Ramat Gan, Israel, 1975. Este es un fragmento de su novela The Weather Woman (Locus Books, 2022), inédita en español.
Entró a paso medido a la calle principal de su pueblo, como un jinete solitario que se ha apeado a echar un vistazo al lugar. El eterno overol de corderoy beige, algo gastado pero limpio, y así también la remera blanca que vestía por debajo. Llevaba una camisa azul a cuadros atada a la cintura y un gorro en la mano. Empezó a caminar por esa calle. Se suponía que muchos pares de ojos siguieran desde las ranuras de las persianas, con admiración y preocupación, el andar de la mujer sola, al mediodía, en la calle silenciosa, a modo de sheriff local, como alguien de armas tomar citado a batirse a duelo.
Avanzaba, y su negra trenza casi no se movía sobre su hombro. No iba a batirse a duelo. Iría sólo hasta el final del pueblo, a los peñascos. Tal vez lograra mirar abajo y distinguir, o al menos oír, si ellos efectivamente habían descendido a las profundidades del cañón de margas para silenciar aquel aullido perturbador.
Se limitaría a observar. A comprobar. A pesar de que era de esperar que, en calidad de sheriff, de jinete solitario, interviniera e hiciera justicia. Era lo que había hecho desde su llegada aquí, hace unos veinte años, joven lugareña que volvía a su pueblo natal después de estudiar afuera. Una muchacha pensativa pero enérgica, que un buen día volvió a aparecer aquí, alquiló una casita y puso la estación en la terraza. Le llevó un par de semanas instalarse, traer los accesorios y probar su funcionamiento, hasta que la lanzó, una heroína haciendo justicia por sus propias manos, que ponía orden en aras de una sociedad con dificultades para hacerse cargo de sí misma. En cualquier otra parte la ensalzarían y la llevarían en andas, pero aquí, en su pueblo, bastaba con un evidente asentimiento de cabeza, un fuerte apretón de manos. Por cierto, los primeros años, cada vez que ella atravesaba el pueblo caminando por la calle principal, la acompañaban esas miradas.
Su estación meteorológica cubría por primera vez una zona que ningún pronóstico tomaba en cuenta hasta entonces, una superficie con condiciones particulares, diferentes de las de su entorno. Sobre aquel peñasco, junto al breve y profundo cañón, ella no sólo resolvió la duda de si llevar o no un suéter: con su iniciativa independiente, movida por un espíritu solidario de involucración social y planificación racional, logró descifrar las proyecciones de las diferencias de presión y los pozos barométricos en la temperatura ambiente local, y lo más importante, entender qué condiciones de viento y lluvia en las montañas del este habrán de producir inundaciones en la trayectoria en que se asienta el pueblo; cuándo rebasarán las aguas el cauce del escurrimiento de las laderas al otro lado de las montañas de modo que el pueblo y el pequeño cañón se mantengan secos, y cuándo se deslizarán por las laderas que miran al pueblo —gordos gusanos se arrastran, se hunden, se contornean hasta parecer dedos de una enorme mano que arrasa con todo lo que se pone en su camino y lo arroja abajo, hacia la quebrada. No en vano los habitantes llamaban «la bestia» a la inundación. En el pasado, las inundaciones habían ocasionado graves daños físicos, un muerto, aun si por la caída de un árbol, dos niñas gravemente heridas, cada una en otro año, y la pérdida de animales domésticos arrastrados por la corriente. También ella había perdido un perro.
El perro se perdió siendo ella meteoróloga y sabiendo que se venía la inundación. Sin embargo, por error, lo dejó afuera. Era un labrador mezcla, guardián, como muchos de los perros del pueblo, que necesitaba movimiento y por eso se lo dejaba andar solo. Era lo acostumbrado: se los domesticaba para que no ensuciaran, no ladraran a la gente, no gruñeran, y entonces se les permitía andar por las calles. Volvían a sus casas al oír el silbido de sus dueños. Cuando rasguñaba levemente en la puerta, ella le abría y le decía hola. Él se restregaba en ella y luego iba a beber agua de su plato. Se notaba que estaba bien con ella. Después de la inundación, no lo encontró. Dio vueltas por todo el pueblo, le silbó. Los días pasaron, y no volvió.
Pero, salvo esa pérdida, ese amargo yerro, a lo largo de todo su ejercicio de la meteorología no se produjeron otras desgracias. Sin duda, ella se había consagrado como la heroína que vuelve a su pueblo y lo redime. Sus padres, que de todos modos siempre esperaban de ella lo mejor, se llenaron de orgullo. Sus pronósticos eran de fiar. Los habitantes del pueblo estaban pendientes de lo que ella dijera y, a diferencia de los coetáneos de Noé, se conducían en consecuencia. Los niños y los perros eran llamados a volver con la debida antelación, las bolsas de arena se amontonaban a tiempo. El profeta de la verdad se reconoce porque sus pronósticos se cumplen. Ellos eran sus fieles seguidores.
La Tierra giró un tanto sobre su eje y dispuso al sol en medio del firmamento, por sobre la mujer que caminaba. La sombra de las casas se estrechó. Ella se puso el sombrero sin dejar de caminar. Y si la seguían miradas ocultas, estaba acostumbrada. Siempre hubo miradas, aun si cambiaron con el correr del tiempo. Y tal vez no habían cambiado, y sólo le parecía. Porque sus pronósticos siguieron siendo ajustados como siempre. Los métodos de medición y previsión habían mejorado y ella se actualizaba constantemente. Ya se basaba en información de la Base de Datos Meteorológicos Nacionales y el modelo de medición que desarrolló calculaba la corriente en la cuenca hidrográfica. Se podía aplicar mediante el abordaje de pronosticación determinante, habrá inundación o no, y además combinar factores circunstanciales para prever probabilidades. Lo publicaba en lenguaje sencillo y claro, asertivamente, pero compartiendo inquietudes, posibles escenarios y perspectivas. Le dedicaba tiempo a la formulación. A veces incluía alguna humorada doméstica. Vientos fuertes, esperemos que el gazebo de Brown no vuelva a salir de paseo. Ellos lo disfrutaban. El pronóstico del tiempo mancomunaba su destino.
Él dijo que saldremos de paseo el fin de semana, había dicho su sobrina una semana antes, cuando estaban las dos sentadas en la pequeña galería compartiendo la cena. «Él» era su padre, abuelo de la jovencita. Pero era también el profesor de literatura, y coordinaba las actividades voluntarias de los alumnos, incluida su sobrina. Una y otra vez convocaba a los alumnos para proyectos que proponía en el pueblo. Era un hombre en la flor de la vida, de anchos hombros y su mirada, siempre esforzada hasta dejar entrever sólo una ranura, destellaba un verde serio e inteligente. Las arrugas alrededor de los ojos lo agraciaban aún más. Cuando niña, él siempre había permanecido lejos de ella, ocupado como estaba del bien común, y ahora evocaba un momento de cuando todavía era estudiante de primer año de Ciencias de la Tierra, lejos del pueblo, y ella había venido de visita. Caminaba junto a él en la calle, él se detuvo, como de costumbre, para conversar con uno y con otro, explicando algo con voz entusiasta, inteligente y bien dispuesto, ella no recuerda qué, hablando con mayores que él y con menores que él de igual a igual, y de pronto, puso una mano sobre su hombro y les contó con orgullo detalles de sus estudios, cuestiones de las que ni imaginó que él hubiera estado enterado. La embargó un sentimiento de calidez y los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuando volvió una vez finalizados sus estudios, uno de los primeros días del funcionamiento de su estación meteorológica, él se hizo un momento y fue a verla a su pequeña vivienda. Ella había puesto todo sola, su madre ya no se sentía bien entonces. Él observó los aparatos, hizo preguntas y un verde destello cruzó de las ranuras de sus ojos al castaño de ella. Él le rodeó los hombros con su brazo y la apretó contra sí por un instante. Exactamente así, dijo el padre, todos daremos pelea y juntos venceremos. Desde entonces, cada uno siguió inmerso en sus asuntos, él incluso viajó al extranjero a un curso de perfeccionamiento de larga duración, volvió, pero entre ellos siguió esa nueva y cara cercanía, y cuando ella iba a compartir con ellos la cena sabática, o cuando iban juntos a visitar a la abuela, la anciana madre de su padre, después él la acompañaba hasta su casa. Su madre, que bebía bastante en las comidas, ya se sentía fatigada y se acostaba a dormir, y en el camino él le contaba sobre sus proyectos y, a veces, hasta le consultaba algo o le pedía algún consejo. Entonces ella se sentía orgullosa y trataba de decir algo inteligente tratando de acertar con su modo de pensar. Si se topaban con conocidos —el pueblo era pequeño y había quienes salían a dar un paseo nocturno— saludaban al padre y a la hija, preguntaban algo, y el modo con que los miraban era como si se dirigieran a una especie de pareja real. En los días de la semana, cuando casi no se veían ni hablaban, de todos modos, ella se sentía cerca, los dos juntos oteando el mismo horizonte y empujados por el mismo viento de cola. Pero, en los últimos años, parecía que no veían lo mismo, tal vez no miraban hacia el mismo lado. Tal vez ella no se mantenía firme como él, su espalda era menos ancha, la espalda de otra generación, y cuando el viento cambió de dirección, ella se dejó llevar.
Este verano, ella había acogido por primera vez a su sobrina, que participaba en un programa anual que conjugaba refuerzo de los estudios y colaboración voluntaria en la cosecha de la vid. Aparentemente, era la única posibilidad de que completara los doce años de estudios básicos y los exámenes de graduación, sin extenderlos por años. El abuelo la había tomado a su cargo, había convencido a su hija menor, la madre de la chica, de que, en el pueblo, bajo su control, ella progresaría. Insinuó que también su exitosa tía le serviría de inspiración. Ahora, él era el profesor de literatura de la jovencita y convinieron que en horas de clase lo llamaría «Profesor». Él la entusiasmaba, así como al resto de los estudiantes y organizaba eventos culturales, proyecciones de filmes, charlas, excursiones, y la sobrina participaba, socializaba con sus compañeros de programa y con jóvenes locales, disfrutaba del prestigio de su tía, a la que admiraba desde pequeñita cada vez que iba de visita. Si bien tenía su cuarto en el internado, durante el verano solían cenar juntas en la galería de la tía. La parra, cargada de hojas y racimos, las ocultaba de los transeúntes. Ahora que había empezado el otoño, la galería quedaba expuesta y la sobrina seguramente ya se había hecho de amigos, tal vez ya se había enamorado de alguno de los jóvenes y las cenas compartidas se habían vuelto esporádicas.
¿Va a llover este fin de semana?, preguntó la sobrina mientras hurgaba con el tenedor en la ensalada que tenía en el plato, tenemos que saber porque en el paseo es probable que bajemos al cañón.
Ella y su sobrina no solían hablar mucho. Así había sido desde los primeros días estivales, cuando recién llegó, más delgada y menuda de lo que la recordaba su tía, y, sin embargo, pesada y algo confundida, al parecer había puesto todas sus esperanzas en su tía y en el programa. Ahora se preguntaba por qué no había hablado con la chiquilla y no la había involucrado en sus asuntos, por qué casi no habían conversado. Al principio, no quería presionarla, trataba de dejarle espacio libre. Hablaba poco con ella, acerca de lo que hacía durante el día, proyectos, cambios. La muchacha, por su parte, también hablaba poco, a veces parecía que por la admiración que le profesaba, por temor a desilusionar diciendo alguna tontería o algo equivocado. Eso llevó a que tampoco la tía quisiera decir algo demasiado importante, de peso, para no complicar de alguna manera inesperada eso nuevo y delicado que había entre ellas. Con el tiempo, cuando las conversaciones seguían siendo escasas y livianas, quiso explicar los silencios prolongados como un silencio bienhechor. De hecho, ambas alimentaron la esperanza de que se tratara de un entendimiento más allá de las palabras. Sea como fuere, cuando la sobrina vino a principios de las vacaciones y preguntó por el perro que conocía y con el que se había encariñado en ocasión de visitas anteriores, su tía no le contó que no lo llamó a tiempo para que entrara al arca. Sólo dijo, después de una breve pausa: Ya no está con nosotros. La sobrina dijo ah, carraspeó y preguntó dónde conviene salir a correr. La tía no se sorprendió. Concordaba con lo que los adultos de la familia decían acerca de esa muchachita cuando planeaban mandarla al pueblo: algo obtusa, concentrada en sí misma, con mucho potencial, pero chapoteando en el lodo de la mediocridad, nada le interesa demasiado, salvo tal vez las pilchas, la figura, la vida social. Desde entonces, se produjo un cambio en ella. Lentamente, pero en la dirección que todos anhelaban. Su grado de compromiso aumentó, trataba de alcanzar el nivel de estudios deseable, y cuando comentaba las actividades que hacían con el profesor, había brillo en sus ojos.
La sobrina seguramente se habría asombrado de haberse enterado de que a su tía le importaba lo que pensara de ella. Que sopesaba las palabras, que era vulnerable. Y tal vez ya no se asombraría tanto. A lo largo del verano, algo de su juvenil tono de voz, ingenuo, de su mirada atónita y empática, se había perdido. Está bien, creció. Y tal vez percibió lo acumulado entre su tía y la gente del pueblo.
Ella avanzaba por la calle principal, ahora con las manos hundidas en los bolsillos del overol. Al principio la miraban como a una redentora. Una vaquera que arrojó el lazo, atrapó el caprichoso estado del tiempo y lo sofrenó. ¿Acaso lo dominaba y lo conducía a voluntad? Había quienes la creían capaz incluso de eso. Es decir, no es que lo creyeran realmente, pero, en broma, le pedían estados del tiempo «a la carta». Incluso su padre, sus verdes ojos bromeaban a veces bondadosamente: ¿Cuánto cobras por tres días parcialmente nublados? ¿Hay descuento para los amigos? A ver si me lo arreglas, ¿eh?
Ella les respondía a todos con una leve sonrisa, trataré. Pero, con el correr de los años empezó a pesarle la sensación de que el agradecimiento para con ella se deslizaba hacia pretensiones y expectativas. Y desencanto.
Después de un pronóstico adverso, jamsin o calima, cuando se topaban con ella en la calle, desviaban la mirada y el mohín de labios no ocultaba el disgusto, infantil. Como si ella pudiera pronosticar algo distinto, profetizar algo más agradable, adecuar. Con un poco de buena voluntad. No lo decían explícitamente, ni lo pensaban —¡sería ridículo! Totalmente absurdo. Pero, previo a una ansiada lluvia de bendición, o un fin de semana que preferían diáfano, si se encontraban con ella justo antes de que publicara el pronóstico, sus miradas eran de ruego: Hazlo favorable. Si es necesario, miéntenos.
Publicado por acuerdo con la Agencia Literaria Cohen & Shiloh
Texto original © Tamar Weiss-Gabbay
Traducción del hebreo al español © Margalit Mendelson