel e irritaría a la señora Esmeralda.

—Sí. Temprano.

—A mí también me gusta madrugar. El aire está más limpio a primeras horas.

—¿Por eso ventilas?

—Sí, por eso. —Más allá de la mentira urdida sin convicción, no había nada profundo en ello—. ¿No puedo acompañarte?

—Es mejor que vaya solo. Te aburrirías.

En la pensión todos dormían, media docena de almas en su purgatorio más el alma de Joao y la suya. Papel pintado y corbatas de viajantes sumados a la jardinería más ancestral, a la pericia de una cajera atrapando al vuelo las naranjas escapadas de su bolsa. A Cecilia se le cayó el alma a los pies. Aquel engreído disfrazado de profeta estaba rechazándola. Ni siquiera abierta de piernas como un compás le habría engañado.

—Como quieras —le dijo resignada. No volvería a molestarse en ventilar aquel cuartucho, el más lóbrego de la pensión. Además, Joao desaparecería con el cambio de estación. Cómo iba a salir ella de la pobreza liándose con un jardinero.

—Puedes acompañarme si quieres —cambió él de opinión y Cecilia, estremecida, se sintió deshojada: se imaginó descalza, hollando los jardines de Babel de una familia pudiente. Pronunció sin equivocarse:

—Fredrikstadund.

—¿Qué has dicho? No te he entendido. ¿Es un lugar? ¿Un nombre?

—Una bobada. ¿Tienen piscina?

Él dudo. Finalmente dijo:

—Hay un lago. Un pequeño lago alpino.

—Creo que voy a ponerme algo cómodo y elegante. Dame un minuto.

La furgoneta de Joao estaba repintada a mano, un pastiche que contrastaba con el rosa chicle del vestido de Cecilia. Antes de oler a floristería había transportado material de ferretería; algunas herramientas habían dejado su perfil impreso en forma de roña sobre la chapa del suelo: aquí unos alicates descoyuntados, allá un martillo cabezón, en medio un charco de puntas deshechas barrido con desgana. Algo rupestre. Mecánicamente, el vehículo estaba en las últimas. Joao no podía permitirse nada mejor hasta que la próxima primavera reverdeciese sus encargos. Una amiga que se ganaba la vida haciendo retratos rápidos en el parque, había esbozado en los costados un campo de flores con el nombre de Joao colgado del cielo. Quedaba bonito, soñador. Una aguadilla por la baja calidad de las tinturas.

Al volver la vista atrás, Cecilia descubrió al fondo una pantalla de plantas y flores en sus macetas. La corriente agitaba los envoltorios de celofán.

—¿Son todas para esa casa?

—Sí, todas…

Él la dejaba hablar. Su aniñado entusiasmo le hacía sonreír en cada maniobra. Abandonaban ya el suburbio, la ciudad dormida a sus espaldas un manto de bostezos. Un sol reservado, cobarde, entibiecía la mañana de noviembre. Le costaba elevarse sobre los tejados e ignoraba la magnitud del vestido de Cecilia, tres meses de propinas ahorradas. Cecilia fue fijándose en las nobles verjas, en los esbeltos pilares que sostenían algunos porches altivos, dignos de una saga familiar. La tierra prometida se materializaba discreta y callada a su paso. Cuando dejaron atrás las marinas ondulaciones de un campo de golf, creyó estar en brazos de un destino evocador. Al llegar a un cruce, Joao orilló la furgoneta en el arcén engravado para sacar un papel de la guantera. Era una lista con números y nombres.

—¿Qué es?

—Trabajo —dijo él.

—¿Puedo ayudarte?

—Sí, luego. Tal vez.

—¿Luego?

—Eso he dicho. Tenemos que continuar.

Que antes de llegar a la mansión con el lago alpino tomasen el acceso de un cementerio, enrareció el aire de la camioneta; no bastaba con el perfume floral para que Cecilia olvidase la miseria del barrio del que habían partido. Aunque sus muertos yacían apretados a miles de kilómetros de allí, dio por supuesto que Joao quería rezar en alguna tumba conocida, tal vez un familiar fallecido lejos del terruño. Adoptó un aire compungido para acompañar sus sentimientos. Un guardián que dormitaba en la garita se llevó la mano a la visera de la gorra para saludar. Conocía el vehículo. La barrera se elevó apuntando al cielo como un dedo: el camino que debían seguir todos aquellos que no habían pecado. La furgoneta rodó exánime, a punto de detenerse, por la avenida principal. Cecilia llevaba un tiempo conteniendo el aliento. Hasta donde alcanzaba la vista sólo se veían tumbas y mausoleos, riqueza y pobreza reproducidas más allá del presente. La eternidad del contraste, de la discriminación. Cuando se detuvieron, le dijo maltrecha —el asiento era muy incómodo— que no le apetecía apearse.

—Es mejor que reces tú solo.

Joao asintió, pero su afable expresión no fue la de antes. Abrió el portón trasero y se alejó con unas cuantas macetas y ramos de flores abrazados. Llevaba la lista entre los dientes. ¿Por qué caminaba tan deprisa si iba a rezar? ¿No quería a sus muertos?

Cecilia lo vio acercarse a una tumba y acondicionar junto a la lápida unos coloridos manojos. Hizo lo mismo en otra tumba un poco más alejada. De vez en cuando consultaba la lista y cartografiaba mentalmente las tumbas para ahorrarse desplazamientos inútiles. Si se quedaba sin flores para las siguientes lápidas, volvía a la furgoneta por más, resollando por la actividad. Cecilia no le preguntó nada a un Joao mordiente y sudoroso, los poros del cutis pinchazos de alfiler. Al cabo de una hora, apenas quedaba un lecho de hojas sueltas salpicado de pétalos sobre el piso agujereado de la camioneta. Joao cerró el portón y se sentó al volante. Estudió la lista. Había tachado nombres y números con una equis. Se había quedado corto, dijo.

—Tuve que repartir los últimos ramos.

¿Eso era todo? Cecilia se sintió tan estafada como los muertos que se habían dividido las flores. No había tal mansión, sólo difuntos. La realidad acababa de propinarle una bofetada. Ni siquiera miró por la ventanilla cuando Joao señaló el lejano lago.

—Los patos pasan aquí el invierno.

Le explicó que algunos familiares sin tiempo le contrataban para llevar las flores; sus seres queridos sin duda agradecían aquella frescura junto a los nombres y fechas que los rememoraban: la dureza inmutable del mármol grabado en contraste con el artificio de las flores de vivero.

—Es algo asqueroso —respondió ella desencantada.

—¿El qué? ¿Rezar? ¿Morirse?

—Todo. Quiero volver a casa.

No era su casa, claro, pero lo sintió así.

De vuelta al piso, un hombre macilento y aquejado de resaca se deslizó ante ellos a medio vestir, como si se arrastrara sobre charcos. Fue a vomitar encorvado al lavabo. Tras esquivar la mochila que el peregrino había dejado en el pasillo —olía a diésel, como si hubiera viajado en el remolque de un camión— Cecilia decidió encerrarse en su cuarto. Lloraría el resto del día.

—¿Quieres que le eche un vistazo a tu maceta? —Esta vez fue Joao quien invadió su torreón.

Cecilia no tuvo fuerzas para negarse. Las lágrimas asomaban vírgenes, desconcertantes; él le puso una mano en el hombro desnudo, le subió el tirante e hizo amago de apartarle el cabello del rostro. No se atrevió a más. Se levantó sigiloso, fue hasta la ventana, la abrió; a juzgar por la fragancia que entraba, la primavera viajaba con él. Cecilia reconoció el ruido que hacía el tiesto al ser movido sobre el sucio alféizar.

Pelargonium peltatum —dijo Joao como si recitase en una lengua antigua, y a ella le pareció que hablaba de amor.

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