El desierto es un extenso ejercicio de paciencia. Quien pretende cruzarlo debe adquirir el arte de la tolerancia. Difícilmente un viaje en el desierto es ajeno a la angustia y a la desesperación de sentirse perdido. A cambio, sin embargo, se nos ofrece una inagotable exhibición de belleza.
El paciente es aquel que resiste y soporta por un tiempo indeterminado una acción exterior sobre él. Adentrarse en el desierto implica convertirse en su paciente.
De lejos la caravana es una línea negra que se mueve; de cerca, toda una aldea; un pueblo lleno de gente afanada, olor a comida, llanto de niños, intrigas, amoríos secretos. Desde allí, todas las tierras son lejanas, también la nuestra, incluso aquella por donde la caravana va pasando.
La arena es el material con el que se mide el tiempo. El desierto es el reloj de todas las eras.
Es lo minúsculo lo que nos guía en el desierto. Los conductores de las caravanas reconocen la ruta en lo pequeño: un desnivel del suelo, una piedra habitada por serpientes, los sutiles cambios en el color de la arena, una brizna de hierba, son los signos que les permiten ubicarse. El viajero que pretende orientarse calculando las dimensiones que lo separan de su destino se pierde sin remedio.
Los pasos que damos sobre la arena caliente cansan diez veces más que sobre el pavimento. Sin un destino fijo, aseguran algunos, no vale la pena moverse. Pero ¿qué puede ser «un destino fijo» en el desierto?
«Estoy donde estoy», escuchó Moisés en un sueño, y así supo que el Guía está en todas partes. Quien atraviesa el desierto desconfiando del vacío adquiere un vértigo que lo perseguirá sin tregua.
Un filósofo italiano postulaba la idea del Mundo como un Libro. El desierto es una página tan desmesurada que algunos hombres alcanzan, en toda su vida, a descifrar una sola letra. Habrá quienes se empeñen en agotarlo, habrá también quienes mueran sin comprender que esa página repita hasta el cansancio los mismos signos.
En un reporte de guerra fechado en 1916, Anthony Jude, soldado británico, relata su intento por regresar a Inglaterra desde Mauritania, adonde había sido enviado su regimiento. El texto es un larga enumeración de las enfermedades que padeció atravesando el desierto. Describe también las horas eternas bajo la espada del sol, la desesperación de no encontrar una planta o un animal con que alimentarse; caminatas sonámbulas sobre dunas idénticas; ampollas también idénticas que crecieron y reventaron mil veces mientras cabalgaba sobre el lomo de un camello, y finalmente el desconcierto, no menos estremecedor, que experimentó al desembarcar en su lluviosa Inglaterra. Al final del reporte, Jude comenta que no hizo el viaje en una sola ocasión: «Dos veces atravesé el desierto», asegura, «la primera por necesidad y deber, la segunda por nostalgia».
Simón vive y trabaja en la ciudad. Apenas presiente algo sobre la naturaleza del desierto que lo persigue y lo acecha, como la fiera que disfruta atormentando a su presa durante horas mientras podría darle alcance de un solo zarpazo. Sólo que, a diferencia del ciervo, Simón ignora lo que su perseguidor quiere de él.
En algunos lugares, el desierto avanzºa hasta cuatro kilómetros al año.
¿Con qué objeto?
Después de caminar cierto tiempo en el desierto, uno acaba por tomarle gusto a la fatiga, al golpe del sol, a la arena que inflama los párpados. Mirando esas extensiones inmensas, el viajero llega a pensar que la jornada será larga y también a esa expectativa se acostumbra. Pero los puntos de agua, los verdes oasis, las pausas, son siempre mucho más frecuentes de lo que uno espera, de modo que a menudo quienes van allá anhelando la carencia y la penuria encuentran en su lugar una desconcertante abundancia.
Marco Polo afirma que el desierto está poblado de fantasmas cuyas voces cantan y llaman al viajero por su nombre. Refiere también que, antes de adentrarse en el desierto de Gobi, los viajeros pasan una semana entera alimentando la memoria.
Los recuerdos son un buen equipaje, pero pesan más que la sal. Conforme uno avanza se ve tentado a dejarlos en el camino como quien desde un globo aerostático arroja costales de arena. Una vez lejos, adquieren una consistencia etérea y cruzan con velocidad las dunas más espesas, aullando nuestro nombre.
El desierto es misterioso como una mujer con velo. Los placeres que ofrece son inimaginables y están reservados a aquel que está dispuesto a pagar el precio de su intimidad.
Durante una expedición al desierto de Sonora, el musicólogo Marcus Weimberg comprendió que regresaba sin cesar al mismo punto. Abrumado por el sol, decidió sustituir su brújula por un metrónomo. Las cosas no mejoraron. Siguió dando vueltas en círculo, pero ahora en cada oscilación de la aguja escuchaba los valses de su Viena natal. Lo encontraron muerto y sonriente con un cascabel enroscado en el tobillo.
Fui a interrogar al desierto y, mientras duró mi designio, no fuimos, ni él ni yo, más que el vértigo de una infinita pregunta.
El desierto es quizá la humillación y el triunfo de la pregunta. Hay que haber errado mucho, emprendido varios caminos, para entender que en ningún momento se ha dejado el sendero propio.
Cuando uno decide detenerse para mirar el desierto interior, se hace un silencio completo capaz de asustar a quien no está preparado. El silencio y la inacción esconden una dicha difícil. Al principio, como ocurre al probar un sabor desconocido, sorprende y disgusta. Sin embargo, conforme se incorpora a la vida diaria, el estigma que lo acompaña disminuye hasta ser casi invisible y permitir ver dentro de él, más allá de él. No importa el camino andado, el desierto es siempre un comienzo.
La arena es la ceniza que los hombres han producido durante todas las épocas, la de los cuerpos humanos, los incendios, las ruinas de todos los bombardeos, la basura quemada, los huesos de las ballenas, los gestos inútiles, las frases vacías, los actos que nunca llevamos a cabo.
Si el desierto es extenso, es porque también contiene en su paisaje infinito lo que debimos hacer y no hicimos, los viajes no emprendidos, las palabras que ardieron en los labios y nunca fueron pronunciadas, los accidentes que no ocurrieron, las muertes que no morimos. Todo está inscrito en esas dunas silenciosas, en esos miles de kilómetros extendidos como un enorme y desolado cementerio.