Madrid, 1957. Su libro más reciente es La ventana inolvidable (Galaxia Gutenberg, 2022), que recibió el Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro.
La casa cerrada durante tantos años ha mantenido viva la línea del teléfono. Sobrevivió a la muerte de mis padres, aunque desde la muerte de E nunca volvieran a poner el pie aquí. Y, sin embargo, conservaron la línea del teléfono, como si el cable fuera una suerte de cordón umbilical que les mantenía ligados al vientre de piedra que siempre fue esta casa.
Una de las primeras cosas que hice al llegar, tras abrir las primeras contraventanas de madera del salón, fue dirigirme al teléfono, y tras una pausa larga, con la respiración contenida, descolgar el auricular del viejo aparato. Me temblaba la mano. Si hubiera escuchado la voz del fantasma de mi madre no habría sentido mayor emoción. Con el auricular pegado al oído, el sonido de la línea del teléfono era un río uniforme, ininterrumpido, en el que no se producía la menor fluctuación; seguro, fiable, como una idea de eternidad.
Porque el agudo bordón prolongado me pareció y me sigue pareciendo una perfecta representación del tiempo.
No del pequeño tiempo, domesticado, que dividimos en segundos y minutos, o incluso en siglos, sino del tiempo que no se molesta en ser tiempo, del que no se estira ni se encoge y siempre está ahí.
Era humano, y es humano, también hoy, levantar el auricular y escuchar, como si fuera un fragmento musical, la unidad de sonido huérfano, desheredado, deshauciado, de inimaginable principio o final, y decir algo, lo que sea, con la esperanza de que, al menos, a falta de interlocutor, la frase quede de algún modo subrayada por ese sonido, como en una enorme pizarra negra.
Antes, cuando esta casa y otras estaban habitadas, el flujo se detenía y las palabras cruzadas venían a intervenir en el tiempo, a acotarlo. Ahora, los aparatos, colocados a lo largo del tendido telefónico, me hacen pensar en las pinzas que la enfermera coloca en la vía del paciente, interrumpiendo la entrada del suero, mientras se introduce un antibiótico o un calmante.
De todas las formas posibles de imaginar al tiempo transcurrido desde la última vez que estuve en la casa, una podría ser el de un flujo incesante, en el tendido del teléfono, y en la cata consciente que acababa de hacer al descolgar el auricular.
El hecho de que el agua de la casa estuviera cortada y en cambio hubiera línea en el teléfono, convencida como estoy y como lo estuvieron mis padres, durante años, de que la casa es un ser vivo, parecería confirmar la terca creencia de que es posible separar el cuerpo y la mente. Y en ese marco, el agua tendría que ver con las necesidades fisiológicas de la casa y la línea de teléfono, con necesidades mentales o, incluso, espirituales.
No bastó con abrir el grifo, tuve que descender al sótano, abrir la llave de paso, y luego otra más, en el exterior de la casa. Entonces, el agua comenzó a inundar las cañerías y despertó su sistema circulatorio.
La casa estaba seca, momificada, casi muerta; y, sin embargo, la línea del teléfono la había mantenido viva, como a un cuerpo en estado de coma cerebral. Era como si primero mis padres y luego yo, sin saberlo, durante años, la hubiéramos mantenido viva, nos hubiéramos negado a que la desconectaran del aparato, hubiéramos confiado siempre en la posibilidad de que volviera a despertar, porque esa parte de la casa, la parte mental, el almacén de la memoria, era mucho más importante que la otra.
El teléfono móvil, que mantengo apagado, no podría nunca intervenir en la recuperación de unos sucesos que hablaban en otro lenguaje.
Fragmento de La mitad de la casa (Siruela, 2021)
(la construcción de la telaraña)
Sentado en el jardín, sobre un sillón de mimbre, ha cerrado el libro que estaba leyendo y medita sobre unas palabras que no termina de entender. Cierra los ojos, como si esperara que la oscuridad pudiera aportar otra clase de luz a esa última frase en la que las palabras parecen decirse al revés.
Cuando vuelve a abrirlos, distingue con toda claridad a la araña, inmóvil sobre la pequeña rama de un joven arce. Como si hubiera estado esperando un testigo, la araña lanza el hilo de seda que ha segregado y lo confía a la brisa. El hilo viaja por el aire, hasta alcanzar un pequeño pero poderoso helecho que se abre paso entre las piedras de un muro. Tac, el pegamento con el que estaba embadurnada la punta del hilo hace contacto con su azaroso objetivo y esta se queda pegada a la planta.
El puente de hilo creado entre el arce y el helecho le hace pensar en una comba infantil; luego, sustituye esta imagen por la del reflejo de un puente en el agua. Pero enseguida la araña, que hasta ahora tenía la actitud de un pescador —pasiva en el movimiento y activa en la atención al hilo de su caña— comienza a trabajar. Ese primer puente no era sino provisional andamio de su obra maestra.
La araña comienza a caminar por el puente colgante, mientras segrega un segundo hilo. En su avance, la araña se va comiendo el primer puente, el puente del azar, el puente sobre el que realiza sus maniobras, y en el segundo pone la intención, la medida exacta de la que va a depender su futura ciudad.
El segundo puente, más largo que el primero, vuelve a describir una curva laxa. La araña se dirige hacia el centro de esta comba y con su peso la convierte en una V. En el vértice de esta V anuda un nuevo hilo que comienza a segregar y que, dejándose caer como una plomada, convierte esta letra en una Y. Vuelve la araña a pegar el nuevo extremo del hilo a una roca, y ya tiene el centro de la telaraña, a partir del cual comienza a desplegarse en el espacio, a cubrirlo.
En muy poco tiempo, la malla, tan resistente como un diamante de seda, está terminada. El hombre admira la estructura y tiene la tentación de aceptarla sin más, de sumirse en el letargo de la contemplación. Sin embargo, hay tanto aire en esta ciudad, tanta carne de metáfora, que, para él, la telaraña se convierte enseguida en el armazón de un inmenso interrogante.
Para la araña, la tela es ¿una trampa para sus presas o la jaula de la que ella misma no puede escapar? ¿Exactamente qué alimenta con la perpetuación de sus huevos?
El hombre piensa en lo difícil que es distinguir entre una jaula y una trampa, incluso entre una trampa y un nido, entre un nido y un huevo.
¿Quizá sea la duración la que determine el nombre de una situación común a los huéspedes de una u otro?
Sea como fuere, él se siente profundamente conmovido al pensar que el primer movimiento de la araña fue confiado al azar, de que toda esa sublime ingeniería, dependía de una acción tan imprevisible como la brisa. O tal vez no, tal vez un movimiento de alcance tan impreciso en apariencia, no lo fuera en realidad, y de nuevo este problema se redujera a una cuestión de tiempo.
Piensa en un velero, detenido en mitad del océano, apresado en el cero inmenso de una calma chicha, las velas pesadas como los brazos de un enfermo. El verdadero capitán medita en la proa de la embarcación como un monje, tiene la seguridad de que la brisa vendrá a hinchar las velas y volverá a propulsar el velero, y casi olfatea el movimiento por venir, e incluso la orilla que sabe que terminará por alcanzar aunque todavía esté fijada a un mapa de papel.
¿Y si el viento no regresara jamás?
Esta no es la pregunta de la araña, tampoco la del capitán del velero, es la pregunta del hombre, que vuelve a abrir el libro y piensa que tal vez eso es lo que significa la frase que estaba leyendo: puede que el viento no sea otra cosa que tu invención.
(el osario)
Desde un ventanal alto, de doble arco ojival y cristales emplomados, vemos un pequeño terreno seco y duro, una parcela de tierra sedienta y lánguida que hace pensar en un sudario extendido. Más que abandonado, es un lugar al que se viene a abandonar cosas, un lugar elegido por la muerte.
No hay restos de piel, ningún fragmento que sirva para identificar a simple vista el animal al que pertenecían estos huesos dispersos. Son muchos. Qué distinto es un osario de un cementerio. Tan distintos como un bosque y un jardín. Calcinados por el sol, estos huesos terminarán por transformarse en un polvo parecido al yeso. El viento lo transportará por el aire y polinizará territorios muy lejanos con su mortal indiferencia.
En el interior de esta enorme sala abovedada, que hace las veces de mirador sobre el osario, el esqueleto del animal prehistórico, apuntalado por complejas estructuras de metal, pone en pie la maquinaria de la imaginación. La extraordinaria envergadura del animal desaparecido, otorga a la imaginación y al deseo unos músculos de proporciones gigantescas, a escala con la tarea que deben abordar. La imaginación se agiganta al pensar en el hambre de este animal. Se agigantan todas nuestras ideas, como si hubiesen madurado en los huevos donde se desarrollaban sus crías.
También el paisaje se agiganta y desborda los límites de esta sala de museo: la tierra está encharcada, los helechos tienen dimensiones arbóreas, los futuros fósiles son ahora presencias viscosas, y el dinosaurio, antes de que los números hayan sido inventados, cuenta con los dedos de sus patéticas y retraídas manos. Parecen garfios o los pétalos a medio abrir de una flor prehistórica.
El zumbido penetrante de los insectos se ve roto de pronto por una clase de graznido ya olvidado en el planeta. La misma imaginación desmedida piensa que quizá todavía resuene en algún punto de la Vía Láctea: el dinosauro grazna todavía cargado de tierra, su muerte anunciada.
Sin embargo, el aire circula ya por sus huesos, ensayando una posible vida en el aire. La imaginación coloca algunas plumas de color verde sobre sus toneladas de carne, y en esta sala, en la que creemos mirar al trasluz, se escucha el grave aleteo de un pájaro.
Dos fragmentos de araña, cisne, caballo (Siruela, 2014)
Cuando, más tarde, Ella sale al jardín y cierra la puerta de su casa, ha perdido totalmente el miedo, sabe que tiene una cita y mira hacia el valle poseído por la niebla con la determinación de quien reconoce lo inevitable. El animal ha desaparecido y se da cuenta de que el valle es un caldero en el que hierve la niebla. El animal que surgiera del vapor ha descendido ahora a la mezcla primordial del caldero y la espera allí, confundido con el infinito potencial de sus formas.
Ella avanza un pie y luego otro; salta la cerca de madera y comienza un lento, lentísimo descenso por la pared del caldero, sumergiéndose, rodeada ya por la blanca emanación que sin embargo no puede tocar y siempre se coloca a un palmo de distancia de ella, como si entre las dos existiera una diferencia insalvable, la distancia de los fluidos irreconciliables.
Ella sólo reconoce el suelo bajo sus pies y lo demás pertenece a otro tiempo, futuro o anterior, nunca presente. El calor y el frío se confunden.
El sonido también parece haber caído en una emboscada, y Ella no sabe si lo que empieza a escuchar es el lenguaje encadenado de las hojas o reclamos animales secuestrados por la niebla. Continúa su descenso y percibe que también el sonido desciende al valle; que el sonido parece provenir del fondo del caldero de la niebla; que, a pesar del secreto que lo recubre, sólo el sonido posee orientación.
Paso a paso, Ella descubre la melodía que recorre el sonido, y paso a paso la reconoce como la melodía que escuchara en su sueño.
Los millares de ojos de la niebla comparten una sola boca y, en esa cavidad, una lengua roja, bien guardada, habla de un viaje.
Ella se encuentra junto al río, del cual sólo distingue una orilla y un solo costado de agua verde; junto a esa orilla cae de rodillas, apoyándose en el tronco de un árbol.
Ella sabe que al otro lado del río se encuentra el origen de la canción y aguza la vista, como si tuviera algún poder sobre la terquedad de la niebla y sus ojos, la capacidad de aumentar el sonido. Sólo percibe una presencia más oscura que la niebla, sin perfiles. Las palabras atraviesan una cortina de terciopelo blanquecino y se mezclan con el sonido de pisadas, las pisadas delicadísimas de un gigante. La canción no termina de hacerse y repite unas notas rebeldes, como si también esta tuviera que recordar una melodía incompleta.
Ella se sienta y apoya la espalda en el tronco del árbol. La voz deja de oírse y cree que la figura se inclina hacia el río para beber: cree ver el pelo negro, corto y lacio, y una mano que, abarquillada, toma agua y la lleva a los labios. Ella siente un terror repentino y, esta vez con claridad, ve la mano que sube, como el cubo de un pozo, también la posibilidad de ver su cara… pero la figura se retrae en el último momento. Ella puede ver cómo el hombre sin rostro se levanta, y cómo la mancha gris se adelgaza en la niebla hasta desaparecer. Vuelven a escucharse los restos de la melodía, deshilachándose.
Ella sabe que no puede cruzar el río, que está clavada a su orilla, como el árbol sobre el que se apoya, y que sólo su deseo vadea las aguas y sigue las contorsiones de la canción.
Sin darse cuenta, encuentra su abrigo desabotonado. Ella percibe cómo la niebla se cuela por debajo de la falda y empieza a operar en sus piernas. Respira entrecortadamente, suspendiendo la respiración, como si quisiera evitar el menor ruido, ofrecer la menor resistencia a esta labor. Millones de dedos fríos le bajan las medias de lana, millones de ojos son testigos de la enorme lengua de niebla que sube y baja por el cuello y la nuca de Ella, de la sangre blanca que se agolpa en los labios, de la lividez de un deseo diferente.
Ella separa las piernas y ayuda al trabajo de la niebla, un animal que la olfatea desde la mañana, y que, perfectamente orientado, se arremolina a la entrada de su sexo. La niebla apuntala la flexión de las rodillas.
Ella separa los labios y pronuncia la aceptación. La niebla entra en Ella.
Para triunfar, la niebla no necesita embestir, y se limita a cerrar los ojos de Ella y a respirar en su interior, en el pasillo húmedo, donde el calor de las paredes se frota contra el frío extranjero.
Ciega de niebla y llena de niebla, Ella se transforma en un erizo y lanza sus púas, agigantada por el placer que la consume por dentro.
Fragmento de Latente (Siruela, 2002)
Como cada mañana, la mujer joven se dirige al espejo y, después de pasar revista a la arruga que divide su frente en dos hemisferios, abre la boca.
Enseguida, las dos lenguas salen disparadas, ávidas de comunicación.
Lo que vemos en el espejo no es una lengua bífida, sino dos lenguas —la izquierda y la derecha— perfectamente diferenciadas.
Ambas parecen inquietas y levantan sus extremos puntiagudos como cabezas de serpientes alertas.
La lengua derecha habla como un mercader, ordena su discurso —palabra número uno, palabra número dos, palabra número tres— y lo dispara, con un dejo vulgar que inspira confianza, con la habilidad de un subastador de pescado en una lonja, hacia el oído que espera pulcritud de ideas.
Por el contrario, la lengua izquierda apenas es capaz de hilvanar dos o tres palabras que salen atropelladas, y es en apariencia una lengua torpe, atrofiada. Sin embargo, cada palabra que pronuncia la lengua izquierda tiene un poder paralizante.
La mujer joven deja hablar a las dos lenguas y, con sufrimiento, contempla su falta de armonía.
Hasta que ya no puede más y se tapa los oídos con las manos.
Después, como cada mañana, enhebra la aguja y cose con sumo cuidado la lengua izquierda con la lengua derecha, hasta formar una sola.
Las lenguas se escurren entre los dedos, que embadurnan de saliva, pero finalmente se someten.
La mujer joven mira esta lengua artificiosa y siente la extrema tirantez, la fisura real que las separa. Sabe que esa fisura no es una herida que pueda cicatrizar.
La mujer joven cierra la boca y se peina delante del espejo, revisando una vez más la arruga vertical que nace en el medio exacto de las cejas.
Con ese reptil que lucha por abandonar la cárcel de los dientes, la mujer joven se pone el abrigo y cierra tras de sí la puerta de su casa.
La mujer joven piensa que al regresar por la noche a su casa volverá a descoser las dos lenguas y a sentir la misma desolación.
La mujer joven cree a su pesar que sólo una de las dos lenguas es importante, que una de las dos le sobra, pero tiene miedo a arrancarse la otra.
Fragmento de La tabla de las mareas (Siruela, 1998)